Las 7 Palabras de Cristo en la Cruz – Bosquejo

Cristo, cruz, palabras de jesus

Cita Bíblica: Lucas 23:34

INTRODUCCIÓN:

Todos aquellos que hayan leído con algún cuidado los Evangelios habrán notado que hallándose el Señor Jesucristo clavado en la cruz pronunció siete frases notables, que han sido la admiración de los hombres, llamadas vulgarmente «Las siete palabras de Cristo en la cruz». Como esos siete memorables dichos, proferidos por nuestro Señor momentos antes de expirar, están llenos de profundo significado, heme propuesto disertar brevemente sobre ellos, contando, como creo contar, con la benévola atención de cuantos se dignan leer este artículo.

1. La primera de esas siete palabras es: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc. 23:34). ¡Cuán sublime se nos muestra el Salvador al pronunciar estas palabras! Y cuánta enseñanza encierra esta frase para todos nosotros ¡Mirad como no obstante las horribles afrentas y los groseros vilipendios de que es objeto, unidos a las blasfemas injurias que sus crueles enemigos los fariseos y los sacerdotes le dirigen, lejos de amenazarlos de tomar venganza del mal que le hacen o de maldecirlos más bien les perdona con toda su alma? añadiendo a su propio perdón el ruego fervorosos dirigido a su eterno Padre, para que sea servido perdonarles, alegando que «no saben lo que hacen». Pidamos a Dios que nos dé a nosotros el mismo espíritu de perdón que tuvo el Redentor de los hombres, para que cuando seamos ofendidos o maltratados por alguien, le podamos perdonar con la misma espontaneidad y presteza con que el Señor perdonó a los que tan mal le trataban.

2. La segunda palabra es: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc. 23:43). Estas palabras fueron dirigidas por el Señor a uno de los ladrones que hablan sido crucificados con él, como respuesta a las que aquél le acababa de dirigir de que se acordase de él cuando viviese en su Reino. Cuán feliz se debió sentir aquel malhechor al oír de los veraces labios de Cristo tan inesperada respuesta. Sí, esto de que le hubiese pedido que se acordase de él cuando viniese a reinar sobre la Tierra. y que le contestase que aquel mismo día estaría con Él en la mansión do reina perenne paz y se disfruta de sempiterna bienaventuranza, debió de sonar cual música divina en oidor del arrepentido criminal. ¿Qué aprendemos nosotros de este incidente? Esto: Que así como el Señor se mostró benigno y perdonador para con un hombre tan malo y cruel, como lo habla sido aquel feroz bandido, que habla sido salteador de caminos, robando a multitud de infelices viajeros y quitando la vida a innumerables desventurados que hablan caído en sus sanguinarias garras, así también se mostrará clemente y perdonador para con todos aquellos que, arrepentidos de todo corazón, acudan a él por fe, como acudió el moribundo ladrón. Y del propio nardo que a él le perdonó enseguida sin echarle en cara los pecados y crímenes que había cometido, así también perdonará a todos aquellos que con fe viva confíen en su sangre eficaz, vertida gota a gota en el leño de la cruz. Armémonos, por tanto, de fe y resolución y acudamos al Señor, que nos llama, diciendo: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar» (Mt. 11:28). Desechemos de nosotros todo temor de que nos deseche,
ya que Él ha dicho: «El que a mí viene, yo no le echaré fuera» (Jn. 6:37).

3. La tercera palabra del moribundo Señor en la cruz es: «Mujer, he ahí tu hijo; hijo, he ahí tu madre» (Jn. 19:26). Reparemos con qué filial amor y solicitud se preocupa el Salvador por aquella que lo había llevado en sus entrañas por espacio de nueve meses. ¡Cuán humano se muestra Jesucristo en este particular! Aprendamos en Él no sólo a honrar y respetar a los que nos dieron la existencia, sino a velar por ellos con amor filial, sobre todo, cuando se hallaren en la vejez e incapacitados para valerse a sí mismos. No seamos como muchos hijos ingratos que, pudiendo ayudar a sus ancianos padres que se hallan poco menos que en la miseria, no lo hacen de puro egoístas y malos. Y así, mientras ellos viven en muchos casos rodeados de toda suerte de comodidades—y hasta con lujo—sus ascendientes inmediatos se hallan carentes de lo necesario para subvenir a sus más apremiantes necesidades. Aprendamos de Jesucristo a honrar como se debe a aquellos que nos dieron el ser, nos criaron y nos encaminaron con sus luces y consejos.

