Cómo Llega el Hombre a Cristo – Estudio

Según la espiritualidad peculiar de cada pensador será diferente el cuadro que él se forme del hombre y de su relación con Dios. Sin embargo, to­dos los filósofos y teólogos cristianos coinciden en algo inconcuso: en que la naturaleza humana tiene por su mismo ser una relación trascendental con Dios. Pues bien, en Cristo «habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col. 2, 9). En Cristo tenemos a Dios; por lo tanto, predicar a Cristo es la misión más elevada y de mayor responsabili­dad que tiene la Iglesia. La predicación debe partir siempre de este punto y volver siempre al mismo; de lo contrario, se le quita el alma. El cristianismo no consiste en confesar los doce artículos de la fe y observar los diez mandamientos de Dios; ello sería una mera relación legalista, al estilo del Antiguo Testamento. El cristianismo no es ley, sino gracia y amor: es la buena nueva referente al amor del Pa­dre celestial, amor que se nos ha revelado en Cristo. Cristo es el «sí» redentor que Dios nos dirige. Sólo somos «hombres» en el sentido elevado de la pala­bra, según la mente de Dios, hombres nuevos, si so­mos cristianos. Así pues, nos acosa esta cuestión cómo llega el hombre a Cristo.

Cristo no se nos presenta como una figura histó­rica solitaria. No es solamente por documentos muer­tos como nos llegan noticias de Él. Ordinariamente nos enteramos de los personajes históricos por vía literaria; pero Cristo se presenta como el Cristo de la plenitud, como causa primera creadora, como fuente siempre fecunda de un ingente río de vida que de Él se desparramó sobre la humanidad, y satura y fecunda de continuo a millones de hombres, y los une en una sola comunidad de fe y de amor; hace de ellos un solo cuerpo, su cuerpo. Tampoco tenemos noticias de Él por vía puramente científica, sólo por medio de libros y escritos. Sus noticias nos llegan por el camino de la fe. También los Evangelios son en primer término libros de la fe, escritos ya con la impresión de aquella poderosa viviencia de la rea­lidad de Cristo que infundió vida a la comunidad primitiva. Al leerlos, vemos a Cristo, no en un frío ambiente histórico, sino en la cálida atmósfera de la fe y del amor, irradiada por el Resucitado y que llenaba a la naciente Iglesia.

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Ni puede ser de otra manera, Porque Cristo, sea cual fuere la postura que se adopte respecto de Él, es un «fenómenon» religioso de primer orden. Y en cuanto surge lo religioso, interesa no solamente al pensar crítico, sino a todo el hombre, también a su querer ético, a su sentir y, sobre todo, al «fondo del alma» (scintilla animae), a lo más hondo y exquisito que hay en nosotros y que, al experimentar nuestra condición de simples criaturas, nuestra dependencia e inconsistencia ilimitadas, se lanza en busca de lo absoluto, de lo santo, para abrazarlo; interesa a ese sentido «numinoso» que hay en nosotros, del que dijeron tantas y tan hermosas cosas los antiguos Padres y que nos hace aptos (potentia oboedientialis) para escuchar el llamamiento de Dios. Si el «fenómenon» religioso que se presenta ante nosotros es auténtico, su influencia tendrá arrestos creadores y enardecerá. Liberará y encauzará nuestra predisposición para lo divino. Creará una comunión de fe y de amor. De ahí que frente a un hecho verdadera­mente religioso no pueda haber una actitud indife­rente, un frío y racional registrar el mismo. Frente a él no puede haber sino un «sí» o un «no» claros pronunciados por el hombre; fe o incredulidad. Y nunca nos encontraremos solos frente a tal fenó­meno, sino siempre dentro de una comunión de fe o en el bando de la incredulidad.

Partiendo de estos principios, se comprende de antemano que solamente en la comunión de fe pode­mos encontrar a Cristo. Y solamente en la fe po­demos abrazarle.

De modo que al querer conducir los hombres á Cristo, nunca hemos de hablarles como críticos o filó­sofos, ni tampoco como simples teólogos, sino como personas poseídas de una fe viva en Cristo, bañadas en la poderosa corriente de vivencias que, partiendo del Señor glorificado, inunda a la Iglesia y sigue manando y fecundándonos en el culto religioso, so­bre todo en los sacramentos. No como eruditos, sino sólo como “hombres llenos de espíritu”, que sintieron el toque del Espíritu de Cristo, como “predestinados de Dios para testigos” —según se llamaron a sí mismos los Apóstoles (Act. 10, 41) —, como «dispensadores de los misterios de Dios» (1 Cor. 4, 1) podemos y nos es lícito dar testimonio de Cristo. Solamente el espíritu puede dar testimo­nio del espíritu. Sólo podremos hablar de Cristo si antes hemos hablado con Él. El procedimiento «cien­tífico» puramente racional, que prescinde conscien­temente de la fe viva, o por lo menos hace como si prescindiera de ella, ha convertido a muy pocos, y, en cambio, hizo escépticos y ateos a muchos.

