Cuando Parece que el Diablo Venció: ¿Que Hacer?

Introducción

Aún lo recuerdo con aquella chaqueta de cuero y esa expresión de fracaso en la mirada. Sostenía el rostro entre las manos y parecía rumiar cada palabra.

“¡No puedo, créeme, no puedo! ¡Ojalá no hubiese empezado nunca!” Aquellas últimas palabras quedaron grabadas en mi corazón con letras de fuego: “¡Ojalá no hubiese empezado nunca!”

Esa era la expresión del fracaso.

El grito desesperado de la impotencia, el reconocimiento de ser incapaz de vencer el vicio.

Los recuerdos me llevaron entonces al pasado cuando ambos jugábamos al fútbol, y al cerrar los ojos pude ver su figura esbelta, sus ojos inquietos y su sonrisa de triunfo que desafiaba al mundo y a la vida. Ahora todo eso era historia. Estaba allí, ante mí, con su chaqueta de cuero y aquella expresión de fracaso en los ojos.

Cuando aún era un adolescente comenzó a jugar con ese vicio. Al principio no era nada serio, sólo “una tontería que cualquier joven puede cometer”. “Al fin de cuentas —decía— uno necesita experimentar de todo para saber”.

Pero la tontería comenzó a repetirse con frecuencia y entonces continuó argumentando: “El día que decida, lo dejo”.

Un tiempo después, comenzó a sentir los estragos del vicio. Comprendió que si no se detenía pronto, sería demasiado tarde. Era como si manejase un vehículo a 120 km por hora y de repente viese un abismo a 50 metros, y al pisar el freno con desesperación comprobara que no responde.

Una historia similar

La Biblia nos narra la experiencia de otro joven con una historia parecida, está registrada de este modo:

“Vinieron al otro lado del mar, a la región de los gadarenos. Y cuando salió de la barca, enseguida vino a su encuentro, de los sepulcros, un hombre con un espíritu inmundo, que tenía su morada en los sepulcros, y nadie podía atarle, ni aun con cadenas” (S. Marcos 5:1-3).

¿Cómo había caído este joven en las garras del enemigo?

Nadie llega al fondo del pozo de un momento a otro. Siem­pre existe una “primera vez” que al repetirse constantemente se convierte en un estilo de vida.

El diablo es un enemigo con el cual no se puede jugar. 

Se aproxima furtivamente y con seducción trayendo el veneno amargo de la destrucción. Cuántas vidas arruinadas existen, cuántos sueños destruidos, cuántos planes acabados por un minuto de curiosidad, por una “primera vez” que podría haberse evitado. “¿Cómo sabré si es malo para mí si nunca experimenté?”, argumenta el joven como si aquella disculpa fuese la expresión de una mente privilegiada.

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Como que si encontrase una botella con el diseño de una calavera y la frase: “Peligro, veneno”, con seguridad no la tocaría. Los seres humanos somos incoherentes. Jugamos con la copa de cristal que es nuestra vida aparentando ignorar que en cualquier momento puede convertirse en un montón de vidrio quebrado e irrecuperable.

El otro día me habló un padre muy afligido. Su hijo padecía manifestaciones de posesión demoníaca. Perdía la consciencia, gritaba como una fiera, se lastimaba y hablaba con una voz horrible. ¿Cómo se llega a ese punto? Después el padre continuó la historia: “Le gustaba ver películas de terror y satanismo”, afirmó.

Claro, sin querer y hasta sin saber, el joven fue entrando en el terreno del enemigo y ahora luchaba para liberarse y no podía.

Condenado a muerte por el SIDA, otro joven me decía: “Nunca pensé tener este fin, pastor, probé la droga por primera vez sabiendo el riesgo que corría, solamente por la insistencia de mis amigos. No quería aislarme del grupo ni quería parecer beato”. ¿Amigos? ¿Pueden los amigos llevarte a la destrucción? Por supuesto.

Y hoy, en la hora del dolor y la angustia, ¿dónde están tus amigos? ¿Puede su insistencia sacarte del lecho de muerte?

