El que Ama su Vida la Perderá y el que la Aborrece la Guardara

Cita Bíblica: Juan 12

Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume. Juan 12:3

De nuevo vemos a Jesús en casa de sus amigos de Betania, acompañado del resucita­do Lázaro. Marta, como siempre, sirviendo la cena que le habían preparado; y María, también como siempre, buscando la cercanía del Señor y derramando su alma en agradecimiento a Jesús por haberle permitido ver la gloria de Dios en la resurrección de su hermano Lázaro.

Para ella este hecho no tiene precio, por eso tomó aquel perfume de nardo puro y de gran precio, y ungió los pies de Jesús; y no encontró otro paño mejor para secar aque­llos pies perfumados del Maestro, que sus propios cabellos.

El amor que veía en Jesús era tan nítido como el perfume de nardo puro, por eso no duda en empapar sus propios cabellos en aquel nardo como lo estaba su corazón de ese amor de Dios que había visto revelado en Jesús, Hijo de Dios.

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La sencillez de Jesús y la valentía de María para mostrarse sin complejos, tal como es, ante Jesús y los demás es lo que más resalta en esta situación. Aunque algunos de los presentes se sintieran hipócritamente escandalizados, por aquel despilfarro de dinero. Judas fue uno de los que tasó el perfume en trescientos denarios. También sabemos que tasó a su propio Maestro en treinta monedas de plata; así entenderemos mejor por qué se escandalizó tanto del derroche que hacía María sobre los pies de Jesús. Para María aquel perfume no tenía valor alguno sin Jesús; para Judas era lo contrario, pero dicho así era demasiado duro, por eso pone la excusa de los pobres. ¡Cuántas malas intenciones ocultan las buenas intenciones a favor de los pobres!

No olvidemos que Jesús en la parábola de los obreros de la viña, dice del padre de familia:

“Habiendo convenido en un denario al día los envió a su viña” (Mateo 20:2).

Uno de esos obreros tendría que trabajar un año para comprar ese perfume. Para María todo su tiempo, todo su dinero, estaba a los pies de Jesús como un delicado per­fume que había recibido del Señor, para honra y gloria de su Dios y Salvador.

“Quisiéramos ver a Jesús” (v. 21).

Este deseo lo manifestaban unos griegos que habían venido a Jerusalén para la pas­cua. Por una parte, Jesús se encuentra entre las gentes sencillas que buscan verle por la resurrección de Lázaro; mientras los principales sacerdotes acordaron dar muerte al mismo Lázaro (v. 10), porque era un testimonio viviente, y muchos de los judíos creían en Jesús. El júbilo de éstos se manifestó en una gran aclamación con ramas de palmera mientras Jesús se acercaba a Jerusalén montado en un asnillo (v. 14). Esto hizo exclamar a los fariseos: “Mirad, el mundo se va tras El” (v. 19).

“De cierto de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (v. 24).

Esta fue la respuesta que Jesús dio a aquellos griegos que querían verle. Jesús no se para en las curiosidades, ni buscaba las aclamaciones fáciles, ni a gentes que le siguie­ran por pura curiosidad religiosa. Pues su propia muerte no es una curiosidad para hacer religión, sino la causa de la salvación de todo hombre que acepte en plena cer­tidumbre de fe esa muerte como reconciliadora ante Dios por todos sus pecados y cul­pas.

Jesús con la comparación de la siembra del grano de trigo, que todos sus interlocuto­res conocen, les muestra la necesidad de su propia muerte. El grano de trigo que muere bajo tierra, nace de él una nueva planta que termina siendo una espiga llena de múltiples granos; pero si ese grano queda en los graneros jamás llevará fruto.

Jesús les habla de una realidad transformadora e indiscutible, que es el grano de trigo en tierra transformado en espiga. Este hecho real, conocido y aprobado por todos sus oyentes, lo hace coincidir con el hecho de su propia muerte. Enterrar los granos en tie­rra parece algo sin sentido, pero cuando llega la siega y se ve el fruto, sobra toda expli­cación. Así el Señor nos quiere hacer entender lo que a nuestra propia naturaleza le resulta repugnante. Por eso Jesús, sabiendo que muchos se sentirían atemorizados con tal decisión, les dice:

“El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (v. 25).

El que ama su vida, se queda él solo como el grano de trigo, que no cae en tierra y muere. Su tiempo lo consume la estéril soledad. El grano enterrado parece que ya no tiene vida, y es el único que puede llevar fruto; sin embargo el grano que permanece a la vista de todos, podíamos decir amando su propia vida, llegará un día que perece­rá y su lugar no se hallará más.