¿Qué hemos de decir a los hombres al querer con­ducirlos a Cristo ? ¿ Cuál es el objeto más próximo, inmediato de nuestro mensaje referente a Jesús ? No puede ser otro sino Jesús mismo, ‘su misterio sobre­natural, la verdad de que Él es el Logos humanado, Dios y hombre a la vez.

luz, resplandor, estudioLa experiencia misma nos enseña que muchos cris­tianos, y hasta muchos cristianos piadosos, afirman llenos de fe el dogma de la divinidad y humanidad de Cristo, confiesan las dos naturalezas de Jesús, pero en su piedad práctica se forman una imagen de Él en que lo humano queda completamente absorbido por lo divino, en que la humanidad de Jesús aparece tan sólo a modo de forma exterior, como envoltorio visible de lo íntimo y esencial: su divinidad. El que piensa, el que quiere y siente en Cristo es, según esta concepción, únicamente el Verbo divino. Su omnis­ciencia, su omnipotencia divina es la que se ma­nifiesta de un modo inmediato en las palabras y obras de Jesús. Ya no se recuerda que Cristo, se­gún el dogma de la Iglesia, es plenamente hombre; que tiene un alma humana, una conciencia huma­na; que posee por completo la libertad humana de decisión y una vida sentimental puramente humana; que el temor de Dios llega también a las profundi­dades de su alma, y que su conciencia, como la nuestra, se siente impulsada a clamar desde lo más profundo al Padre. En su Vida de Jesús, François Mauriac reprocha a ciertos teólogos el presentar una imagen de Cristo en la que «el hombre, este Jesús… corre peligro de desaparecer en la gloria de la se­gunda Persona’ divina (Prólogo). Y el erudito je­suíta Galtier cita con aprobación lo que afirma el canónigo Masur en su obra Le sacrifice du chef (pá­gina 130): «El monofitismo, es decir, la doctrina según la cual Cristo es verdadero Dios pero no tam­bién hombre verdadero, es tentación de personas piadosas, pero ignorantes.» Masur habla de un «microbio sutil» que «está muy extendido entre los fieles, pero que es difícil de descubrir y combatir». No es maravilla si el mundo no cristiano cree que esta imagen de Cristo, propia de muchos fieles, es la única propuesta por la Iglesia. Para nosotros, ca­tólicos, Cristo no es un milagro divino ambulante por la tierra, no es un Dios disfrazado bajo figura huma­na, a la manera de las concepciones paganas, y que «ya de antemano lo sabe todo, todo lo tiene en la mano y que, por tanto, con facilidad puede triunfar del pecado, del dolor y de la muerte». Es plenamen­te hombre, como nosotros. Su vida, su conducta, su piedad no se distinguen de nuestra vida y de nues­tra piedad sino en un solo punto —inmensamente importante y peculiar, como es natural—, en que Cristo sabía que Él era Hijo de Dios no como nos­otros, en un sentido impropio (accidental), sino en sentido propio (substancial). Es un mérito singular del sagaz franciscano Duns Escoto el haber llamado la atención, a la luz de la doctrina de la Iglesia, sobre la igualdad esencial que hay entre las vivencias de los cristianos en general y las vivencias de Cristo. La relación entre lo sobrenatural y la natu­raleza, entre la gracia y la libertad no ha sido subs­tancialmente diferente en Cristo que en el cristiano. Así como la gracia santificante no cohíbe ni violenta la libre voluntad del cristiano levantado al orden sobrenatural, así tampoco cohíbe ni violenta la ca­pacidad de libre decisión en la humanidad de Jesu­cristo. No hemos de pensar que la segunda Persona de la Santísima Trinidad irradiara fuerzas divinas al alma humana de Cristo y les asegurara un predo­minio absoluto. Nunca es una sola de las Personas divinas la que obra exteriormente (ad extra), sino que siempre lo hace la única y misma naturaleza divina, el Dios uno. Y Dios nunca obra ad extra con necesidad, sino siempre con libertad.

