Cómo Alabar a Dios a través de las Obras – Estudio

Y él dijo: Creo, Señor; y le adoró. Juan 9:38

Introducción

En la Biblia encontramos la historia de hombres y mujeres que un día se encontraron con Jesús, recibieron el milagro de la transformación y pasaron a ala­bar el nombre de Dios. En el capítulo 3 de Hechos de los Apóstoles, está registrada la historia del cojo, curado por Pedro. Era un pobre mendigo que estaba a la puerta del templo, esperando una simple moneda para poder sobre­vivir. Pero Pedro y Juan aparecieron y Pedro dijo:

“No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hechos 3:6).

Y el cojo anduvo. Ahora mira lo que dice Hechos 3:8:

“Y saltando, se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando, y saltando, y alabando a Dios”.

En el capítulo 5 del Evangelio de San Juan, encontra­mos la historia del paralítico que estaba a la orilla del es­tanque de Betesda. Después de 38 años de arrastrar su cuerpo, se encontró con Jesús y fue curado, y el versículo 14 dice: “Después le halló Jesús en el templo…” ¿Qué estaba haciendo el ex paralítico? Alabando el nombre de Dios, por supuesto.

Ahora viene el caso del ciego de nuestra historia. Se encontró con Jesús y fue sanado. Jesús le preguntó:

“¿Crees tú en el Hijo de Dios?” (S. Juan 9:35). El hombre respon­dió: “Creo, Señor; y le adoró” (vers. 38).

La adoración y la alabanza son manifestaciones natu­rales de un corazón perdonado y transformado. Cuando el ser humano experimenta las maravillas de una nueva vida, inmediatamente tiene deseos de reconocer la gran­deza, el amor y la infinita misericordia de Dios, y alaba su nombre.

Pero como en todas las cosas, aquí también existe el peligro de confundir las cosas y pensar que la alabanza y la adoración se limitan a tocar palmas, cantar himnos y decir, “Gloria a Dios”.

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El apóstol Pablo, en su Epístola a los Filipenses, dice:

“Para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y ala­banza de Dios” (Filipenses 1:10-11).

¿Cuál es la mejor alabanza y adoración a Dios?

Una vida llena de justicia. ¿Por qué? “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cua­les Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10).

Pero al hablar de “frutos” y de “obras”, existe otro pe­ligro, que es el de confundir el propósito de los mismos. Las obras no son para salvar a nadie. Pablo recalca bien eso:

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9).

Las obras son para alabar a Dios. Los frutos son el mejor himno que un corazón redimido puede entonar. Primero tú necesitas ser redimido por la gracia de Cristo para po­der alabarlo con una vida llena de frutos.

Dios nunca salva a nadie para continuar pecando. Cuan­do él salva, él transforma. El salva para que el hombre sea capaz de vivir una vida llena de frutos para loor de su nombre.

Cómo producir frutos

Sólo existen dos maneras de producir frutos. Por ejem­plo, si tú quieres uvas, hay dos maneras de conseguirlas: de manera natural o de manera artificial. En la primera, tú necesitas ir al campo y plantar la vid, abonarla, podarla y cuidar de ella con mucha atención. Las uvas no aparecen inmediatamente. Después de un tiempo, tú comienzas a verlas, al principio bien pequeñas, medio feas, todavía verdes, pero son uvas auténticas que con el tiempo pro­meten ser deliciosas y nutritivas.

La segunda manera de conseguir uvas es correr a un taller de artesanía, tomar cera o arcilla y trabajar con las propias manos, fabricando uvas. Después tú las pintas acer­cándote lo mejor que puedas al color natural, las pones en un plato y allí están.

Si estuvieras a diez metros de distancia y ves un plato lleno de uvas naturales de la primera zafra, y otro lleno de uvas de plástico, sin conocer el origen de ambas, con se­guridad que tú vas a correr en dirección al plato con uvas artificiales. ¿Sabes por qué? Porque de lejos siempre pa­recen muy lindas. Tú sólo puedes ver la diferencia cuando llegues cerca.

