Amor Transformador – Estudio

Una de las manifestaciones más sorprendentes del amor de Dios es su actitud ante los terribles pecados de Manasés, quien:

«hizo lo que ofende al Señor, pues practicó las repugnantes ceremonias de las naciones que el Señor había expulsado al paso de los israelitas». (2 Crónicas 33:2)

El informe de los pecados concretos que cometió este sin­gular rey de Judá es como sigue:

Construyó altares en el templo del Señor y en ambos atrios del templo del Señor construyó altares en honor de los astros del cielo. Sacrificó en el fuego a sus hijos en el valle de Ben Hinón, practicó la magia, la hechicería y la adivinación, y consultó a nigromantes y a espiritistas. Hizo continuamente lo que ofende al Señor, provocando así su ira. Tomó la imagen del ídolo que había hecho y lo puso en el templo de Dios. (2 Crónicas 33:4-7)

La conducta de Manasés podría resumirse con las si­guientes palabras:

«Descarrió a los habitantes de Judá y de Jerusalén, de modo que se condujeron peor que las naciones que el Señor destruyó al paso de los israelitas». (2 Crónicas 33:9)

Y lo que es peor aún, «el Señor les habló a Manases y a su pueblo, pero no le hicieron caso». (2 Crónicas 33:10)

Y ahora cabe que nos preguntemos: ¿Qué hace Dios con este hijo perverso?

Evidentemente el Señor ya no tiene alternativa:

«Por eso el Señor envió contra ellos a los jefes del ejército del rey de Asiria, los cuales capturaron a Manasés y lo llevaron a Babilonia sujeto con garfios y cadenas de bronce». (2 Crónicas 33:11)

Así que tenemos a Manasés destituido de su trono, hundido en la miseria, sufriendo los merecidos efectos de su pro ceder degenerado.

A esta altura del caso, tenemos que hacemos una nueva pre­gunta: ¿Existe alguna esperanza de que Manasés vuelva a recuperar la gloria y la dicha de las que disfrutaba con anterioridad?

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Y lo que es más: ¿Puede Dios perdonar, dejando sin castigo a un pecador tan empedernido y terco como Manasés? ¿Puede Dios aceptar la amistad de un individuo que se había excedido en la maldad al profanar la casa de Dios, extraviar al pueblo y pasar por fuego a sus propios hijos? En resumidas cuentas: ¿Puede el Señor tratar como justo al injusto Manasés?

La respuesta a todas estas preguntas es un rotundo: ¡Sí!

Pues claro que existe un método, y solamente uno, para que el más empedernido de los pecadores sea tratado como justo.

Y en esto consiste el método:

En que, «estando en tal aflicción, imploró al Señor, Dios de sus antepasados, y se humillo profundamente ante él. Oró al Señor». (2 Crónicas 33:12-13)

Ahora bien, ¿qué hace Dios con la oración de este peca­dor que sufre merecidamente las consecuencias de su pecado?

El Señor «escuchó sus súplicas y le permitió regresar a Jerusalén y volver a reinar». (2 Crónicas 33:13)

Ahora es el momento de buscar respuesta a una pregunta de gran importancia: ¿Qué pasó con Manasés una vez que ex­perimentó en su propia vida el tierno y compasivo amor de Dios? ¿Dijo, acaso: «¡Qué maravilloso! Dios es amor, él siem­pre perdona, por lo tanto volvamos a pecar»?

En absoluto.

Observemos con detenimiento cómo continúa el relato: «Manasés reconoció que solo el Señor es Dios». Inmediatamente «construyó una alta muralla exterior en la ciudad de David, la cual iba desde el oeste de Guijón, en el valle, hasta la puerta del Pescado, y rodeaba Ofel, puso capitanes de ejér­cito en todas las ciudades fortificadas de Judá». (2 Crónicas 33:13-14) Sin embargo, lo más importante es que:

Además, colocó jefes militares en todas las ciudades fortifi­cadas de Judá y sacó del templo del Señor los dioses extranje­ros y el ídolo, arrojando fuera de la ciudad todos los altares que había construido en el monte del templo del Señor y en Jeru­salén. Luego reconstruyó el altar del Señor, y en él ofreció sa­crificios de comunión y de acción de gracias, y le ordenó a Judá que sirviera al Señor, Dios de Israel. (2 Crónicas 33:14-16)

El perdón que Manasés experimentó fue lo que lo llevó a reconocer a Dios como su Señor; el perdón que experi­mentó fue lo que lo motivó a abandonar la idolatría y a guar­dar fielmente todos los mandamientos.

