Cristo: Solución a nuestro Sufrimiento – Estudio

Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él. Juan 9:3

La respuesta de Jesús a sus discípulos puede parecer arbitraria y cruel: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”. Quiere decir que aquel muchacho era inocente. No tenía culpa de nada. Sus padres también eran inocentes, pero, ¿acaso Dios lo hizo nacer ciego sólo para que en él se manifestasen sus obras? ¿Qué tipo de Dios es ese que usa al ser humano como cobayo, y lo hace sufrir sólo para mostrar su capacidad de hacer milagros?

Es importante que entendamos la respuesta de Jesús. Antes de nada él está intentando sacar de sus discípulos la idea de que el sufrimiento es el castigo divino por los pe­cados. “No —dijo Jesús—, ni él pecó, ni sus padres. El no está siendo castigado por nada, pero ya que está sufrien­do, voy a aprovechar esta ocasión para mostrar el poder de Dios”.

Tú puedes preguntar: “¿De dónde sacó esa idea, pas­tor?” Y yo respondo, «del propio texto». El versículo dice, “sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”. En la lengua original en que fue escrito el texto, la expresión “para que” es traducida de la preposición ina, que significa “con el objetivo de” o “como resultado de”. La primera acepción estaría en contradicción con el ca­rácter misericordioso de Dios, por tanto, parafraseando el verso, se podría leer: “El no pecó, ni sus padres, pero ya que está ciego, o como resultado de esa situación, las obras del Padre serán hechas”.

El dolor puede acercarnos a Dios

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Esto combina exactamente con lo que Pablo enseñó en sus escritos, es decir, el hecho de que en la vida de aque­llos que creen en Dios, hasta las situaciones adversas se transformarán finalmente en bien.

Hay un sabio proverbio que dice que para mirar al cie­lo es necesario caer en la cama. Ahí, queramos o no, mira­mos para arriba. Muchas veces, Dios aprovecha el sufri­miento, la enfermedad y el dolor que el enemigo trae a nuestra vida, para inducirnos a pensar y reflexionar en él.

Mi padre luchó contra Dios durante 34 años. No había nada que lo llevase a decidirse en favor de Jesús. Endure­ció su corazón y se cerró a las verdades del Evangelio, hasta que un día un terrible cáncer comenzó a devorar su vida. Yo lo vi pasar noches de angustia, mordiendo la al­mohada para no gritar de dolor. Fue en una de esas noches que en medio de lágrimas y sufrimiento, cayó de rodillas y reconoció que estaba luchando contra Jesús. Decidió abrirle el corazón, y tuve la alegría de bautizarlo. ¿Podría alguien decir que Dios lo castigó porque hizo algo equi­vocado? ¡No! ¿Podría alguien pensar que ya que no se decidía en favor de Jesús, Dios le envió el cáncer para llevarlo a reconocer el poder de Dios? No, claro que no. Dios no es el originador de nada ruin. Pero en este mundo controlado por el enemigo, muchas veces el dolor y la enfermedad tocarán nuestra vida, modificando decisiones que habían sido tomadas de manera equivocada. Y Dios, en su infinito amor, aprovechará esas oportunidades para ayudar al propio ser humano. Finalmente, todas las cosas serán para el bien de aquellos que aman a Jesús.

Cuando era pequeño leí en algún lugar la historia de un náufrago, único sobreviviente de una embarcación. Solo en una isla deshabitada, el hombre lamentaba su triste des­tino y se sentía abandonado por Dios. Al principio esperó que alguien apareciese para socorrerlo, pero con el correr de los días sus esperanzas fueron desapareciendo. Cons­truyó una choza y con las pocas cosas que consiguió res­catar de la embarcación, se ingenió para sobrevivir, espe­rando siempre el rescate.

Cierto día, mientras recogía frutas silvestres vio una alta columna de humo. Corrió desesperado y para su tris­teza vio su choza totalmente en llamas. ¿Quién tuvo la culpa del incendio? ¿Se había olvidado él de dejar el fue­go apagado? Ese no era el problema. La realidad era que la choza no existía más, y ahora aparentemente estaba peor que antes. Instintivamente comenzó a maldecir a Dios por tanto sufrimiento, pero sus improperios cesaron al escu­char el silbato de un barco que se acercaba. La tripulación había visto de lejos la columna de humo y llegaba para rescatarlo.

¿Ves? Dios toma las circunstancias adversas y las usa para ayudar al propio ser humano. Si Dios hubiese provo­cado la ceguera de aquel hombre para poder mostrar su poder, en cierto modo estaríamos aceptando el fatalismo, el determinismo, o en la mejor de las hipótesis, el estoi­cismo, que enseña que “hay una voluntad eterna y divina que ordena todas las cosas y que debemos resignamos a todo cuanto sucede, porque ya que todo es divinamente ordenado, no puede haber realmente ningún mal. El mal sería apenas una mala interpretación de los acontecimien­tos y no los propios acontecimientos”.

Destino y libertad

Pero Dios nos creó libres y nos creó para ser felices. Todos fuimos predestinados para salvación, es decir, con el objetivo de ser hijos de Dios, de ser salvos. Pero eso no quiere decir que necesariamente todos seremos salvos, porque aunque Dios nos predestinó para salvación, tam­bién nos dio libertad para salvarnos o perdemos. Mi cin­to, por ejemplo, fue hecho o predestinado para ser usado en la cintura, sujetando el pantalón. Ese es su objetivo, pero si yo quiero, puedo intentar usarlo como corbata. Soy libre de hacer eso.