Así, no fue la segunda Persona divina, sino la libre voluntad del Dios Trino, la que levantó la naturaleza humana de Jesús a la personalidad, a la sub­sistencia del Verbo divino, la que obró la Encar­nación. Y fue esta misma voluntad, esta voluntad libre, la que dotó a la humanidad del Señor, unida con el Verbo divino, de las fuerzas y excepcionales cualidades sobrenaturales que necesitaba para re­dimir a los hombres. Es «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» el que «ha glorificado a su Hijo Jesús» (Act. 3, 13). Es el Dios vivo el que ha autorizado «a Jesús de Nazaret… con milagros, maravillas y prodigios» (2, 22). Y el que la humanidad de Jesús reaccionara asintiendo a estas influencias divinas no ocurría por una ri­gurosa necesidad, como si el querer humano se sintiera subyugado por el querer divino, sino con plena conciencia de la propia capacidad de decisión y con toda libertad. De modo que la vida y las vi­vencias sobrenaturales de Cristo no tenían distinta estructura que la vida de gracia del cristiano. En ambos casos todas las gracias y todos los dones proceden de la libre decisión del Dios Trino; en ambos casos influyen en la voluntad humana, sin obligarla. Ciertamente las cualidades excepcionales de la hu­manidad santísima de Cristo son incomparablemen­te más elevadas y amplias de lo que pueden ser las gracias y los dones otorgados a un puro hombre. Por tanto, la vida sobrenatural de Cristo se distin­gue de la de los cristianos según la amplitud, la intensidad y la perfección, mas no según su esencia. Por esto con justo título llama Galtier (lug. cit.) a la vida de gracia del cristiano «prolongación y con­tinuación» de la vida de gracia de Cristo. Y por esto San Agustín repite con singular complacencia esta frase: «Vivimos la vida de Cristo.»

Siendo así que la unión de la naturaleza humana con el Verbo divino y las gracias y dones de la humanidad del Señor derivados de aquella unión son estrictamente sobrenaturales, por lo tanto trascen­dentes e invisibles, y solamente asequibles a la fe, lo que se nos muestra en el plano histórico es Jesús hombre, Jesús en su figura terrena, con su tempe­ramento individual, con sus peculiares disposiciones y fuerzas, afanes y necesidades. Es realmente «como uno de entre nosotros», nuestro Hermano. Solamente hasta este punto es asequible Jesús a nuestra mirada histórica y a nuestro conocimiento científico. —El que este Hermano nuestro en lo más profundo e íntimo tenga además un carácter divino, lo sabemos sólo por la fe. Porque se trata de una rea­lidad invisible, sobrenatural. Naturalmente, es una realidad que por el «transparente» de su naturaleza humana se nos revela con evidencia. Precisamente a través de lo humano brilla la majestad divina, la «maiestas Domini»: «per visibilia ad invisibilia», por lo visible a lo invisible. Por Jesús hombre, te diriges a Cristo Dios (San Agustín). De ahí que nuestra fe no sea fe ciega, sino fe sabedora o, más bien, una fe que sabe a quién cree.

Precisamente por esto no nos conducirá a Cristo ese procedimiento apologético que solamente se pre­ocupa de probar la divinidad de Jesús. Cristo no es sólo Dios, sino que es Hombre-Dios. No hemos de separar de lo humano lo divino y hacerlo en este aislamiento objeto de nuestras especulaciones. Antes bien, hemos de tener siempre ante la vista al Cris­to total, al Cristo vivo, tal como dibujó San Pablo «ante los ojos» (Gal. 3, 1) de los gálatas al Crucifi­cado, al Cristo total así como es, como piensa y sien­te, padece, muere y resucita. Fue también al Cristo total, no solamente al Cristo divino o al Verbo di­vino que existía antes de los tiempos, a quien describieron los evangelistas. Narraron los hechos de aquel Cristo que confesaba respecto de sí mismo: «El Padre es mayor que yo» (lo. 14, 28), y que dijo a María Magdalena: «Yo me subo al Padre mío y Padre vuestro; mi Dios y Dios vuestro» (lo. 20, 17). Como indica San Pablo en la carta a los filipenses (2, 5 y ss.), la divinidad de Jesús es solamente el misterioso fondo sobre el cual se destaca la ima­gen radiante de aquel que, mediante sus manifesta­ciones, su obediencia de siervo y su muerte de cruz, se constituyó en Señor nuestro. De modo que la divinidad de Jesús es, por decirlo así, el rasgo que sirve de descanso a nuestros ojos en la imagen de Jesús. El rasgo que enardece es su humanidad, porque mediante ella fue Él nuestro Dios, nuestro Señor en sentido enfático. No concebimos la figura divina de Cristo sino mediante su humanidad.