Así también es en la vida espiritual. Sólo existen dos maneras de producir frutos. O tú vas a Jesús y permaneces en él a través de la comunión diaria y dejas que él haga aparecer los frutos en ti, o tú intentas solito fabricar los frutos con tus propias manos. De lejos, puede parecer que los frutos artificiales son mejores y más lindos, pero cuando te acercas ves la diferencia.

Los frutos aparecerán en nuestra vida si aprendemos a andar con Jesús y a no apartamos de él. Los frutos autén­ticos nunca son el mero resultado del esfuerzo humano. El hombre sin Cristo sólo puede producir uvas de cera. Puede ser capaz de engañar a otros seres humanos, pero no a Jesús que todo lo sabe y todo lo ve.

El gran problema del pueblo de Dios siempre ha sido de dar énfasis a la apariencia, en lugar de enfatizar la pro­fundidad y esencia de la vida, olvidando el hecho de que si el corazón está limpio, los frutos aparecerán en forma natural.

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Un día Jesús entraba en la ciudad de Jerusalén, acom­pañado de sus discípulos. Habían caminado varias horas y estaban con hambre. De repente vieron de lejos una fron­dosa higuera. Por la apariencia, debía estar llena de higos. Corrieron hacia allí y cuando llegaron cerca descubrieron que apenas ofrecía una apariencia. Muchas hojas, mucho verdor, mucha belleza exterior, pero ningún fruto.

Tú co­noces la historia. Jesús maldijo la higuera y al día siguien­te, cuando él y sus discípulos dejaban la ciudad, vieron la higuera completamente seca. La pregunta es: ¿Por qué será que Jesús maldijo la higuera? La primera intención de las personas es pensar que Jesús la maldijo porque no tenía frutos. Pero no es verdad. Claro que los hijos de Dios fue­ron todos creados para buenas obras, y cuando no alcan­zamos ese ideal, Dios queda triste, pero lo que deja a Je­sús con repulsión es otra cosa y es por eso que él maldijo la higuera, porque no teniendo frutos aparentaba que los tenía.

Cuidado con las apariencias

Aparentar. No existe cosa que más ofenda al Creador, que los hijos que aparentan. ¿Sabes por qué? Porque los que no tienen frutos, por lo menos saben que deben bus­carlos. De alguna forma buscan a Jesús y claman por los frutos, o en la peor de las hipótesis, sienten vergüenza por no tener frutos. Pero aquellos que sin tener frutos, aparen­tan que los tienen, con el tiempo llegan a pensar que los frutos de cera que fabrican son auténticos, y se contentan con ellos y dan lugar al cinismo espiritual, donde Jesús no puede operar porque el cínico no siente más necesidad de intervención divina.

En los tiempos de Jesús existía una iglesia que había recibido toda la luz del cielo y el cuidado divino. Era el pueblo que Dios había escogido para reflejar su carácter e iluminar el mundo con la luz divina. Pero aquel pueblo cayó en el cinismo espiritual. Depositó su confianza de salvación sólo en la apariencia, y Jesús lo comparó a un sepulcro blanqueado.

Aquel que por fuera parece lindo, blanco, bien pintado, atractivo, lleno de flores, pero que por dentro es un montón de carne podrida y huesos secos. Es interesante notar que cuando Jesús estuvo en esta tie­rra, siempre tenía los brazos abiertos para los publicanos, prostitutas, ladrones, leprosos y todo tipo de pecadores. Las pocas veces que él fue severo fue con gente que según su propia opinión eran irreprensibles y vivían una vida al margen de cualquier sospecha.

¿Dónde estaba el problema de esas personas? Olvida­ron que Jesús es la vid y que los seres humanos somos los pámpanos, y que separados de él, nada podemos hacer.