El joven de la historia bíblica, como tantos otros jóvenes de nuestros días, después de jugar con el pecado, se encontró un día completamente esclavizado por el poder del enemigo de tal modo que:

“nadie podía atarle, ni aun con cadenas; porque muchas veces había sido atado con grillos y cadenas, mas las cadenas habían sido hechas pedazos por él, y desmenuzados los grillos; y nadie le podía dominar” (S. Marcos 5:3-4).

El maníaco del parque

En el mes de agosto de 1998 fue capturado en Brasil el “maníaco del parque”, un asesino en serie que acabó con la vida de 11 mujeres después de violarlas. En las entrevistas que los periodistas le hicieron, dijo: “Había dentro de mí una persona extraña que hacía todas esas cosas. De repente comenzaba a transpirar, la cabeza me dolía y aparecía el hombre malo y perverso que hacía todas esas cosas horribles”.

La justicia brasileña está intentando descubrir si aquel hombre sufría de algún desequilibrio psicológico para poder juzgarlo, pero lo que más relevante en este momento, es el hecho que cuando el “hombre perverso” se despertaba dentro de él, nadie podía controlarlo.

Naturalmente tú y yo estamos lejos de ser asesinos en serie pero, ¿no es extraño saber que a veces hacemos cosas que nos hubiese gustado no hacer? ¿No luchamos a veces con todas nuestras fuerzas para luego descubrir que fuimos derrotados?

Una madrugada me despertó el timbre de la puerta de mi casa. Somnoliento miré por la ventana y vi la figura desesperada de un joven viciado en drogas. Transpiraba, temblaba y lloraba. “Pastor —dijo— acabo de deambular con la motocicleta por las calles de la ciudad en busca de droga; no tengo fuerzas para decir que no; sé que estoy acabando con mi vida; soy consciente de que estoy arruinando la vida de mi esposa y de mi hijo, pero no puedo, la maldita droga es más fuerte que yo, por favor ayúdeme, haga algo por mí”.

¡Qué dramática situación! Una joven vida auto destruyéndose.

Cuando estaba tranquilo prometía mil veces que no lo haría de nuevo, pero de repente se despertaba el monstruo adormecido en su interior y nadie podía detenerlo.

¿Alguna vez te sentiste cansado de luchar? ¿Ya prometiste mil veces que aquella sería la última vez y de repente te sentiste dominado por el monstruo que despierta en las cámaras del corazón?

El joven de la historia bíblica:

“siempre, de día y de no­che, andaba dando voces en los montes y en los sepulcros, e hiriéndose con piedras” (S. Marcos 5:5).

¿Puede haber un cuadro más elocuente para retratar la situación de una pobre vida esclavizada por el mal? Los sepulcros son símbolos de muerte. Es en los sepulcros donde los muertos reposan, y aquel joven dormía y anda­ba por allí. Vivía, pero estaba muerto. O sea, sobrevivía, simplemente vegetaba.

Nunca puede haber vida lejos de Jesús.

El poder, el dinero, la fama y toda la gloria que el mundo puede ofrecer sólo trae la frialdad del sepulcro, si no estás con Cristo. El sepulcro puede tener la lápida mejor trabajada del mundo, en un mármol liso y de aspecto deslumbrante, pero detrás de aquella fachada maravillosa está la putrefacción de la carne, la crueldad de la muerte y la ausencia de la vida.

Los montes son símbolos de soledad. Cuando quieres estar solo, generalmente subes al monte. El pecado, por algún motivo te convierte en un solitario, lleno de temores y miedos. Los fantasmas de tu propia conciencia te afligen de día y de noche. Puedes estar rodeado de amigos y parientes pero continúas siendo un hombre solitario. Te encierras en ti mismo por temor a ser descubierto. Y con esa actitud sufres, porque el ser humano es un ser social.

Cuando Dios creó al hombre dijo en su corazón: “No es bueno que el hombre esté solo”. No fue bueno entonces, no es bueno hoy, ni lo será jamás.