Por ello es de importancia decisiva estudiar pro­fundamente la peculiaridad humana de Jesús, el sentarnos a sus pies, según el ejemplo de María Magda­lena, y saturarnos de su imagen. Lo que el cardenal Newman exige de la fe cristiana en general, es a saber, que no sea sólo un asentimiento «concep­tual», sino también «real», está en vigor, sobre todo cuando se trata de nuestra fe en Cristo. Hemos de representarnos de un modo tan claro al Cristo vivo, al Cristo que pasó por los campos de Galilea y está ahora sentado a la diestra del Padre, que lleguemos a verle verdaderamente, que Él pueda llegar a lo más íntimo que hay en nosotros y que no queramos ya separarnos nunca de Él. Así pues, hemos de vivir a Cristo de tal manera, que del lejano pasado Cristo pase a nuestro presente, de la trascendencia invisible a nuestro mundo terrenal, palpable, del aire rarificado de la abstracción a nuestra realidad palpitante. Por muy importante que sea para nos­otros el conocer suficientemente la teología dogmá­tica y su cristología, para ver a Cristo con los ojos de la Iglesia, no debemos olvidar que con esta ima­gen dogmática de Cristo sólo tenemos un armazón, un esqueleto de conceptos abstractos y que todo de­pende de que lo llenemos con carne y sangre y k infundamos vida. Una compenetración amorosa, por ejemplo, con el pasaje de San Marcos (2, 1 y ss.), donde se habla de la curación del paralítico, o con el de .San Lucas (7, 36 y ss.), donde se refiere cómo la pecadora acude a Cristo, arrojará mayores luces sobre la figura de Cristo que un largo tratado de algún teólogo insigne sobre la persona y la obra de Cristo. Y siendo así que precisamente es la Biblia la que brinda siempre una teología funcional, es decir, una teología que se funda en la vida y que a la vida se dirige, siempre tendremos que recurrir a los Evangelios y a las cartas de los Apóstoles para tomar prestados los trazos y el colorido de nuestra imagen de Cristo.

Con toda intención decimos: nuestra imagen de Cristo. Con ello queda indicado ya que las manifestaciones, autotestimonios del Señor consignados en la Biblia, no bastan de suyo para despertar nuestra fe en Él. Ciertamente el llamarse Él el «Hijo del hombre», que bajó de las nubes del cielo, para fun­dar con su Pasión y muerte el reino de los cielos, y también el «Hijo, al cual lo entregó todo el Padre», nos conduce al borde del misterio de su divinidad. Podemos dirigir nuestra mirada a unas profundida­des que nadie puede medir sino solamente el Padre y el Hijo. Mas el que nosotros demos crédito a esta conciencia divina, que estemos saturados de la cer­teza de que la conciencia de Jesús está libre de todo engaño propio y de que no hay corazón más puro ni boca más veraz que los suyos, es cosa que senti­mos y experimentamos tan sólo por medio de la con­textura íntima que une sus palabras y toda su vida; por medio de la impresión subyugadora de su personalidad, tal como la describen los Evangelistas y tal como, sacándola del marco del pasado, hemos de colocarla nosotros en el momento presente, con los medios de la pura exégesis y de una psicología com­prensiva. Con mil luces refleja esta imagen humana de Jesús lo divino. No puede suprimirse este ele­mento divino en la vida terrenal del Señor sin des­truir esta vida misma y diluirla en una vacía fic­ción literaria.

Naturalmente, no hemos de olvidar jamás que, al trazar los Evangelistas la vida de Jesús, se encon­traban ya en la plena luz de la Resurrección. De modo que es la Resurrección la que refrenda de un modo definitivo la imagen que los Evangelistas presentan de Cristo, como también fue la Resurrec­ción la que dio un cuño decisivo a la fe de la Iglesia primitiva. Así como Jesús mismo, ante los fariseos y saduceos que querían ver «algún milagro» (Matth. 12, 38; 16, 1), no mentó los prodigios y milagros que Él había obrado hasta entonces, sino solamente «el prodigio de Jonás profeta», es decir, su propia Resu­rrección, de un modo análogo también sus discípu­los solamente por medio de la Resurrección, sola­mente cuando Cristo se presentó en medio de ellos y al ver durante cuarenta días al Resucitado, sacu­dieron su actitud al principio insegura, poco clara, vacilante, y se levantaron a la certeza de fe capaz de trasladar montañas.

Ni podía ser de otra manera. Antes los impresio­naba en demasía lo humano que había en Jesús, sobre todo al caer Él en manos de sus enemigos y al verle padecer y morir. También el ideal del Mesías, transmitido por los rabinos, según el cual el Mesías no había de ser el Hijo verdadero de Dios, sino solamente su Siervo, les impedía afirmar con convicción la divinidad de Jesús. Lo más que en aquellos tiempos creían ellos de Jesús, lo resumieron los discípulos de Emaús al confesar: «El cual fue un profeta poderoso en obras y en palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo… nosotros esperá­bamos que él era el que había de redimir a Israel» (Luc. 24, 19-21). Solamente por la vivencia pascual fue purificada y refrendada de un modo definitivo la fe de los discípulos. Es la imagen del Glorifica­do la que se nos muestra en los Evangelios. Con la misma claridad con que describen los Evangelistas la vida y actividad puramente terrenales del Señor, resaltan también las luces que el Resucitado arroja sobre esta vida. Sabemos que esta fe de los discípu­los en la Resurrección era una vivencia debida a la gracia, lo miaño que la vivencia de San Pablo en el camino de Damasco. No fue la Resurrección en sí, el acontecimiento puramente exterior, lo que sir­vió de fundamento a su fe pascual —este aconte­cimiento no tuvo testigos; los guardas dormían—; fue el Resucitado, mostrándose a ellos de un modo inmediato, con amorosa entrega personal, de pura gracia, y manifestándoseles alternativamente en for­ma distinta —ora terrenal, ora glorificada—. Los discípulos se sentían hasta tal punto subyugados por este contacto personal con el Resucitado, que, al ver el sepulcro vacío, no encontraron otra explicación que ésta : Jesús ha resucitado saliendo del sepulcro. Esto fue para ellos la cosa más cierta que podía ha­ber. Por esta certeza sacrificaron bienes y sangre. Sellaron con su muerte lo que anunciaron al mundo judío-pagano: «Resucitó, nosotros somos testigos.»

