Las Dimensiones del Peregrinaje – Estudio

Espiritualidad y praxis de la fe

La vida en el Espíritu es un peregrinaje de fe en el Dios trino, un viaje de toda la vida con la esperanza puesta en la gloria del reino de Dios. La esperanza es un producto de la fe que a su vez se expresa con un involucramiento concreto. La espiritualidad es una expresión práctica del peregrinaje, la praxis, o compromiso reflexivo, de la fe. Como tal, es multidimensional. En la segunda parte de este trabajo, afi­naré la puntería en tres de tales dimensiones.

Discipulado

Una de las dimensiones del peregrinaje es el discipulado. La vida en el Espíritu es, sobre todo, seguir al Cristo Pneu­mático. Todo el que se acerca a la fe viene como un aprendiz o un seguidor de Cristo en su marcha hacia la consumación del reino de Dios. El patrón de este peregrinaje se encuentra en los Evangelios. El llamado a ser discípulos nos llega luego de la resurrección, mediado por el llamamiento y formación de los doce apósteles antes de la Pascua. Sólo puede enten­derse lo que significa ser un discípulo en nuestra propia vida a partir del modelo que se da allí.

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En los Evangelios, seguir a Jesús significa por lo menos tres cosas: (1) compromiso con él y sus maneras de proceder, (2) obediencia a su Palabra, y (3) participación en su misión. Estos son los ingredientes principales del discipulado en todas partes y en todo tiempo.

Seguir al Cristo resucitado requiere confianza incondi­cional en él y el rechazo de los dioses terrenales. La fe en él no es cosa que uno elija por su propia cuenta. Es el Espíritu quien toma la iniciativa y nos hace tomar conciencia de lo que Cristo se atribuye y de su compromiso con nuestro bienestar. Por lo tanto, seguirlo es aceptar la invitación del Espíritu a entrar en comunión con él y dar nuestra lealtad a su causa.

Compromiso con Cristo significa obediencia a su Palabra.

La Palabra de Cristo nos viene por medio del Evangelio, y nos la apropiamos en la comunidad de fe. Las Escrituras deben ser leídas contextualmente y oídas en espíritu de oración en la comunidad de fe. Deben tenerse como fuente de referencia autorizada para todos los asuntos relativos a la fe y la práctica cristianas.

El compromiso y la obediencia se prueban en la misión. Seguir a Cristo y escuchar su palabra no es sólo un viaje de toda la vida sino un peregrinaje por el desierto de la vida, «fuera del campamento» (He 13:13), donde él murió. El dis­cipulado involucra sacrificio, un testimonio hasta la muerte. Implica identificación personal con el sufrimiento de Cristo y solidaridad con los sufrimientos de mujeres y hombres en todas partes; requiere morir a las ambiciones personales y una disposición a soportar sus cargas por causa de Cristo. Es una empresa que recibe poder del Señor resucitado. Los creyentes no deben sentirse abrumados por el costo de la misión cristiana ni por la gran cantidad de barreras que deben cruzar, ya que Cristo los ha liberado para participar en su misión, que está en marcha, de transformar el mundo y liberarlo del poder del pecado y la muerte.

El discipulado cristiano está puesto a prueba, hoy día, en el altar de la vida en el Mundo de los Dos Tercios. Este espacio histórico se ha convertido repentinamente en un Gólgota. Los cristianos se ven forzados a mantenerse firmes en su compromiso y obedecer a la Palabra de Dios o a negar su fe cuando se ven confrontados con la realidad sórdida de la opresión, la injusticia, la pobreza, la represión y la per­secución. En América Latina, por ejemplo, un grupo bastante grande de creyentes, incluyendo pastores, curas, religiosos y laicos, se han preparado para sufrir persecución y muerte antes que sobrevivir acomodándose al medio y renegando de la causa de la justicia. La autenticidad de la fe se mide con la medida del martirio, como dijo Jesús a sus discípulos:

«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará» (Mt 16:24b-25).

Vivir en el Espíritu de Cristo en el Mundo de los Dos Tercios hoy en día significa correr el riesgo de ser perseguido, vejado y asesinado. Ya sea en países como Nepal, donde ser un creyente confesante lleva a no ser considerado como persona, a no tener identidad reconocida ni derecho alguno; o en Corea del Sur, África del Sur o América del Sur, donde los líderes cristianos que se han identificado con el sufri­miento de los miles de personas a quienes se les niegan sus derechos humanos básicos, han pagado esa actitud con el encarcelamiento, el exilio o simplemente la muerte. El dis­cipulado en esas tierras es una empresa difícil, riesgosa y de gran costo.

Diálogo

La vida en el Espíritu no es sólo un seguimiento costoso sino también un caminar con actitud de apertura hacia los demás. Los creyentes han sido liberados para vivir parar otros. Esto significa vivir como parte de la comunidad hu­mana compartiendo sus luchas, temores y anhelos. En gran medida implica estar abierto al diálogo con gente de otras tradiciones religiosas.

El diálogo es una actitud de respeto y sensibilidad hacia otros que piensan de manera diferente o tienen otras convic­ciones. Es un compartir y escucharse mutuamente desde lo profundo del compromiso propio. Es la participación en una comunicación interreligiosa basada en las experiencias de nuestra común humanidad, y la conciencia de la presencia de lo Santo en y por medio de nuestra existencia planetaria. Como por ser cristianos vivimos tanto por el poder del Espíritu Creador como de Espíritu Redentor, no deberíamos tener temor de exponernos al testimonio de cualquier per­sona de buena voluntad, al don y los desafíos de la vida y a su fuente y su dinámica. De hecho, reconocemos que la vida eterna revelada en Jesús proviene del Dios creador (Stg 1:17), que hizo que estuviera disponible para toda la humanidad de muchas y diversas maneras (Ro 1:19-21; 2:12-16).

