Confesión para una Nueva Era – Bosquejo

Este es el Bosquejo para Sermones «Confesión para una Nueva Era» que nos enseña más acerca de la historia de Tomás…

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn. 20:28).

Introducción:

A cierta distancia del campamento bautista de Thea, en la República Argentina, se levanta una gran estatua del Cristo crucificado. La enorme cruz se divisa desde lejos, trazando su blanca silueta sobre la falda de las serranías de Punilla, cerca de la localidad cordobesa de La Cumbre. Todos los años acuden millares de peregrinos para recorrer la «via crucis» y por tortuosos senderos de montaña llegan hasta el coloso de mármol, parecido al que está sobre el Corcovado, en Río de Janeiro. Rezando el rosario los fieles católicos visitan las «estaciones de la pasión» y culmina su pesada marcha ante la quieta escultura. Allí está el Cristo inmóvil, el Cristo de piedra, el Cristo muerto. Algunos lloran. Otros suspiran. Pero el Cristo inanimado sigue estático, confundiéndose con la cruz. Ambos son materia insensible, objetos sin vida en una estatua inerte. Pocos kilómetros más allá, en la parte más olvidada de las mismas serranías, hay otra cruz. Una sencilla cruz de madera que alguien construyó entre los arbustos, a bastante altura. Esa cruz es una cruz vacía. No cuelga de sus brazos la estatua del crucificado ni llegan hasta ella los peregrinos. No hay estaciones de la pasión. No hay tortuosa «vía crucis». Tan sólo algún turista se detiene para mirarla y seguir luego su camino hacia el río cercano. Muchas veces recuerdo esa cruz vacía. La he visto al atardecer, cuando el sol dibuja su postrer abanico de rayos desde el horizonte. Y he pensado en la cruz que quedó vacía cuando José de Arimatea reclamó el cuerpo de Jesús. ¡Qué oscura, qué infame, qué triste sería esa cruz abandonada, si Cristo hubiera permanecido en el sepulcro! ¡Pero cómo se llena de esplendor, cómo brilla con fulgores de victoria cuando recordamos que Él resucitó! Entonces, sólo entonces, la cruz aborrecible y maldita se transforma en el símbolo de nuestra redención. Sí, mis hermanos, tenemos por divisa una cruz, no un crucifijo. Nuestra insignia es la cruz del Cristo triunfante.

Biblia antigua, palabra de Dios, escritura, abierta, confesión, eraPienso que los peregrinos quieren ver la estatua de Cristo y por eso no van al pie de la cruz vacía. Ellos caminan en busca de un cadáver y lloran como todos lloraríamos si Cristo no hubiera resucitado. El gigantesco crucifijo de mármol es un tipo del sepulcro. Más que un monumento al Cristo crucificado, es un monumento a su tumba. Miles van allí para lamentar su muerte, ignorando que el Maestro dijo «yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, mas yo la pongo de mi mismo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar» (Jn. 10:17, 18). Mientras buscan entre los muertos al que vive, marchan con una visión imperfecta de la misión de Cristo. Ellos ven en la cruz un símbolo de derrota. Contemplan la muerte del Señor como un acontecimiento desgraciado, una triste historia que debe aceptarse con piadosa resignación. Para ellos, la muerte de Cristo es el punto final.

1. Permitidme que os recuerde la actitud pesimista de Tomás, el Dídimo.

Tomás tenía una visión derrotista. «Vamos también nosotros, para que muramos con él» (Jn. 11:16). Su mirada hacia el futuro terminaba con la muerte de Cristo. Por solidaridad con su Maestro estaba dispuesto a compartir su destino fatal, pero nada veía más allá de la muerte del Señor. Pensaba en el temido desenlace creyendo que allí terminaría todo. Porque, para Tomás, la muerte de Cristo sería la muerte de todos sus discípulos, la muerte de la Iglesia naciente, la muerte de todos los ideales. Tomás creía en la bondad de Cristo y en la pureza de su ministerio, pero no confiaba en su poder. Había, en su opinión, cosas más poderosas. Las piedras de los judíos, el odio del Sanedrín, el gobierno imperial. Sin duda, pensaba él, Jesús caerá en manos de sus fuertes enemigos y será víctima inocente de sus maquinaciones. Pero el Maestro insistía en caminar hacia Betania, ¡tan cerca de Jerusalén! Había que resignarse: «Vamos también nosotros, para que muramos con él», «vamos a terminar este drama». Tomás no tenía esperanza alguna en la victoria.

