Hablando con Dios – Meditación

Hablar es decir algo a alguien.

Orar es decirle algo a Dios. San Ambrosio decía: “A Dios hablamos cuando oramos”.

Hablar es siempre dialogar, porque hacerlo implica dos personas: quien habla y quien escucha. Aún los mo­nólogos son un diálogo en ciernes, pues implican un in­terlocutor imaginario a quien se dirigen las palabras, aún si es el mismo que las profiere, como cuando alguien ex­terioriza sus pensamientos en casos de enfermedad o cansancio. Hasta un grito es un decir a los demás su dolor o su incapacidad.

Para hablar no se requiere saber muchas palabras, ni poseer un léxico muy variado Basta conocer lo elemen­tal de un idioma, el que traen esos folletos sencillos que en diez lecciones pretenden dar la clave para abrir las principales puertas cuando uno viaja al extranjero. Por­que hablar no es decir palabras, sino decirse uno mismo.

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Por eso para hablar se necesita ser valiente: ser tan audaz que uno so confíe al otro, sin temor de que des­pués cuanto ha dicho se vuelva en su contra, como si fuera un boomerang.

Cuando alguien pregunta, el otro responde. Es decir se vuelve responsable, se manifiesta como alguien en quien se puede confiar, alguien que es capaz de “respon­der” a la confianza que han tenido en él al hablarle.

En un país de sordomudos se puede decir que “en boca cerrada no entran moscas”. Pero eso es lo que caracteriza a los hombres. Ellos son seres sociales. Nacie­ron para escuchar y para responder.

Hablarle a Dios es confiar en El. Es considerar que nuestro interlocutor acogerá nuestra palabra y querrá correspondería, así como también nosotros estamos dis­puestos a escuchar su voz y replicarle con nuestra voz y con nuestra vida.

Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos. Porque ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Mi Hijo eres tú, Yo te he engendrado hoy, y otra vez: Yo seré a él Padre, Y él me será a mí hijo? Y otra vez, cuando introduce al Primogénito en el mundo, dice: Adórenle todos los ángeles de Dios. (Hebreos 1:6)

Asi como Dios nos ha hablado antes de muchas veces y de distintas maneras hoy nos hablado por el Hijo, quiere decir que si el nos habla, nosotros también podemos hablar con Él. Nuestra forma de hablar con Dios es por medio de la oración.

Habló David a Jehová las palabras de este cántico, el día que Jehová le había librado de la mano de todos sus enemigos, y de la mano de Saúl. Dijo: Jehová es mi roca y mi fortaleza, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; Mi escudo, y el fuerte de mi salvación, mi alto refugio; Salvador mío; de violencia me libraste. Invocaré a Jehová, quien es digno de ser alabado, Y seré salvo de mi enemigos. Me rodearon ondas de muerte, Y torrentes de perversidad me atemorizaron. Ligaduras del Seol me rodearon; Tendieron sobre mí lazos de muerte. En mi angustia invoqué a Jehová, Y clamé a mi Dios; El oyó mi voz desde su templo, Y mi clamor llegó a sus oídos. (2 Samuel 22:1-7)

Dice la Escritura que la Palabra Divina es tan eficaz como la lluvia que no torna a las nubes hasta que haya fecundado la tierra, así tampoco la palabra humana que dirigimos a Dios, nunca torna vacía, como si fuera un eco, o un monólogo inútil, sino que hiere los oídos divi­nos. Por eso se dice que la única oración que se pierde es la que no se hace.

Estas son las palabras postreras de David. Dijo David hijo de Isaí, Dijo aquel varón que fue levantado en alto, El ungido del Dios de Jacob, El dulce cantor de Israel: El Espíritu de Jehová ha hablado por mí, Y su palabra ha estado en mi lengua. El Dios de Israel ha dicho, Me habló la Roca de Israel: Habrá un justo que gobierne entre los hombres, Que gobierne en el temor de Dios. Será como la luz de la mañana, Como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, Como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra. (2 Samuel 23:1-4)

La Roca de Israel, nuestro Señor Jesucristo. A Él sea toda la gloria y la honra por los siglos, Amen.

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