No hay confesión rubricada con tanta sangre como la de los apóstoles. Así, solamente cuando la resu­rrección del Señor llegue a ser para nosotros una certeza gozosa, comprenderemos y viviremos a Cris­to de tal manera que se ilumine toda nuestra exis­tencia.

En lo que sigue procuraremos penetrar en el con­tenido profundo de la fe viva en Cristo, en sus paradojas, en el hecho increíble de que el Dios eterno se haya hecho hombre, judío, crucificado. Nos acer­camos al borde de su misterio de Hombre-Dios y dirigimos la mirada a sus abismos.

Causa asombro el pensarlo : ¡ en tiempos histó­ricos hubo un hombre, completamente sano de cuerpo y de espíritu, de mirada perspicaz para juzgar los hechos de la vida, lo más grande y lo más dimi­nuto de ella —hasta los lirios del campo y la mone­da oculta debajo de la mesa:—, de una inteligencia extraordinariamente penetrante, el cual deshacía como con un leve gesto de la mano el retículo en­marañado del rabinismo judío y más allá del mismo descubría lo esencial, lo propio, lo divinamente sen­cillo de la Escritura, alejando del santuario toda excrecencia casuística y haciéndolo brillar nueva­mente en su pureza y hermosura originarias… !, ¡y este hombre sobrio, de despejada inteligencia, asom­brosamente noble en todo su ser y proceder, que en medio del furor de sus enemigos nunca perdió el dominio de sí mismo, que siempre fue dueño de su ánimo, que nunca cayó en exageraciones fanáticas, que, cuando ellos con hostilidad salvaje le presenta­ron la adúltera para lapidarla, trazaba tranquila­mente letras en el suelo y con una comprensión in­creíble, con una superioridad soberana del corazón dijo a sus contrarios : «El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella el primero la piedra…», este hombre de esplendorosa santidad y penetración de espíritu, que aun en medio de la agonía encon­tró, por encima de todo odio y de toda infamia, una frase llena de sol y claridad deslumbrante: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen…», este hombre, de espíritu tan claro, tan abierto a la vida y que se levantaba tanto por encima de los bajos fondos de lo puramente animal, de lo ciegamente instintivo, repitió durante toda su vida, como la cosa más natural del mundo: «Yo he salido del Padre. Yo y el Padre somos una misma cosa.» Éste es el misterio de Cristo.

Causa asombro el pensar que en tiempos históri­camente comprobables hubo un hombre que hacía sentar en su regazo a los niños y los bendecía, que iba a los leprosos y publícanos proscritos, que era desprendido y desinteresado como no ha habido otro sobre la tierra, cuya vida se consumía en la asis­tencia de los pobres y oprimidos, que veía herma­nos en los desheredados, que juzgaba como cosa la más sublime y grande el servir, el servir siempre, que poco antes de morir lavó los pies de los discí­pulos, que en el pan partido y en el vino escan­ciado se consagró víctima de los suyos —éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre, que será derramada por vosotros—, que pasó en medio de la humanidad no solamente ayudando y curando, sino cargando so­bre sí la miseria de esa humanidad, sus dolencias físicas y psíquicas con todo su espanto, con todo su abandono y desamparo… hasta lo último, hasta lo extremo, hasta el límite en que su alma hubo de clamar : «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has des­amparado?» …y que este hombre inauditamente heroico, inauditamente desprendido, inauditamente ser­vicial y bondadoso, durante toda su vida consideró que Él y el Padre eran una misma cosa : «Todas las cosas las ha puesto mi Padre en mis manos.» Éste es el misterio de Cristo.

