¿Que nos dice María de Jesús? Haced todo lo que Él os Dijere

Cita Bíblica: Juan 2:1-25

Este capítulo nos presenta tres tipos de personajes. En la primera parte vemos a la madre de Jesús en una boda, a la que asistió también Jesús con sus discípulos. La segunda parte nos muestra a Jesús en Jerusalén y el templo hecho una casa de merca­deres. La tercera y última parte nos presenta a muchos que creyeron en Jesús viendo sus señales, pero Jesús no se fiaba de ellos.

“Haced todo lo que (Jesús) os dijere” (v. 5).

La situación difícil que se les presenta a los organizadores de esa boda era embarazo­sa, se les había terminado el vino.

La madre de Jesús preocupada por esta lamentable situación, se lo dice a Jesús, pero Jesús le muestra, llamándola mujer, que no es su relación familiar el motivo de su actuación.

virgen maria, jesús

Enterada María de esta actitud, dice a los sirvientes: “Haced todo lo que os dijere”. María todo lo deja en las manos de Jesús, y así se lo hace saber a los sirvientes. María no les indica lo que tienen que hacer, sino que hagan lo que Jesús les diga. Quiero hacer hincapié en la actitud de María, tantas veces deformada por la falacia de hombres religiosos amadores de sí mismos y sin escrúpulos para interpretar errónea­mente la Palabra de Dios. El deseo principal de la madre de Jesús es: “Haced todo lo que os dijere”. Este deseo es tan válido hoy como entonces. Todos los que pretenden dar otro protagonismo a María, al margen de lo que está escrito en la Palabra de Dios, mienten y ponen mentira en la boca de María. Ella desde ese momento no tuvo, ni tiene, nada más que decir, sólo Jesús nos puede decir lo que tenemos que hacer.

Ese era el deseo de María, todos los otros deseos o proposiciones, que le atribuyen a la madre de Jesús, son puras falacias de las mentes entenebrecidas por la dureza de los corazones.

Hasta tal punto ha llegado esa obscuridad, que hacen de María una diosa, llamándola reina de los cielos. Esto es una burla al Hacedor de cielos y tierra:

El Alto y Sublime, el que habita en la eternidad, y cuyo nombre es el Santo. (Isaías 57:15).

María, “la esclava del Señor”, como ella se autotitula, no tiene nada que ver con esos títulos pomposos y religiosos, que los hombres le otorgan envanecidos en sus mentes carnales.

Todos esos grandes prelados y hombres de su religión no hacen lo que María dice, ni lo que Jesús dice. Ya que su ruego a todo hombre es únicamente este: “Haced todo lo que El os dijere”.

Ella no tiene nada más que decir ni hacer. Esa obra sólo la puede hacer Jesús, “por­que a Éste señaló Dios el Padre” (Juan 6:27).

“No hagáis de la casa de mi Padre, casa de mercado” (v. 6).

Este capítulo nos sigue narrando que Jesús subió a Jerusalén. Allí encontró el templo hecho un mercado, con toda clase de animales, cambio de moneda etc. Nadie pone en duda que el fin de este mercado era profundamente religioso, estaban al servicio de los fieles, que de otras latitudes llegaban a Jerusalén.

Pero esas aparentes buenas intenciones no ocultan la maldad del corazón del hombre ante los ojos del Hijo de Dios; para Él era claro, que estaban haciendo de la casa de su Padre una casa de mercado.

Qué repugnantes resultan para el Cordero de Dios nuestras buenas intenciones reli­giosas. Un azote de cuerdas pone fin a esa situación: “echó fuera del templo a todos”. ¿Pero no es esto lo que ha hecho Roma, convertirse en un gran mercado de “salva­ción”, con sus títulos, privilegios, indulgencias, penitencias, bulas, ofrendas y ritos por los difuntos? Al lado de todo esto lo que Jesús vio en el templo de Jerusalén era insignificante. En el templo de Jerusalén se especulaba con animales para el sacrifi­cio según el sacerdocio de Aarón.

Pero Roma especula con el sacrificio del Hijo de Dios, “que tiene un sacerdocio inmu­table, por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por El se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:24-25).

Cristo no necesita de mediadores, porque sólo Él es el Mediador entre Dios y los hom­bres. Él vive para interceder por ellos ante el Padre, y no tiene necesidad de ningún otro.

Él se ofreció una vez para llevar los pecados de muchos; una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo. (Hebreos 9:26-28).

Lo que Roma hace con sus sacerdotes y misas es negar el único y verdadero sacrifi­cio de Cristo, al cual se llega por la fe; no por ritos y ceremonias de los hombres, que Roma destina al sacerdocio de su propio mercado de salvación, pero que nada tiene que ver con la salvación de Cristo, que es única e intransferible, que alcanzan todos aquellos, que aceptan en plena certidumbre de fe a Cristo como su único y personal Salvador.

Roma que tanto se jacta de María, sin embargo toda su actitud religiosa es una nega­ción de lo que María pidió: “haced todo lo que (Jesús) os dijere”. Roma no hace lo que Jesús dice. Su propia filosofía y teología oculta el nítido mensaje de salvación en Cristo. Roma se gloría en su propio poder, sus hombres preclaros, su aparente piedad cristiana de sus buenas obras, pero no se gloría en el sacrificio perfecto e inmutable de Cristo en la cruz, como su único y perfecto Salvador.

El católico cree justificarse por sus buenas obras bendecidas por los sacerdotes, pero no acepta la justicia de Cristo que es por la fe.