¿Dios no quiere una forma exterior correcta? ¡Claro que sí! ¡Pero de adentro hacia afuera, nunca sólo por fuera! El moralismo no cura, pone una “curita” en la herida infecta­da. El cristianismo limpia la herida, aunque duela, pero cura de verdad. Después de ello tú ves una persona salva, transformada y alabando el nombre de Dios con los frutos del Espíritu Santo en su vida.

Adilson Pereira da Silva era un sujeto peligroso que vivía al margen de la sociedad en la década de los 70, en Río de Janeiro, Brasil. Su nombre estaba siempre en las páginas policiales como protagonista de fugas asombro­sas. Tenía la capacidad de desaparecer misteriosamente cuando era cercado por la policía. Por eso fue conocido con el sobrenombre del Halcón Alegre.

Finalmente, un día, en un enfrentamiento con la poli­cía, fue tomado prisionero. Comenzó a ser juzgado por muchos delitos, además de haber acumulado varias sen­tencias que llegaban a 50 años de prisión. ¿Qué más pue­de esperar un hombre en esas circunstancias? Era indisci­plinado y como consecuencia de su mal comportamiento, un día acabó yendo al calabozo solitario, completamente herido y moribundo.

No podía moverse. Su cuerpo moli­do, lleno de hematomas, le dolía por todos lados. El no creía en Dios y estaba siempre perturbando la vida de un compañero de celda, porque éste escuchaba todas las ma­ñanas a un pastor a través de la radio. En cierta ocasión, Adilson hasta rompió la radio del compañero, porque no creía “en esas cosas”.

actitud correcta al orar, orar, oracionPero ahora, casi literalmente, se estaba muriendo. ¿Qué hacer? ¿Para dónde ir? Tú sabes que muchas veces Dios permite que lleguemos a situaciones extremas en nuestra vida, porque esa es la única manera de despertamos de la soñolencia espiritual.

En su impotencia, Adilson clamó: “Señor, si tú existes, cúrame y líbrame de esta situación”. ¿Qué derecho tiene el hombre de exigirle algo a Dios? Pero la misericordia divina no tiene límites y el Señor vio que era necesario hacer un milagro en la vida de este pobre individuo mar­ginado de todos.

En lo alto del calabozo había una pequeña ventana, y fue por allí que Adilson vio entrar a un hombre vestido de un traje blanco que quedó parado en medio de la celda. “Aquí estoy”, dijo, y lo tocó. Adilson se desmayó. No re­cuerda cuánto tiempo permaneció inconsciente, pero re­cuerda que cuando despertó, no tenía heridas, ni sangre por el cuerpo, ni sentía más dolor. Entonces cayó de rodi­llas y clamó a Jesús con fe: “Señor, ven aquí, necesito hablar contigo”, pero no volvió a ver a aquel caballero de traje blanco.

Adilson aceptó a Jesús como su Salvador. Compró una Biblia y comenzó a estudiarla con mucho interés.

Algunas semanas después, lo llamaron a la administra­ción de la cárcel. Dijeron que su abogado lo estaba espe­rando. Cuando entró en la sala, quedó perplejo. Allí esta­ba el hombre de traje blanco, otra vez. Adilson firmó unos papeles y fue informado que estaba en libertad condicio­nal por su buen comportamiento. El no sabía si estaba despierto o si estaba soñando. Buscó al hombre para agradecerle, pero no estaba más allí. Nunca más lo vio, pero Adilson salió en libertad y hoy es un buen miembro de iglesia, que intenta servir a Dios en la medida de sus posi­bilidades.

El no habla bien. Cuando le piden que cuente su histo­ria, tiembla y no predica bien; “no brilla” en medio de la multitud, pero su vida es una vida de permanente alaban­za, porque un día se encontró con Jesús de manera mila­grosa.

“¿Crees tú en el Hijo de Dios?” (S. Juan 9:35), fue la pregunta, y Adilson al instante respondió: “Creo, Señor; y le adoró” (vers. 38). Y lo seguirá adorando mientras viva. Por donde Adilson vaya, su vida siempre será una vida de alabanza, llena de frutos de la justicia que viene de Jesús.

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