Causa asombro el pensar que en tiempos históricamente comprobables hubo un hombre que, siendo hijo del pueblo judío, confesaba a un Dios único, único en el cielo y la tierra, a un solo Padre celes­tial; un hombre que oraba diariamente con su pue­blo : «Escucha, oh Israel: el Señor Dios tuyo es el solo y único Dios»; un hombre que miraba con el más profundo temor reverencial a ese Padre ce­lestial, un hombre que no consentía le llamaran «bueno», porque solamente uno es bueno, el Padre en el cielo; un hombre cuya comida era hacer la voluntad del Padre, y desde su más temprana ju­ventud, en los días buenos como en los malos, no buscaba ni amaba sino esta voluntad; un hombre cuya vida era una sola y única oración; un hom­bre, por tanto, que, como ningún otro, desde las profundidades de su ser miraba lleno de reverencia y adoración a ese Padre y buscaba su mano; que durante toda su vida se rendía de una manera tan íntima y exclusiva a la voluntad divina, que su co­razón nunca se vio oprimido ni por la más leve con­ciencia de pecado, nunca hubieron de pronunciar sus labios palabras de penitencia ni implorar per­dón; que aun al morir pidió perdón, no para sí, sino para otros, y que, de lo más íntimo de su unión con Dios, decía a los atormentados : «Tus pecados te son perdonados»; un hombre que sabía que su voluntad estaba de tal manera unida e identificada con la del Padre, que con la omnipotencia de esta voluntad divina curaba enfermos y resucitaba muer­tos… ¡ Y este hombre santo, que se entregaba sin reserva a Dios, que se estremecía ante Dios, que se sumergía por completo en Dios, este hombre afir­mó durante toda su vida como la cosa más natural del mundo, como algo corriente, que Él era el pa­ciente Siervo de Dios, nuestro Juez, el Rey del reino de Dios; sí, que era el Hijo consubstancial de Dios : «Yo y el Padre somos una misma cosa.»

Éste es el fenómenon Cristo. Este «fenómenon» debe ser explicado; la cuestión que se plantea en él debe ser contestada. No es posible pasar por en­cima con palabras superficiales. No es posible retraerse encogiéndose de hombros, sobre todo al sa­ber que lo divino que ese hombre afirmaba de sí mismo y que se transparentaba y brillaba de un modo tan prodigioso en sus milagros, en sus palabras y obras, al tercer día de ser depositado en el sepulcro el cuerpo exánime, lo volvió a vivificar y lo mostró resucitado, glorificado a los discípulos… durante cuarenta días. «Y comieron y bebieron con Él.»

En ese «fenómenon» brilla hasta tal punto lo in­sólito, lo inaudito, lo sobrenatural, lo divino, que todo hombre que medita se siente subyugado, no puede pasar indiferente si no quiere perecer o no ha perecido ya por el problema de Dios. No puede menos de detenerse y escuchar, y hacerlo con la actitud, con la posición únicamente cuerda en el caso en que se trate de las posibilidades de Dios. Porque lo cierto es que el fenómenon «Cristo» es una de las posibilidades de Dios. Sobre las posibilidades «le* Dios ha de fallar, no el hombre, sino únicamente Dios. Si el Verbo divino —presente (per essentiam) en todo lo existente y que todo lo penetra— quiere encarnarse, entrar en unión tan íntima con un hombre, que éste pueda decir: «este Verbo soy yo», «yo soy el camino, la verdad y la vida», si Dios quiere obrar este milagro de los milagros, es úni­camente asunto de Dios. Y al hombre le toca escu­char con reverencia y prontitud interior para darse cuenta de si realmente es Dios quien habla. Si no escucha con esa reverencia y prontitud —las únicas rectas al tratarse de las posibilidades divinas—, si se hace respecto de estas posibilidades como Caifás, como fiscal que se ha formado de antemano su jui­cio, que con loco y orgulloso afán de dictaminar se niega de antemano a aceptar estas posibilidades di­vinas y las rechaza porque no encajan en las medidas de las posibilidades humanas, atenta contra Dios, contra su poder absoluto, contra el hecho de tener Dios solo la primera y la última palabra en la tierra.

Naturalmente, hay personas que, llenas de reve­rencia, buscan a Dios y, con todo, no pueden creer en Cristo. Y precisamente su reverencia para con Dios, el completamente distinto, el Infinito, es la que les impide ver en la figura de Cristo una po­sibilidad de Dios. El «mysterium tremendum», Dios, las subyuga tanto, que en su interior se suble­van contra la posibilidad de que el Dios infinito haya podido habitar en un niño, en un judío, en un crucificado. De modo que su incredulidad, mirándola desde dentro, es de matiz religioso. Por­que, en último término, es su reverencia ante lo divino la que las detiene de considerar posible la humanación de Dios.

No nos incumbe juzgar a tales personas y exa­minar la contextura de su actitud psíquica para ver si su «no» lanzado a Cristo brota, en último tér­mino, del orgullo humano, de una secreta locura de dictaminar llevada al extremo de fallar sobre las posibilidades de Dios.

Pero es posible que entre tales personas haya un hombre honrado y de buena voluntad; y nosotros no vacilamos en afirmar que, mientras conserve tan manifiesta reverencia y tal anhelo de verdad, será discípulo del Señor según el espíritu, aun cuando de hecho le persiga y le odie. Hay incrédulos que están más cerca de Cristo que ciertos creyentes…, es a saber, que esos creyentes rutinarios que nun­ca se han planteado seriamente la cuestión de Cris­to, que nunca han sentido la íntima desazón de meditar la historia de Cristo, que cuidan y trans­miten su fe cristiana de la misma manera que sus demás tradiciones y heredades familiares. « ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas por cuanto eres tibio, y no frío, ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca.»