2. Sin embargo, Tomás era fiel.

Estaba completamente decidido a asumir su papel en el naufragio y hundirse con el barco. Exhortó a los demás pidiéndoles que siguieran al lado de Jesús. Y todos imitaron su ejemplo. Cabizbajos, resignados, con pavorosas escenas de muerte en su imaginación, fueron desde Perea hasta Betania. Pero Jesús sabía lo que acontecía en la mente de sus discípulos. Y creo que cuando él habló a Marta en el camino, antes de llegar al enlutado hogar de Betania, quiso que también le oyeran sus entristecidos compañeros: «Yo soy la resurrección y la vida». «Tengo poder, Marta. Tengo poder, Tomás. Así como puedo levantar a Lázaro de la tumba, puedo vencer a todos mis enemigos y aplastarlos bajo mis pies. Puedo alcanzar el triunfo ante la muerte». El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá». «Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente».

a) Y Jesús resucitó a Lázaro. Todos sus discípulos lo vieron. ¡Ah, Tomás, cuántos problemas hubieras solucionado con sólo reconocer el maravilloso poder de tu Maestro!… ¡Cuántos conflictos podríamos evitar, cuántas penas podríamos aliviar, mis hermanos, si en vez de seguir a Cristo con resignación marchamos en pos de él con absoluta confianza en su divina potencia, con inalterable certeza en la victoria final, pensando «que si somos muertos con él también viviremos con él!…» (2 Ti. 2:11).

b) Pocos días después, en vísperas de su crucifixión, «sabiendo Jesús que su hora había venido para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundos amólos hasta el fin» (Jn. 13:1). Atormentados por negros presentimientos, los discípulos escucharon el último discurso del Maestro. Sus dulces palabras de consuelo anunciaban la gloria de las moradas eternas: «voy, pues, a preparar lugar para vosotros… para que donde yo estoy, vosotros también estéis». Pero Tomás no podía comprenderlo:

«Señor, no sabemos a dónde vas» (Jn. 14:5). «Te hemos seguido para morir contigo, sin comprender qué te propones. Recorrimos el camino de Perea a Betania, recordándote los peligros que te acechan en Jerusalén. Pero no nos escuchaste. Creíamos en tu Reino, pero no lo vemos. No entendemos tus propósitos, Maestro. No sabemos a don de vas, ¿cómo, pues, podemos saber el camino?». Tomás tenía una concepción limitada de la misión del Salvador y suponía que el plan había fracasado. Sabía que Cristo iba a la muerte, pero ignoraba que Cristo iba también hacia la verdadera vida.

3. El problema de Tomás era doble…

a) En primer lugar, no había descubierto la meta final de su Maestro. Como sus condiscípulos, creía que Jesús se proponía restituir el reino a Israel. Interpretó muchos incidentes en la vida del Maestro como expresiones de su estrategia para alcanzar el poder temporal. Tomás tan sólo concebía un mesianismo político. Pero poco a poco sus ilusiones se desvanecían y no podía comprender a Jesús. Tanto le habían entorpecido sus propios puntos de vista, que su mente era incapaz de recordar y entender las enseñanzas del Señor. Parece increíble, mis hermanos, pero las ideas preconcebidas, las teorías personales y los prejuicios son pantallas que impiden descubrir todo el esplendor de Cristo. El Dídimo había olvidado las palabras de Jesús porque se interponían sus humanos pensamientos. Aunque el sol de la Resurrección comenzó a brillar a través de la palabra profética del Maestro, había ocurrido un sombrío eclipse. Y el eclipse era causado por la mentalidad de Tomás.

b) En segundo lugar, Tomás no había descubierto su propia meta final: «¿Cómo, pues, podemos saber el camino?». No entendiendo el propósito de su maestro, tampoco alcanzaba a comprender la suprema razón de su discipulado. Si el Señor moría, él también moriría. O, como los discípulos que luego marcharon a Emaús él también se hubiera alejado de Jerusalén tristemente, dejando a sus espaldas una cruz abandonada y una ilusión frustrada. Tomás nunca soñó con la Resurrección. Para él, todo estaba perdido. Se había detenido un momento en su vida, diciéndose con desconcierto: «No sé a dónde va mi Maestro, ni sé a dónde voy yo». Su perspectiva era la muerte, pero las expresiones de Cristo lo confundían.

4. Ante el doble problema de Tomás, Jesús respondió con inmortales palabras:

«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida». El Maestro se presentó a sí mismo como solución para el conflicto íntimo de su discípulo. Tomás pensaba en el camino a los tribunales judíos, pero Jesús le habló del camino a las moradas celestiales. Tomás pensaba en las verdades comunes, en la realidad del peligro que se cernía sobre ellos y en la inutilidad de las enseñanzas del Maestro ante el riesgo inminente del arresto, pero Jesús le invitó a confiar en El como la Verdad suprema que prevalecería sobre los falsos testimonios y libertaría a millones de almas a través de los siglos. Tomás pensaba en la muerte como único destino de su Maestro y de sí mismo, pero Jesús le dijo «Yo soy la vida». Iguales palabras había dirigido a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida». No, la muerte no sería el fatal desenlace de una aventura fracasada: «Yo vivo», repitió el Señor, «y vosotros también viviréis» (Jn. 14:19).