4. La cuarta palabra del Redentor es: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt. 27:46). Estas palabras, proferidas por el Salvador al verse desamparado de Aquel con el cual había mantenido la más íntima y dulce comunión desde toda eternidad, revelan la honda tristeza de su alma, al cerciorarse de que su Padre celestial lo había abandonado. Pero se preguntará: ¿Por qué lo abandonó cuando más necesitado estaba de su apoyo y fortaleza?» Porque en aquel momento Él cargaba—como dice el profeta Isaías—nuestros delitos y pecados; y Dios. que es santísimo, y que por lo mismo odia al pecado con perfecto odio, apartó la vista de Él, por cuanto en aquel momento hacia cuenta que Jesús no era su Hijo, sino el substituto de la pecadora humanidad, que sufría el castigo que merecían los pecados y crímenes cometidos por los hombres. Un célebre comentador de la Biblia, exponiendo estas palabras de Cristo en la cruz, dice: «Estas son expresiones de la humanidad del Señor, reducida a las más terribles agonías, para satisfacer a la justa ira de su Padre por los pecados del mundo, que de algún modo los había hecho suyos tomándolos a su cargo. El Señor representa allí todo el linaje humano, y se hace como uno de nosotros, que somos pecadores». Sí, Dios, al dejar que su Hijo bebiese solo el cáliz de la amargura y lo apurase hasta las heces, lo hizo para que nuestros pecados fuesen castigados con todo el rigor que la justicia divina pedía, a fin de que después Dios, sin dejar de ser justo, pudiese ser misericordioso con todos los que se arrepintiesen de Corazón y confiasen en la perfecta eficacia del sacrificio de su Hilo en la cruz, perdonándoles sus pecados y librándolos de toda condenación.

5. La quinta palabra del Redentor es: «Tengo Sed» (Jn. 19:28). Es natural que la tuviera. Todos sabemos que uno que ha sido herido de alguna gravedad suele experimentar una gran sed como efecto de la intensa fiebre que le sobreviene; y Jesucristo, que estaba herido en su santa cabeza con la corona de espinas, herido en sus adorables manos y en sus venerables pies con los agudos clavos con que lo hablan clavado, experimentó una terrible sed. Pero no es sólo sed física la que experimentó, sino otra clase de sed. No sed de venganza ni de justicia por las vejaciones que sufría, sino la sed moral de ver a los hombres reconciliados con Dios mediante la fe en su sangre purificadora. Esta clase de sed todavía la sigue Entiendo el Hijo de Dios: la sed o ansia de que los hombres se salven. Aplaquemos esa ardiente sed del Salvador—puesto que de nosotros depende el aplacarla— arrepintiéndonos de corazón de nuestros yerros y pecados para servir y amar a Dios durante lo que nos resta de vida en la Tierra.

6. La sexta palabra pronunciada por el Salvador es: «Consumado está» (Jn. 13:30). Sí, la obra de la redención del género humano, decretada desde toda eternidad—obra que los profetas y santos habían ardientemente deseado que se cumpliese—estaba realizada. Las fatigas y dolores que Jesús padeciera para llevar a cabo su ministerio mesiánico; las burlas y persecuciones, las angustias del etsemaní y de la cruz han llegado a su fin, y el hombre ha sido redimido. ¡Consumado está! ¡Qué bella y dulce expresión! ¡Cuánta consolación encierra para el alma ávida de perdón! Ahora bien, si la obra de la redención ha sido consumada, quiere decir que es algo perfectamente hecho y que nada hay que añadir de nuestra parte, ya se trate de penitencias, o de obras meritorias por cuanto todo lo hizo de forma perfecta y cumplida el Hijo de Dios. Confiemos, pues, en los efectos de esa obra perfecta y tengámonos por salvos. En señal de gratitud, adoremos y alabemos al Hijo de Dios por haber querido morir por nosotros en la cruz.

7. La séptima y última palabra del Hijo de Dios en la cruz es: «Padre, en tus manos encomiendo mí espíritu» (Lc. 23:46). He aquí en qué términos encomienda Jesús su alma a Dios, su Padre celestial. También nosotros hemos de partir algún día de este mundo. No sabemos cuándo, ni dónde, ni cómo será; lo que si sabemos de seguro es que hemos de partir.

CONCLUSIÓN:

¿A quién encomendaremos nuestra alma en la hora suprema de la muerte? Para que la podamos encomendar a Dios es del todo necesario que nos arrepintamos sin tardanza de nuestro pasado, y nos convirtamos al Evangelio, confiando muy de veras en el sacrificio de Jesucristo consumado en la cruz. Y así, cuando suene la hora de partir de esta vida, lo haremos tranquilos y confiados, exclamando como el Salvador: «Padre celestial, en tus manos encomiendo el alma mía» y un cortejo de ángeles nos conducirá a las eternas moradas de la luz.

Si usted ha sentido o cree que este sermón le ha tocado su corazón y quiere recibir a Jesucristo como su Salvador personal, solo tiene que hacer la siguiente oración:

Señor Jesús yo te recibo hoy como mi único y suficiente Salvador personal, creo que eres Dios que moriste en la cruz por mis pecados y que resucitaste al tercer día  Me arrepiento, soy pecador. Perdóname Señor. Gracias doy al Padre por enviar al Hijo a morir en mi lugar. Gracias Jesús por salvar mi alma hoy. En Cristo Jesús mi Salvador, Amen.

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