Cristo no quiere tibios, sino completamente fríos o completamente calientes, es decir, hombres decididos, hombres que sepan decir «sí» o «no». Es posible que un día, en el banquete de bodas (Luc. 14, 15 y ss.), cierre la puerta de la sala del festín a no pocos de esos cristianos rutinarios, cristianos de fe de bautismo, que por su naci­miento y el bautismo fueron llevados a la fe desde el principio, pero que tuvieron en más la nueva yunta de bueyes, el nuevo «chalet» o los placeres de los sentidos que las cosas de la fe: «No sé de dónde sois…» Entonces alegaréis a fa­vor vuestro: ««Nosotros hemos comido y bebido con­tigo: tú predicaste en nuestras plazas.» O, para seguir en el mismo estilo: «Nos hemos arrodillado en tu comulgatorio y hemos estado al pie de tu púlpito.» Mas Él responderá: «No sé de dónde sois» (Luc. 13, 25 y ss.). Y es posible que el Señor, vol­viendo la espalda a estos cristianos rutinarios que tratan la fe con tanta despreocupación como una prenda de vestir heredada, envíe sus mensajeros a aquellos que se hallan lejos, al parecer sin objetivo, sin interés, por los caminos y cercados, a aquellos que le miran a Él y sus preparativos de bodas con íntimo disgusto, con una leve envidia, y a pesar de todo no pueden prescindir de Él, y vuelven la mirada una y otra vez hacia Él, y en el fondo de sil corazón se sentirían dichosos de estar en su compañía si pudieran creer y confiar en Él. A éstos, sí, precisamente a éstos los invita Él para el banquete de bodas, ya que los primeros invitados no quisieron acudir. Y «los criados, saliendo a los ca­minos, reunieron a cuantos hallaron, buenos y ma­los; de suerte que la sala de bodas se llenó de Rentes». ¿No fue San Pablo uno de esos huéspedes recogidos por los cercados? ¿Y no lo fue más ade­lante San Agustín? ¿Y quién nos dirá el número de esos huéspedes venidos de los cercados? Quizá era de su grupo también Nietzsclie. Precisamente por su caso aprendemos que existe un odio que es amor, amargado.

Sea como fuere, lo cierto es que el Señor de la casa tuvo en cuenta primero, no a los huéspedes recogidos por los cercados, sino a los convidados. Y convidado es cada bautizado que no cierre con indiferencia su corazón a las impresiones que sus­cita en él Cristo, sino que se lo abra de lleno vien­do en ellas posibilidades de Dios.

¿A qué hemos de abrir nuestro corazón? ¿Qué es propiamente lo que nos induce a creer? Tal es la última cuestión a que hemos de contestar.

No son las palabras de Cristo, su profunda sabi­duría y vigor de vida lo que nos induce de suyo a creer. Tampoco son sus milagros y prodigios, ni el valor persuasivo de los mismos. De ninguna ma­nera son los acontecimientos puramente exteriores, los que podemos comprobar en el plano histórico y ponderar según su contenido de credibilidad. Todo ello, para decirlo con frase de Santo Tomás de Aquino, es una causa que induce de un modo pura­mente exterior (causa exterius inducens). No son estas realidades atestiguadas por los Evangelios lo que nos hace realmente creyentes, sino el mismo que obra… ese fluido, inexplicable en último término, pero que penetra y obra en las profundidades, y que, partiendo del yo divino del Señor, irrunda por medio de sus palabras, de sus milagros, de su hu­manidad nuestra alma. Quien nos induce a creer es Jesús vivo… una impresión suprema, incompa­rable, personal, que Él nos produce, impresión que al oírle hablar o verle obrar se adueña de lo más Intimo de nuestro ser. Es un contacto de vida, que parte de El, de su yo divino. Los teólogos ‘lo lla­man gratia Christi; gracia porque no parte de nosotros, sino de Él. Esto, solamente esto, es, según Santo Tomás, la «causa primera y propia de la fe» (principalis et propria causa fidei). Es como un manar íntimo de su ser y voluntad divino-huma­nos en nosotros, un comer y beber de Él. Podremos buscar muchas palabras para expresar esa cosa tan única, tan indescriptible, tan inefable. Nunca ex­presaremos lo esencial y supremo, ya que esto sólo puede ser vivido y experimentado. No es algo muer­to, sino algo vivo lo que nos induce a creer: el llenarnos, el estar llenos del yo vivo, divino del Señor. «Tú en mí y yo en ti.» «Comemos su carne y bebemos su sangre…», en esto culmina el mis­terio de fe.