Manasés no fue fiel para que Dios lo salvara, Manasés fue fiel porque Dios lo había salvado. Manasés no abandonó la ido­latría para que Dios lo salvara, Manasés abandonó la idolatría porque Dios lo había salvado. Manasés no tuvo que abandonar sus pecados para que Dios lo amara, Manasés abandonó sus pe­cados cuando supo, cuando experimentó, que Dios lo amaba a pesar de que él se había comportado como un enemigo.

¿Eres tú pecador, tan pecador como Manasés o peor que Manasés?

Ora hoy humillado frente a tu Dios. Pídele perdón por tus pecados; él oirá tu oración, te perdonará, te dará el gozo de su justicia y saldrás libre, listo para obedecer con alegría.

Si lo hizo ayer por Manasés, ¿por qué no lo puede hacer hoy por ti?

Existen dos pensamientos de Elena G. de White que me fascinan:

Jesús conoce las circunstancias particulares de cada alma. Cuanto más grave es la culpa del pecador, tanto más necesita del Salvador. Su corazón rebosante de compasión y amor di­vinos se siente atraído ante todo hacia el que está más deses­peradamente enredado en los lazos del enemigo. Con su propia sangre firmó Cristo los documentos de emancipación de la hu­manidad.

Nadie mire a sí mismo, como si tuviera poder para salvarse. Precisamente porque no podíamos salvamos, Jesús murió por nosotros. En él se cifra nuestra esperanza, nuestra justifica­ción y nuestra justicia. Cuando vemos nuestra naturaleza pe­caminosa, no debemos abatirnos ni temer que no tenemos Salvador, ni dudar de su misericordia hacia nosotros. En ese mismo momento, nos invita a ir a él con nuestra debilidad, y ser salvos.

Durante el siglo XIX una joven pianista daba conciertos por toda Alemania con éxito considerable. Para lograr tener aún más éxito se presentaba como alumna del famoso pia­nista y compositor Franz Liszt. Pero la verdad era que no lo conocía, ni siquiera lo había visto nunca.

En una ciudad donde se había presentado de esa manera, descubrió para su sorpresa y horror que el famoso músico se alojaba en el mismo hotel que ella. Le entró pánico. Estaba casi segura de que su engaño iba a ser descubierto y divul­gado, y de que aquello sería el fin de su carrera musical.

Completamente desesperada decidió recurrir a la miseri­cordia del gran maestro. Temblando y profundamente con­fundida se acercó a Liszt y, echa un mar de lágrimas, le confesó su fraude.

—Vamos, vamos —dijo Liszt amablemente—. Veamos qué podemos hacer.

A continuación la condujo hasta un piano y le dijo:

—Permítame escucharla.

Ella se sentó y comenzó a tocar una de las piezas que había preparado para el concierto. Mientras escuchaba, Liszt hizo algunas observaciones ocasionales y algunas sugeren­cias. Cuando la joven hubo terminado, el compositor le dijo:

—Ahora ya le he dado una lección de música. Verdade­ramente ha sido mi alumna.

Antes de que pudiera recuperarse de la impresión, Liszt le preguntó:

—¿Ya tiene impreso el programa para su concierto?

—No —contestó ella—, todavía no.

—¡Magnífico! —respondió el maestro—. Imprímalo como de costumbre, pero añada que contará con la colabo­ración de su maestro, y que el número final será ejecutado por Franz Liszt en persona.

El concierto fue un éxito sin precedentes.

Liszt manifestó bondad hacia una joven pianista equivo­cada, pero Dios es infinitamente más bondadoso con los pe­cadores.

El pecado malogra la imagen de Dios en el ser humano, pero cuando un pecador acude a él reconociendo humilde­mente sus errores, Dios no solo lo perdona, sino que trans­forma su vida y la convierte en algo hermoso.

Un molusco puede tomar un cuerpo extraño que se ha introducido en su interior y, a pesar de que produce un daño en sus tejidos, convertirlo en una hermosa perla. Del mismo modo, el amor de Dios puede tomar tu vida dañada por el pecado y transformarla en algo más brillante que una perla; él puede y quiere hacer de ti una joya de santidad que per­manezca por la eternidad.

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