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La soledad en la que el ser humano parece querer sumergirse completamente es la vía de escape que encuentra para huir de su situación pecami­nosa. “Pero, ¿de qué soledad me habla si veo a la mayoría de las personas participando de banquetes, fiestas y picnics?”, puedes argumentar. Y es verdad.

Pretendamos que todo está bien

Los bares y clubes de las ciudades están siempre abarrotados de gente. Observa a las personas. Parece que hablan sin parar. ¿De qué hablan? ¿Cuál es el tema de conversación? ¿Superficialidades? Y por doloroso que parezca, caemos también en ese “hagamos de cuenta que todo está bien”. Pero en el fondo, vivimos escondiéndonos, subimos y bajamos nuestras montañas y vagamos en busca del verdadero sentido de la vida.

Marilyn Monroe en los Estados Unidos y Ellis Regina en Brasil, fueron dos estrellas del arte escénico, que ro­deadas de amigos y admiradores, murieron consumidas

por su propia soledad. No es este el tipo de soledad que eliges para encontrarte con Dios, como hacía Jesús que “despidiendo a la multitud subía al monte para orar y al atardecer estaba solo”. No. La soledad del pecado es algo que no escoges. Está simplemente ahí. Es abrumadora, incontrolable y cruel.

Pero el relato bíblico cuenta que un día Jesús llegó a aquellas tierras. Y Jesús, tú sabes, cambia todo. Jesús marcó el fin del capítulo triste de aquella vida y el inicio de una página en blanco. Gracias a Cristo fueron clavadas en la cruz nuestras angustias y tristezas. El murió solo para que nosotros vivamos disfrutando de su gloriosa compañía. El es el fin de una vida solitaria.

El amigo que nunca falla

En estos días de oscuridad y de tinieblas espirituales, en esta época de traición, desconfianza y soledad, ¿por qué no mirar a Jesús como la única esperanza? Él es el Amigo que nunca falla, el Hermano que comprende y el Salvador que perdona. Es hora de verlo con sus brazos abiertos en forma de cruz, esperando el regreso del hijo perdido. Es hora de contemplar sus ojos de amor dispuestos a conceder una nueva oportunidad.

Las tierras de Gadara fueron sacudidas con la presencia de Jesús. El texto bíblico dice que el joven endemoniado, al sentir la presencia del Maestro, corrió y postrado clamó:

“¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo?” (S. Marcos 5:7).

Esta es la típica reacción humana delante de la presencia perturbadora de Cristo. “No me tortures”. “No me atormentes”. Aquel hombre ya estaba acostumbrado a las persecuciones y bromas de mal gusto que le hacían. Al final de cuentas era considerado un loco, y tratado como tal. Todos los jóvenes de la ciudad le tiraban piedras y luego corrían. Pero la tortura de Jesús era diferente. Era la tortura del amor. El amor que duele pero que, por ser amor, cura. 1.1 amor que aflige pero que, por ser divino, limpia.

¿Qué tienes conmigo, Jesús?

En mis horas de meditación personal he descubierto que la presencia de Jesús también me perturba. Existe algo en todos nosotros que grita: “¿Qué tienes conmigo Jesús, Hijo del Altísimo?” Pero, ¿por qué su presencia suave y tierna perturba al ser humano?

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Por dos motivos. En primer lugar, la presencia de Jesús nos hace conscientes de nuestra miseria, y a nadie le gusta ver su realidad. Vivimos en días cuando la moda es leer libros de auto-ayuda que básicamente enseñan que existe dentro del ser humano algo bueno que debe desarrollarse. Este tipo de mensaje agrada al ego del ser humano. “Soy capaz” —se dice a sí mismo—.