Es el misterio de la vida, de la vida en su sen­tido pleno, no sólo de la vida moral. La fe en Cris­to, el cristianismo no es solamente algo ético. Es mucho más. Es estar llenos, estar saturados de la plenitud de aquel que lo llena todo en todo. De modo que es también, y lo es en primer término, algo biológico, algo vital, la suma de todos los valores que mantienen, levantan, dan perfección a mi vida, que de lo fragmentario de mi ser hacen un todo, de todo lo frágil algo infrangible, de todo lo mortal que hay en mí algo inmortal. Para los primeros cristianos, no era un concepto abstracto, sino una expresión llena de realidades pulsantes. «Ser cristiano», «ser creyente», significaba para ellos estar aprisionados, estar dominados —en to­das las dimensiones de su voluntad de vivir— por la voluntad de vivir de Cristo, ser trasplantados a su afirmación infinita, nutridos de sus fuerzas personales originarias, y esto en todo el campo de la vida, en lo sensitivo como en lo espiritual, en lo orgánico como en lo inorgánico, en lo ético como en lo estético, en lo individual como en lo social. Los milagros de Jesús consignados en los Evangelios también fueron como un brillar, un brotar de sus divinas fuerzas de vida en los enfermos y dolientes. En el fondo, la fe de Cristo no es otra cosa sino la actitud religiosa que, separándose de todo el baru­llo y barahúnda de la vida, de todo miedo y confu­sión metafísicos, se sumerge en el yo de Cristo y en Él vive…

¡Qué angustiosa, qué desesperada es la situación de un hombre que no ha encontrado en Cristo el sostén, o, más bien, el más profundo cimiento de su vida! Aun cuando no lo sepa o no quiera notarlo, anda tambaleando. Una vida sin Cristo es una vida que se precipita por una pendiente. A la larga, también la fe en Dios pierde su última segu­ridad y certeza, si no la enardece continuamente un contacto con Cristo. Porque solamente Cristo es el camino que conduce al Padre. Sin Cristo, el Dios vivo encarnado, con harta facilidad se vola­tiliza la idea de Dios, perdiéndose en lo abstracto, en el vacío. Según demuestra la experiencia, en ningún pueblo hay más ateos prácticos que en el que clava a Cristo en la cruz. Así pues, el mundo sin Cristo con harta facilidad se trueca en un mun­do sin Dios. Y con ello pierde su sentido, su verdadera profundidad y su equilibrio. Lo que dice Nietzsche en su obra Así habló Zaratustra (VII, 382 y s.) respecto al mundo sin Dios, desgajado de Dios, y respecto a los horrores nihilistas del mis­mo, puede aplicarse con especial exactitud al mun­do sin Cristo. Ha perdido toda su interioridad, todo II calor, toda su firmeza y consistencia. Ha per­dido su encanto, se encuentra hastiado, deshojado V marchito como una flor desechada, y despide olor a moho.

Todos conocemos el juicio terrible que Nietzsche mismo hizo de su propia incredulidad. «¿No ha­béis oído hablar de aquel hombre loco que en pleno día encendió una linterna, corrió al mer­cado y clamaba continuamente: “ busco a Dios, bus­co a Dios”? Como allí se hallaban precisamente reunidos muchos de los que no creían en Dios, fue recibido con grandes risotadas. “Es que se ha per­dido”, observó uno. “Se ha extraviado como un niño”, dijo otro. “¿Está escondido? ¿teme de nos­otros? ¿se ha embarcado? ¿ha emigrado?” Así «rifaban y se reían todos. El hombre loco se metió en medio de ellos atravesándolos con su mirada. “De ¿dónde se fue Dios?”, clamaba. “Yo os lo diré. Le hemos matado, vosotros y yo. Todos nos­otros somos sus asesinos. Pero, ¿cómo lo hicimos?… ¿Qué hicimos al cortar las ligaduras que unían esta tierra con su sol? ¿Adónde se dirige ahora? ¿Adónde vamos nosotros? ¿Nos alejamos de todos los so­les ? ¿ No vamos despeñándonos continuamente ? ¿ Hacia atrás, hacia un lado, hacia delante, en to­das las direcciones? ¿Hay todavía arriba y aba­jo? ¿No vamos errando a través de una nada infi­nita? ¿No sentimos el soplo del vacío? ¿No hace más frío? ¿No va haciéndose de noche continua­mente y más de noche aún ? ¿ No hemos de encender linternas en pleno día?” Y calló el loco y miró otra vez a sus oyentes. También ellos callaron y le miraban con extrañeza.»

Sí, se hace de noche en torno nuestro si no arde para nosotros ‘la luz de Cristo. Solamente Él es nuestra luz y nuestra vida. Solamente por Él me­rece la vida ser vivida. Solamente Él es nuestra patria. «Señor, ¿a quién iremos?», le preguntamos con Pedro. «Tú tienes palabras de vida eterna» (Io. 6, 68).

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