El católico piensa merecer con sus obras algo ante Dios, esto es un fatal engaño:

«Porque ningún ser humano se justificará delante de Dios por las obras de la ley” (Romanos 3:30)

Y tampoco el católico aunque se lo diga el cura, el obispo o el papa. Porque la Escritura dice:

Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso; para que seas reconocido justo en tu Palabra y tenido por puro en tu juicio. (Romanos 3:3; Salmos 51:4).

Dios es veraz y dice:

Nos hizo aceptos en el Amado (Jesucristo) en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados. (Efesios 1:5-7)

Y nos dice también:

Al que no conoció pecado (Jesús), por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él. (2 Corintios 5:21)

Dios veraz nos dice que por la fe en su gracia nos acepta en Su Hijo amado, y nos perdona todos nuestros pecados y maldades por medio de la sangre de Su Hijo en la cruz. El cargó con nues­tros pecados y Dios mismo nos viste con la justicia de Su Hijo. Para esto no hacen falta mercaderes, ni sacerdotes, ni mediadores ni mediadoras, sólo hace falta fe en el único mediador y Salvador, Jesucristo.

¡Cuánto se ha alejado Roma de la verdad de Dios en Su Hijo, Jesucristo!

¿Pero, yo me pregunto, dónde están también esas otras iglesias, que se estrechan en un abrazo ecuménico con Roma? Ya que la Palabra de Dios nos pregunta:

¿Qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Qué comunión la luz con las tinie­blas?. (2 Corintios 6:14)

¿Puede haber compañerismo entre la justicia que es de Dios por la fe (a la que aspira todo cristiano reformado), y la “injusticia” de las propias obras por las cuales Roma conduce a sus fieles?

¿Puede darse comunión alguna entre la Luz que emana de las Escrituras (en la que la Reforma tiene su rostro), y las “tinieblas” que emanan de la filosofía y teología con­sensuada en los concilios de la Iglesia Católica?

Si Cristo levantase hoy en su mano el azote de cuerdas, ¿cuántos quedarían dentro de muchas iglesias que andan en compañerismo y comunión con Roma?

En el templo de Jerusalén echó fuera a todos, unos por mercaderes y otros por per­mitirlo, todos fuera: “No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado”.

La salvación en Cristo no es un mensaje ético-moral

Roma y todas aquellas iglesias que la complacen, hacen de la salvación de Cristo un mercado especulativo sobre la posibilidad de salvación por las propias obras.

Roma no es portadora del mensaje de salvación de Dios en Cristo Jesús por medio de la fe en el sacrificio de la Cruz.

Roma es portadora de un mensaje ético-moral de confusión. Cuando Jesús levantó el azote de cuerdas contra aquellos mercaderes, los judíos le preguntaron: ¿qué señal nos muestras ya que haces esto?

Jesús les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (v. 18-19).

Los judíos se asombran porque su templo había sido edificado durante cuarenta y seis años. Se sentían orgullosos y seguros de su templo, pero Jesús les habla del templo de su cuerpo, de su muerte y resurrección. La única que tenía valor para el judío y para el gentil.

Roma también está segura y orgullosa de su pirámide de poder, de tantos años de his­toria. Pero eso no le da derecho alguno a ser el templo del Señor, porque esto sólo está reservado para aquellos que aceptan la muerte y la resurrección de Cristo personal­mente. A estos se les cerciora interrogativamente:

“¿No sabéis que sois el templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16).

Este era el tem­plo que el Padre de nuestro Señor Jesucristo quería que Su Hijo levantase con su muerte y resurrección en cada hombre o mujer, que por la fe aceptan el perdón de los pecados en Su sangre. Porque los adoradores que busca el Padre son en Espíritu y Verdad, para eso nos ha dado el Espíritu de Su Hijo. Y el único que levanta este tem­plo es Jesucristo. El hombre sólo puede levantar templos de piedra o de otros materia­les, embellecidos con sus propias fantasías, envueltos en un ambiente de futuro y de misterio con sus ritos, ceremonias y rezos de largas oraciones.

“Jesús mismo no se fiaba de ellos, pues Él sabía lo que había en el hombre” (v. 24-25).

Pero al llegar al caso concreto que somos tú y yo, debemos de tener muy en cuenta, que el Señor Jesús de muchos de los que creyeron en su nombre:

“no se fiaba de ellos, porque conocía a todos…, pues Él sabía lo que había en el hombre” (v. 23-25).

Para el Señor, que es la Luz, nada de nuestro corazón está oculto. Si tú te acercas a Él, hazlo con corazón sincero, y si algo no está claro en ti, Él te lo mostrará.

Este pasaje nos dice que Jesús no se fiaba de aquellos, que habían creído en su nom­bre, “viendo las señales que El hacía”.

Eso puede suceder, que uno acepte todos los milagros que el Señor hizo, incluso el hecho de su muerte y resurrección, y sin embargo no aceptas a Cristo Jesús en tu cora­zón como tu personal Salvador; Quien te limpia de pecado con Su propia sangre derramada en la Cruz. Y a la vez te unge con su Espíritu, para que no vivas más según la carne, sino conforme al Espíritu (Romanos 8:9).

Hará de ti una nueva criatura en El, con el mismo poder con el que transformó el agua en un buen vino. Así sucede en el que le acepta personalmente. Cambia tu viejo hom­bre que vivía conforme a la carne, por el nuevo hombre “creado según Dios en justi­cia y santidad de verdad” (Efesios 4:24).

Pero todo esto es obra del poder de Dios mediante la fe en Su Hijo. No es obra de hombres.

Fíate de Cristo y verás que El es fiel en su Palabra. Porque “Él es el testigo fiel y ver­dadero, el principio de la creación de Dios” (Apocalipsis 3:14).

¿Te gustaría anunciar tu empresa aquí? Leer más

¿Qué opinas? Únete a la Discusión