Dicen que pecar significa, de acuerdo con el origen de la palabra en el idioma griego, no dar en el blanco. Sería lo que ocurriría a la flecha que cayese lejos de su destino. Orar, por el contrario, ha de ser acertar siempre.
Nuestra plegaria es como un dardo de amor que alcanza siempre el corazón de Dios. Con razón llaman “saetas” en Sevilla de España, a los poemas y cantos que dedican en Semana Santa los devotos a las célebres imágenes del Señor o de María: son flores, piropos que les lanzan.
Así también existe entre los cristianos una bella manera de orar: consiste en decirle a Dios una frase corta que traduzca lo que anhela el espíritu y le dé sentido a la actividad que se esté adelantando. Son las jaculatorias, cuyo nombre significa precisamente: “dardos, flechas”.
San Agustín de Hipona, el famoso teólogo de la antigüedad, en su carta a Proba, escrita hacia el año 411 se expresa así, con respecto a esta oración:
Se dice que los hermanos de Egipto se ejercitan en oraciones frecuentes, pero muy breves, y como lanzadas en un abrir y cerrar de ojos, para que la atención se mantenga vigilante y alerta, y no se fatigue ni embote con la prolijidad, pues es tan necesaria para orar. De este modo nos enseñan que la atención no se ha de forzar cuando no puede sostenerse, pero tampoco se ha de retirar si puede continuar. Alejemos de la oración los largos discursos, pero mantengamos una duradera súplica si persevera ferviente la oración. El mucho hablar es tratar en la oración un negocio necesario con palabras superfluas. En cambio, la súplica sostenida es llamar con una piadosa excitación del corazón a la puerta de Aquel que todo lo creó por su Verbo, y no necesita del verbo humano.
La piedad cristiana usa lindas jaculatorias: Señor ten piedad, Señor mío y Dios mío, Señor Ven, Marañatha, Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, etc. Cada uno de nosotros también puede componer otras, para expresar a Dios su amor, su alabanza y su adoración.
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