Pensemos en el caso de Joaquim Gomes da Silva, por ejemplo. Después de terminar sus actividades en la ciu­dad de Nueva York, tomó la ruta de Nueva York a Boston. Más o menos a la altura de New Rochelle miró el reloj. Eran exactamente las 8:02 p.m. Manejando con pruden­cia, a la velocidad que la ley determina, debería llegar a Boston alrededor de las 2:00 de la mañana, pero Joaquim tenía compromisos ya fijados para la mañana siguiente y se desafió a sí mismo. Estaría en casa alrededor de media­noche. El automóvil, un poderoso BMW, tenía máquina de sobra para conseguir su objetivo. Pisó hondo el acelerador y comenzó a dejar a todo el mundo atrás. A veces encontraba dificultades para pasar a otros, por causa de la larga fila de camiones que tenía por delante, pero con un “poquito” de riesgo, mucha audacia y habilidad, iba de­vorando los kilómetros que lo separaban de la familia.

En un puesto de gasolina, a la entrada de Hartford, Joaquim paró para ir al baño. Fue una parada de apenas cinco minutos. Cuando estaba por entrar al auto, se acor­dó de comprar caramelos, volvió a la cafetería y demoró dos minutos más. Miró el reloj, eran las 10:25 p.m. Estaba dentro del tiempo previsto. Respiró hondo y tomó nueva­mente la ruta.

Exactamente a las 10:38 p.m., 22 kilómetros más ade­lante, sucedió la tragedia. Joaquim dormitó, pasó a la otra pista y de repente vio delante de él a un enorme camión. Intentó salir hacia la banquina y el chofer del camión tuvo la misma idea. Todo fue tan rápido y tan violento que Joaquim no vivió para contar la historia. La historia nació en mi cabeza, pero es un reflejo fiel de lo que pasa en diferentes carreteras del mundo.

Considera ahora las siguientes preguntas: ¿Qué habría pasado si Joaquim no hubiese parado en el puesto de Hart­ford? ¿Habría sucedido el accidente si el muchacho no hubiese perdido los dos minutos comprando caramelos? ¿Y si el chofer del camión no hubiese estado en aquel pun­to, exactamente a las 10:38 p.m.? ¿Existe destino, o deci­siones equivocadas? ¿Coincidencia o fatalidad?

¿Cómo sería si en lugar de pensar en los dos minutos perdidos en la compra de los caramelos, pensásemos en la imprudencia de correr a alta velocidad y manejar soño­liento? ¿Joaquim murió porque estaba escrito en los as­tros que tendría que morir, o porque hizo una decisión errónea, en el momento erróneo y en el lugar erróneo? ¿El ser humano es un juguete en manos del destino, o un ente libre, capaz de decidir lo que es correcto y lo que es inco­rrecto?

A lo largo de mi vida encontré a muchas personas es­condiéndose detrás del “destino”. “Nací para sufrir”, di­cen, y nunca intentan luchar para cambiar el rumbo de las cosas. Existe hasta la famosa ley de Murphy: “Lo que ha de ser, será”, no importa lo que tú intentes. Hay personas que enseñan ideas de este tipo por todos lados.

En cierta ocasión oí una leyenda griega que presenta el caso de un hombre que entró con pavor en la sala del pa­trón, suplicando:

—Por favor, hágame las cuentas porque necesito salir de la ciudad.

—¿Por qué? —preguntó el patrón—, parece que has visto a la muerte.

—Eso mismo, patrón —continuó desesperado el hom­bre—. Hoy en el mercado vi a la muerte acercándose a mí, amenazadora, con las manos levantadas, lista para aga­rrarme. Por favor, haga mis cuentas pues quiero huir para Samarra. En aquella ciudad ella nunca me podrá encon­trar.

Cuenta la leyenda que el patrón le hizo las cuentas y el hombre huyó. Más tarde, el patrón fue al mercado y allí vio a la muerte. Acercándose a ella la recriminó:

—¿Por qué asustaste a mi empleado esta mañana? El dice que tú levantaste las manos amenazadoramente.

—¿Yo? —exclamó la muerte—. Yo sólo levanté las ma­nos sorprendida de verlo aquí, porque yo tengo un en­cuentro marcado con él esta noche, en una ciudad muy distante llamada Samarra.

¿Lo que ha de ser será? Eso sería injusto y no armoni­zaría con el carácter de Dios. Ve lo que él dice: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia”.

Si nuestro destino estuviese determinado por la posi­ción de los astros, ¿cuál sería la participación humana en el transcurso de la vida? Nadie puede huir de su responsa­bilidad. Dios hizo el día con 24 horas para todos los seres humanos. Nadie tiene el día con 25 horas. Nadie puede esconderse detrás del destino para intentar explicar la fal­ta de valor o a veces la irresponsabilidad. No existe fatalis­mo. Existen oportunidades aprovechadas o desperdicia­das, y por encima de todo, libertad para tomar decisiones propias.

Es verdad que tú puedes estar herido en este momento. También es cierto que los golpes, tristezas y frustraciones que la vida te impuso, pueden haberte lastimado tanto que ya no tienes más voluntad para luchar ni mudar el rumbo de las cosas. Pero Jesús ve todo. El conoce tu corazón me­jor que nadie. Conoce la historia de tu vida, las circuns­tancias que rodearon tu nacimiento, tu niñez y el presente estado de cosas, y está listo para extenderte la mano y levantarte. Sólo necesitas creer. Millones lo hicieron en el mundo y no fueron chasqueados. ¿Por qué lo serías tú?

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