¿Eres Cristiano si no tienes el Espíritu de Cristo? – Estudio

Cita Bíblica: Juan 14:16-31

Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, por­que no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vos­otros, y está en vosotros. Juan 14:16-17

Introducción

El Señor Jesús, una vez confirmada su partida a la casa del Padre, quiere animar a sus discípulos con el anuncio de la llegada del Espíritu de verdad. Hasta ahora Jesús mismo había sido la gran esperanza consoladora de sus discípulos. Por eso Él les habla de que el Padre “os dará otro consolador”.

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En griego está escrito: “Paracletos”, que podemos traducir por abogado, intercesor, defensor, consolador, llamado en auxilio. Todas estas acepciones encierra la palabra “Paracletos”. Este otro consolador no es ni más ni menos que el Espíritu Santo. Hasta este momento los discípulos habían convivido y estado con el Señor Jesús, a partir de ahora perderían su presencia física y no podrían utilizar más sus ojos para verle cami­nar, hablar, exhortar y hacer muchos milagros. El tiempo de caminar con Jesús por vista concluía, esperando el día en que ellos mismos también sean transformados se­mejantes al cuerpo de la gloria de Cristo (Filipenses 3:20-21).

Se acercaba el tiempo de “andar por fe”, como dice Pablo: “Por fe andamos no por vista” (2 Corintios 5:7).

Aquí es donde tiene su función consoladora, auxiliadora, defensora y exhortadora el Espíritu Santo. Lo que los discípulos habían visto con los ojos de la carne, sin apenas entender nada, el Espíritu que “morará con ellos y estará en ellos”, les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que Jesús les había dicho.

Si real y cierta fue para los discípulos la presencia física de Jesús al decir:

“Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos” (1 Juan 1:1).

No menos real y cierta es la presencia del Espíritu, que mora y está en todo aquel que acepta a Jesús como su único y perfecto Salvador. Como dice la Escritura:

“A fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu Santo” (Gálatas 3:14), “el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:6) “¿No sabéis, pues, que sois el templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16).

Los discípulos gozaron de la presencia física de Jesús entre ellos, como luego de la presencia espiritual del Espíritu que moraba y estaba en ellos por la fe.

Los discípulos fueron testigos privilegiados de convivir con Jesús en los días de Su carne, pero el Espíritu de verdad no estaba más en los discípulos que en los que hoy somos de la fe de Jesucristo, ya que la Escritura dice:

“Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús… Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo” (Gálatas 3:26; 4:6).

Jesús promete a los suyos que el Consolador estará con ellos para siempre, y le cono­cerán porque mora en ellos y estará en ellos.

Por eso la vida del creyente es totalmente falsa, cuando no está habitada por el Es­píritu de verdad. Es un sin sentido decirse creyente y no conocer al Espíritu. Pablo también preguntaba a los Corintios: “¿No sabéis…que el Espíritu de Dios mora en vosotros?

Tan contundente es el apóstol en la certeza de la presencia del Espíritu, en el que es de la fe de Jesucristo, que concluye:

“Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de El” (Romanos 8:9).

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Esta contundencia demuestra la cer­teza de la promesa, que hizo Jesús a sus discípulos, comprobada en el vivir de cada día, no según la carne, sino según el Espíritu.

Muchos se sentirán sorprendidos por la realidad de tal promesa, y no atinarán a ser portadores de esa promesa, porque no andan por fe, sino por vista. Así no pueden reci­bir al Espíritu de verdad, lo mismo que le sucede al mundo, porque no le ve, ni le conoce. No le ve porque anda por vista en los deseos de los ojos: y no le conoce por­que vive conforme a la carne.

Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque Yo vivo, vosotros también viviréis. En aquel día vosotros conoceréis que Yo estoy en mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros. Juan 14:19-20

Cuando los llamados cristianos, no vivimos en espíritu, estamos negando que Cristo vive; ya que Jesús dice:

“porque Yo vivo, vosotros también viviréis”.

De ahí que lo específico del creyente en Cristo no sean normas o doctrinas, sino la propia vida de Cristo en ellos. Esto lo verá todo el que cree en el Hijo de Dios viviente. Por eso dice a sus discípulos: “vosotros me veréis”.