5. El destino de Tomás era el destino de Cristo.

Sin embargo, mis hermanos, Tomás dijo «no sabemos», porque no pudo comprender la maravillosa promesa de la resurrección. Su ignorancia era la misma ignorancia de sus condiscípulos. Sólo años más tarde, cuando la resurrección era una indiscutible realidad, el apóstol Pablo pudo escribir «sabemos». «Porque sabemos, que si la casa terrestre de nuestra habitación se deshiciera, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna en los Cielos» (2 Co. 5:1):

a) Más de una semana pasó desde aquella conversación hasta que Tomás comprendió toda la gloria de la Resurrección. En el ínterin, Jesús murió, fue sepultado, resucitó y apareció a los diez discípulos reunidos en el primer día de una nueva era. Tomás, el undécimo, no estuvo presente ni creyó al testimonio de sus camaradas. «Si no viere… no creeré». Tomás vivió una semana de dolor y sombras, en franco contraste con el gozo de los testigos. El Dídimo se aferraba desesperadamente a su pesimismo. A él le correspondió identificarse con los estertores de una edad de tinieblas. Pablo escribiría después: «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14). Pero Tomás vivió antes una experiencia así. Para él todo era vano porque, en su opinión, Cristo no había resucitado…

b) Sin embargo, en el abismo de su angustia, Tomás ansiaba superar la crisis. No se aparto de los otros diez y resolvió reunirse con ellos ocho días después de la primera aparición de Jesús. Su escepticismo no era definitivo y aquel día de la semana se unió al grupo de los discípulos, sacudido por sus luchas internas y su indescriptible ansiedad. Así se escribió el preludio de una confesión para una nueva era, el grito victorioso de un cristiano que por fin descubrió la gloriosa realidad de la Resurrección.

c) «¡Señor mío, y Dios mío!»: la luz irrumpe en la mente y el corazón de Tomás, que se estremece de gozo. Se derrumban las estructuras de su pesimismo y la presencia del Cristo resucitado hace reverdecer en su memoria todas las enseñanzas de su amado Maestro. Pero más aún, el Dídimo vive ahora, recién ahora, la misma felicidad de la Magdalena, el mismo corazón ardiente de los discípulos de Emaús, la misma alegría de los discípulos que, una semana antes, se gozaron viendo al Señor. Rómpanse las cadenas de su opresión, suspira de alivio el corazón cansado y brota con incontenible júbilo el grito de una nueva teología: «¡Señor mío, y Dios mío!» (Jn. 20:28).

6. Por fin Tomás comprende que es posible morir y vivir con Cristo.

Que es posible seguirle donde Él vaya, que es posible conocer el camino, que es posible hallar la verdad suprema a pesar de los obstáculos, que es posible alcanzar la victoria sobre la muerte. ¡Oh, mis hermanos, todo esto es posible por la Resurrección de Cristo, sin la cual seríamos tan miserables como Tomás lo fue en su terrible semana de angustia!

a) «Mi Señor y mi Dios»; si Pedro pudo decir: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente», Tomás pudo añadir la confesión suprema. Cristo es ahora ensalzado por su victoria sobre la muerte. «Por lo cual Dios también le ensalzó a lo sumo, y dióle un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los Cielos, y de los que en la Tierra, y de los que debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, a la gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9–11).

b) «¡Señor mío, y Dios mío!»: ¡Bendita confesión para una nueva era! ¡Bendito fruto de la resurrección de Cristo! ¡Bendita resurrección, por la cual—como Tomás—puedo hoy predicar que Cristo es mi Señor y mi Dios, como lo es de todos los que comparten su triunfo sobre el sepulcro! ¡A Él sea gloria por siglos! Amén.

Conclusión:

«Podemos conocer a Dios sin conocer nuestras miserias, y nuestras miserias sin conocer a Dios; y hasta conocer a Dios y nuestras miserias sin conocer el medio de salvarnos de las miserias que nos abruman. Pero no podemos conocer a Jesucristo, sin conocer a la vez a Dios y nuestras miserias y el remedio de nuestras miserias; porque Jesucristo no es solamente Dios, sino el Dios reparador de nuestras miserias» (Blas Pascal).

Si usted ha sentido o cree que este sermón le ha tocado su corazón y quiere recibir a Jesucristo como su Salvador personal, solo tiene que hacer la siguiente oración:

Señor Jesús yo te recibo hoy como mi único y suficiente Salvador personal, creo que eres Dios que moriste en la cruz por mis pecados y que resucitaste al tercer día  Me arrepiento, soy pecador. Perdóname Señor. Gracias doy al Padre por enviar al Hijo a morir en mi lugar. Gracias Jesús por salvar mi alma hoy. En Cristo Jesús mi Salvador, Amen.

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