El diálogo es, por lo tanto, una experiencia de testimonio en dos direcciones. Desde la perspectiva cristiana, comienza en silencio, con una actitud de escuchar a otros y al Otro que a menudo está escondido tras nuestro prójimo. Sólo pode­mos hablar si escuchamos, sólo podemos compartir si nos hacemos vulnerables, sólo podemos dar testimonio de Jesu­cristo como vida y luz del mundo (Jn 1:4) si servimos. No tenemos el testimonio de nuestro prójimo acerca de su expe­riencia de Dios porque servimos al Dios que desde tiempo antiguo «obra salvación en medio de la tierra» (Sal 74:12). Las Escrituras dan testimonio del hecho de que lo que conocemos de Dios es apenas un mínimo que permite nuestra salvación, pero que hay mucho más que debemos aprender. El libro de Isaías apunta al día en que «habrá una calzada de Egipto a Asiría, y asirios entrarán en Egipto, y egipcios en Asiria; y los egipcios servirán con los asirios a Jehová. En aquel tiempo Israel será la tercera nación con Egipto y Asiria para ben­dición en medio de la tierra; porque Jehová de los ejércitos los bendecirá diciendo ‘Bendito el pueblo mío Egipto, y el asirio obra de mis manos, e Israel mi heredad’ (Is 19:23-25). Ya sea que la visión se refiera a la conversión de todas las naciones al Dios de Israel o, lo que es más probable, a la conversión de Israel y las otras naciones al Dios viviente que es el fundamento de todo ser, de quien da testimonio la conciencia religiosa y es tanto el juez de todas las religiones como la satisfacción de sus aspiraciones más profundas, el hecho que permanece es que la salvación está en manos de Dios y la iglesia es testigo de la porción de la verdad de Dios que ha recibido. Aun nuestro conocimiento de Cristo es fragmentario porque, tal como leemos en Apocalipsis, tiene «un nombre escrito que ninguno conoce sino él mismo» (Ap 19:12). Nuestro conocimiento de Cristo no es una posesión personal sino un anticipo de su identidad cabal. Debemos ser humildes y abiertos porque es posible que haya cosas de él que aprender del testimonio de otros. Por lo tanto, coincido con Reilly en que una espiritualidad basada en la Misión del Dios trino y uno «no puede dejar de reconocer que la iglesia no es mayor que Dios y que la misión de la iglesia, aunque es la participación explícita de la comunidad histórica en la Misión de Dios, no es coextensiva con esta».

Discernimiento

La vida en el Espíritu no sólo involucra un caminar en actitud de apertura y diálogo con gente de buena voluntad de otras tradiciones religiosas en cualquier parte, sino que también requiere discernimiento espiritual. No debemos ol­vidar la advertencia de las Escrituras: «Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios…» (1 Jn 4:1). Hay espíritus buenos y espíritus malos, fuerzas creati­vas y fuerzas destructivas, movimientos que afirman la vida y otros que la niegan. En el contexto del diálogo interreligioso esto significa, por lo menos, que debemos evaluar todas las verdades religiosas a la luz de la revelación que hemos recibido en Cristo. Damos testimonio del hecho de que en Jesús el Mesías, Dios actuó decisivamente una vez y para siempre por el poder del Espíritu Santo para redimir al mundo del pecado y de la muerte. Cualquier verdad sal­vadora que pueda haber en otras tradiciones religiosas no puede contradecir ni substituir el significado salvador del hecho de Cristo. Por eso el apóstol Juan nos dice que «todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del anticristo…» (1 Jn 4:2-4). El hecho fundamental de la encarnación es, sin embargo, que el Hijo de Dios tomó sobre sí no sólo la identi­dad de cada ser humano, sino especialmente la de los que entre nosotros son inferiores: los pobres, los débiles y los oprimidos. En Jesús apareció el Hijo de Dios identificado inequívocamente como el Dios de los pobres y los descas­tados que viene a liberar, sanar y reconciliar un mundo alienado y teñido de muerte. Cualquier espíritu que no afir­ma esta verdad no es el Espíritu de Cristo.

Es interesante notar que la pregunta teológica fundamen­tal para la gente que vive en la periferia de la sociedad es: ¿Tiene la religión, como fenómeno humano, y cada fe en particular, una palabra de liberación para su situación con­creta? Desde la perspectiva de la fe cristiana la respuesta es afirmativa, pero la iglesia en su actividad misionera no siem­pre ha estado a la altura de esa verdad ni la ha sostenido con suficiente firmeza. El resultado ha sido una espiritualidad alienante y negadora de la vida en lugar de una espirituali­dad liberadora y vivificante. A menudo ha sido una traición al evangelio y a su misión transformadora. Una espirituali­dad que discierne permite a la iglesia distinguir entre el Espíritu de verdad y el espíritu de engaño, entre el Dios viviente y los ídolos de la muerte, entre el Cristo y el anti­cristo y entre el poder salvador del evangelio y las afirmacio­nes ilusorias de las estrategias de salvación humanas. El discernimiento espiritual es necesario para un discipulado auténtico y una relación madura de diálogo con los que nos rodean. El discernimiento es un don para aquellos que andan según el Espíritu en contemplación yen obediencia, en silen­cio y en oración, en la soledad del alma y en la comunidad de los fieles.

Vivir en el Espíritu es sentir alegría cuando todo lo que nos rodea se ve triste, tener esperanza cuando parece que no hay nada que esperar, ser como niños en un mundo sofisticado y ansioso. Sobre todo, es poder cantar canciones nuevas al Señor aunque uno viva en tierra extraña. 

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