Sólo necesito aprovechar la energía que existe dentro de mí”. Y de ese modo, pasamos por la vida engañando a los otros e intentando engañarnos a nosotros mismos y, a veces, repetimos tanto estos conceptos que comenzamos a creerlos. Pero algo sucede en el interior del corazón que no armoniza con nuestra mente. Da la impresión que dentro de nosotros habita un ser extraño capaz de las más horribles monstruosidades. Entonces viene Dios, y cuando él llega a nuestra vida, no hay cómo esconderse. El revela nuestros pensamientos más secretos y nuestras intenciones más íntimas y nos hace conscientes de nuestra insuficiencia y pequeñez.

El mejor jugador

Cuando era niño me consideraba el mejor jugador de fútbol de mi clase. Por lo menos, eso era lo que afirmaban mis compañeros. No podía faltar en ningún juego porque el equipo perdería sin mí. Inconscientemente comenzaba a pensar que era la mejor estrella de fútbol, hasta que al año siguiente llegó un compañero nuevo que jugaba mucho mejor que yo. Aquello me perturbó. Sentí rabia contra él. Estaba “robándome el show”. No tenía ningún motivo para quererlo porque su presencia en el equipo revelaba cuán pobre era mi juego.

Cuántas veces en mis horas con Cristo veo que su bondad revela mi maldad, su pureza muestra mi impure­za y eso me desequilibra y me perturba. Pero así son las cosas con Jesús. Llega a la vida demoliendo las ruinas mal construidas de nuestra existencia, dispuesto a re-crearnos completamente. Por eso perturba.

Perturba también porque su presencia en nuestra vida amenaza con quitarnos las cosas que más nos gustan pero que nos están destruyendo. Esta es otra de las incoherencias del ser humano, y para ilustrarlo mejor, tal vez sea bueno recordar la forma como cazan a los monos pequeños en ciertos lugares de Africa. Muertos, nadie da nada por ellos.

Los cazadores colocan nueces dentro de botellas cuya boca permite apenas la entrada de la mano del monito. Los monos logran con cierta dificultad colocar la mano dentro de la botella, pero cuando agarran la nuez, la mano aumenta de tamaño y no pueden huir. La solución del problema es simple: solamente soltar la nuez y huir. Pero estos animalitos quieren huir llevándose la fruta y eso les cuesta la libertad.

Nos gusta lo que nos esclaviza

Por simple que parezca la ilustración, nuestra vida mu­chas veces es una reproducción de esta historia. Existen cosas que nos esclavizan y arruinan la vida. Pero nos gustan. Somos conscientes del mal que provocan en nuestra expe­riencia personal y en la vida de nuestros seres más queridos, pero existe en nuestro interior algo que se aferra a ellas y no quiere soltarlas, y entonces comenzamos a inventar disculpas y justificativos para nuestros actos.

Racionalizamos, relativizamos y argumentamos. Bus­camos en la cultura de nuestros días o en los conceptos de la mayoría, el apoyo para nuestras ideas, y de repente empezamos a creer en nuestros argumentos… hasta que nos encontramos con Jesús. Allí acaban los argumentos, el racionalismo o el relativismo. Su presencia perturba porque él no discute.

El es la esencia de la verdad abso­luta. Mientras la cultura moderna enseña que la verdad es relativa, Jesús es absoluto y no necesita de argumentos para demostrarlo. Está ahí con su presencia arrasadora de argumentos y filosofías. El es el respeto en persona. Es la esencia de la libertad. No logras huir. Por eso tantas per­sonas gritan desesperadamente, ¿qué tienes conmigo Jesús, Hijo del Altísimo?

Suelta la nuez, por más atractiva y fascinante que te parezca

Muchos dicen que no creen en Jesús o demoran en acep­tarlo como el Señor y Salvador de sus vidas porque saben que no es posible servir a dos señores. Si quieres disfrutar de la paz y de la libertad que él ofrece, debes soltar la nuez, por más atractiva y fascinante que te parezca. Cuando él llega, perturba porque es una amenaza para las cosas erradas que acariciamos en la vida. Yo, en mi naturaleza humana, desearía que no me perturbase, que me dejase tranquilo con mis pequeños dioses.