Pero el Señor Jesús nos quiere enseñar algo más profundo con este símil del grano de trigo, de cuya realidad, puesto en tierra, no dudamos. Así tampoco quiere que dude­mos del poder de su obra redentora en nosotros que pasa por su propia muerte, y nues­tra propia muerte en la carne, para que en nosotros se den los frutos del Espíritu.

La simiente que es sembrada en nosotros es la Palabra de Dios, y sólo germinará, si por la fe nos negamos a nosotros mismos, para decir con Pablo:

“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gálatas 2:20).

El que ama su vida es como el grano de trigo en el granero, su propia esterilidad para hacer algo bueno, lo llevará a perder su propia vida; pero aquel que se niega a sí mismo, es como el grano de trigo que cae en tierra y muere para germinar a una nueva vida, que en el creyente es vida eterna y no perecerá jamás.

“Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora” (v. 27).

Jesús siempre se muestra, tal como se siente, con toda naturalidad, pero sabiendo que por encima de todo está el hacer la voluntad del Padre. Aun estando dispuesto a hacer la voluntad del Padre, su alma estaba turbada. El profeta Isaías refiriéndose a Cristo dice:

“Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado… verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:10-11).

Pero esa aflicción la tuvo que sentir en su propia alma, porque estaba cerca la hora de entregar su vida en expiación por el pecado. Él veía la necesidad de su muerte como el grano de trigo que si muere lleva mucho fruto. Para Él ese fruto de la aflicción de su alma somos todos los que reconocemos el perdón de nuestros pecados en su san­gre, y por la fe guardamos el testimonio del Padre, que nos ha dado vida eterna en Su Hijo. Jesús ante esta situación se pregunta: ¿Qué diré? Sólo una cosa: ¡Padre, glorifi­ca tu nombre!

“Entre tanto que tenéis la Luz, creed en la Luz, para que seáis hijos de la Luz” (v. 36).

Ante las respuestas que Jesús da a sus oyentes, estos se muestran dubitativos: ¿Quién le ha hablado? ¿Quién es este Hijo del Hombre? (v. 34).

Jesús no da explicación alguna a estas cuestiones, sólo les pide: “Creed en la Luz”. Esta era y es la solución, y la respuesta a sus interrogantes. La Luz de la salvación dada por Dios a los hombres la tenían entre ellos, pero “los hombres amaron más las tinieblas que la Luz” (Juan 3:19). Por eso Dios, “cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón” (Isaías 6:10). Este es el gran signo de estos tiempos: La ceguera de las mentes y el endurecimiento de los corazones. Pero la Luz de la salvación sigue estan­do entre ellos, aunque son muy pocos los que CREEN en la LUZ, que es Cristo. Jesús dice: “El que anda en tinieblas, no sabe a dónde va” (v. 35). Esto lo estamos viendo, más que nunca hoy, en muchas leyes sociales, en hábitos y costumbres de los ciudadanos, que han oído de la luz de la salvación, pero no son hijos de la luz, por­que no creen en la Luz.

“Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en Mí no perma­nezca en tinieblas” (v. 46).

En estos tiempos cada hombre corre a buscar luz y calor en aquellos que se levantan como luminarias de este mundo. Esto sucede, tanto en el orden social político como entre las religiones. Las palabras del profeta Isaías tienen plena actualidad:

“He aquí que todos vosotros encendéis fuego, y os rodeáis de teas; andad a la luz de vuestro fuego, y de las teas que encendisteis; en dolor seréis sepultados” (Isaías 50:11).

Muchos grupos bajo el nombre de cristianos, sin tener nada que ver con Cristo, están encendiendo sus fuegos y teas para apartar a los hombres de la Luz de Cristo.

Otros se sienten fascinados por determinadas formas de religión oriental, y esto se da en países que han tenido una cultura llamada “humanismo cristiano”. Sobre esto, cabe preguntarse: ¿En qué luz andan estos países “cristianos”, para que confundan las tinieblas con la luz? ¿No será en la de sus propias teas encendidas por hombres reli­giosos, mensajeros de sus propias fantasías? Ante todos se levanta la voz de Jesús que nos pide que creamos en El, para no andar en tinieblas, porque El es la Luz del mundo. Pero los hombres se inclinan por la luz de sus propias teas, y no aceptan la Luz de Dios que resplandece en Su Hijo Jesucristo.

El que cree en Jesús verá por sí mismo, que Jesús es la Luz que alumbra a todo hom­bre.

Como invitación a todo aquel, que quiera gustar de esta Luz, nada mejor que las pala­bras del profeta:

“El que anda en tinieblas y carece de luz, confié en el Nombre de Yavé, y apóyese en su Dios” (Isaías 50:10).

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