Quizás alguno se haga la misma pregunta que Felipe: “ver a Jesús, eso me bastaría”. Y la respuesta de Jesús también es la misma para ti: ¿No crees que Yo estoy en ti y tú en Mí?

Pablo hace esta misma pregunta a los Corintios:

“Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros?” (2 Corintios 13:5).

Jesús había dicho a sus discípulos:

“El que come mi carne y bebe mi sangre, en Mí permanece y Yo en él. Como me envió mi Padre viviente y Yo vivo por el Padre, asi­mismo el que me come, él también vivirá por Mí” (Juan 6:56-57).

Esta presencia de Jesús es algo esencial en el creyente que vive por fe. Y jamás lo debemos cambiar por unas cuantas normas o leyes religiosas, ya que en ese caso esta­ríamos muertos bajo la ley, y no viviríamos por el Espíritu. La mayor parte de los lla­mados cristianos viven sin conocer esa manifestación de Jesús en su propia vida. Ya que Jesús dice: “Me manifestaré a él” (v. 21). ¿Y quién es ese él?: Todo el que guar­da Su Palabra, diciendo en plena certidumbre de fe: hágase en mí según tú Palabra.

Este es el que tiene el amor de Dios en su corazón, pues “el que persevera en la doc­trina de Cristo, ése sí tiene al Padre y al Hijo” (2 Juan 9).

Además del día a día en que Cristo se manifiesta en nuestra vida como resucitado, hay otro día señalado por el Padre en el que el Hijo del Hombre vendrá en las nubes con gran poder y gloria,… y juntará a sus escogidos de los cuatro vientos, desde el extre­mo de la tierra hasta el extremo del cielo” (Marcos 13:26-27).

Mientras ese día llega, tenemos la vivencia diaria de la presencia de Jesús en nosotros por Su Espíritu, porque “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él. Pero si Cristo está en vosotros…” (Romanos 8:9-10).

Jesús hace saber a sus discípulos que el amor hacia Él y la permanencia en Él están asentados sobre la base de guardar Su Palabra. Por eso no es cierto un amor y una per­manencia en Jesús sin una total fidelidad a la Palabra de Dios. Esto lo confirma Jesús con las siguientes palabras:

El que me ama, mi Palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. Juan 14:23

Si pretendemos comprender esta inmensa revelación de Jesús con nuestra mente na­tural, es algo imposible, porque:

“el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).

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Solo el Espíritu, como Maestro de la verdad, nos hace saber lo que Dios nos ha concedido, y no hablamos con palabras de sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu (1 Corintios 2:13). En esto se cumple la promesa del Señor Jesús:

“El Espíritu os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que Yo os he dicho” (v. 26).

La paz os dejo, mi paz os doy; Yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo. Juan 14:27

Ese saludo común entre los ciudadanos de su pueblo, los discípulos lo conocían y lo practicaban, pero eso no cambiaba en nada sus propias vidas. Sin embargo la paz que Jesús da, cambia radicalmente la vida de las personas.

Jesús nos da esa paz a través de su sacrificio en la cruz, reconciliándonos con Dios. Por eso “Él es nuestra paz” (Efesios 2:14). Así se dio cumplimiento a lo dicho por el profeta Isaías:

“El castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).

Esta paz es totalmente diferente a la que da el mundo, ya que con la paz del mundo el hombre va de mal en peor, enredado en sus estériles formulismos. Pero la paz de Cristo nace de la misma justicia de Dios, por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en Él.

Así también podemos decir con Pablo:

“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).

Jesús nos da la paz, y está rubricada con Su propia sangre, para que todo aquel que es de la fe de Jesucristo, jamás tenga miedo: ¡porque nada ni nadie podrá romper esa paz con Dios firmada en la cruz del Gólgota!

En esta seguridad podemos aceptar con firmeza lo que el Maestro nos dice:

“No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (v. 27).

El mismo Espíritu nos convence de todo esto, y nos garantiza con su presencia que la Palabra de Dios se cumple en nosotros, si de verdad permanecemos en la fe de nues­tro Señor Jesucristo.

Jesús demostró que amaba al Padre, haciendo todo lo que le mandó (v. 31). Demostremos nosotros también que amamos a Jesús, haciendo lo que él nos manda, esto es: ¡PERMANECER EN SU PALABRA!

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