Al fin de cuentas no mato, no robo, no trafico con drogas. Pago todos mis impuestos y hasta ayudo a la gente necesitada. No necesito ser “fanático, ni radical, ni cuadrado”. Existen pequeños dioses a los que me gusta servir, pero la presencia de Jesús me perturba sin decir nada y eso es incómodo para mi naturaleza humana. Tal vez por eso sea más cómodo mantener una relación a distancia y esporádica. Nada de compromiso. Un “hola” y “chao”, es suficiente.

O mejor todavía, tal vez mantener una relación haciendo cosas: doctrina, iglesia, grupo musical, etc. Relacionarse con cosas no incluye compromiso. ¿Para qué un Dios personal? Basta un dios “energía”. La energía se usa y se descarta. Las personas no. Ellas están ahí, perturbando con su presencia y con sus recuerdos. Exigiendo compromiso, en este mundo donde todo es circunstancial y transitorio.

La gran diferencia

Pero si la presencia de Jesús en la experiencia humana fuese sólo perturbadora, el Evangelio no pasaría de ser una filosofía humana. ¿De qué valdría concientizar al ser humano de su realidad terrena, pequeña y miserable? Allí está la diferencia entre todas las religiones y el cristianismo. Mientras que todas las religiones, de una u otra forma, en­señan que necesitas buscar a Dios porque eres pequeño, el cristianismo predica que es Dios quien te busca para suplir tu pequeñez y liberarte de la esclavitud, pues la presencia de Jesús es también libertadora.

Jesús te libera de tu pasado tenebroso. No importa cuán horrenda fue tu vida. ¿Tu pasado te condena? ¿Tienes no­ches de insomnio o pesadillas en tu vida por causa de los fantasmas del pasado que te atormentan? ¿No hay nada que puedas hacer para remediar las cosas de tu pasado? ¡Alégrate! Jesús murió en la cruz del Calvario para pagar el precio de tus errores y por su gracia maravillosa están perdonados tus pecados.

Pero la salvación no tiene que ver únicamente con tu pasado. También involucra el presente, y por eso la presencia de Jesús te libera de las cuerdas de esclavitud que atan tu vida. Jesús actúa hoy, en tu presente, en la persona del Espíritu Santo que llega a tu vida con poder para liberarte.

Cree en el poder libertador del Espíritu

Cuando parece que el diablo venció, puedes creer en el poder libertador del Espíritu. No existe trazo de carácter o hábito pernicioso que no pueda ser vencido por el poder del Espíritu de Dios en tu vida.

He visto personas que durante años fueron pobres es­clavas del pecado. Nadie creía que podrían ser libres algún día. Pero Jesús llegó a sus vidas. Esas personas abrieron el corazón a Jesús, recibieron el poder del Espíritu Santo y hoy son victoriosas.

Algunas personas me preguntan:

“¿Por qué continúo sintiendo ganas de pecar si ya entregué mi vida completa­mente a Jesús?” Siempre respondo lo que la Biblia afirma: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso, quien lo conocerá?” (Jeremías 17:9).

Esta es la naturaleza pecaminosa que acompañará al ser humano hasta el regreso de Cristo y aquí está la tercera dimensión de la presencia libertadora de Jesús. El abarca también el futuro cuando “esto mortal se revestirá de inmortalidad y esto corruptible, de incorruptible”. Entonces sí, la obra de salvación que fue completada en el Calvario, habrá alcanzado a los que aceptaron a Cristo, en su pasado, presente y futuro.

Delante del Señor

Cuando vayamos al cielo quiero buscar al gadareno li­berado por Cristo. Quiero presentarme ante él y abrazarlo. Cuando estemos en la tierra le diré: “prediqué muchas veces y hasta escribí acerca de tu experiencia. A veces, al contar tu historia, tuve que contener las lágrimas en el púlpito porque un día Jesús llegó también a mi vida y me liberó de mis traumas y complejos y me hizo creer en la libertad que trae la paz de Jesús al corazón”.

En aquel día también me gustaría presentártelo. Pero para que eso suceda, necesitas abrir tu corazón a Jesús, ¡ahora! ¿Quieres hacerlo?

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