El Evangelio, el Mundo y la Iglesia – Estudio

La iglesia, en su confrontación con el mundo, tiene sólo dos alternativas: o limitar su acción al aspecto religioso de la vida, satisfecha con un cristianismo que asimila los valores de la cultura y se adapta al mundo, negando el evangelio; o concebirse como una comunidad para la cual no hay más que un solo Dios, el Padre, y un solo Señor, Jesucristo, y con­secuentemente entrar en conflicto con el mundo.

El mundo como sistema del mal organizado contra Dios impone a los hombres un estilo de vida que es una esclavitud a los principados y potestades espirituales. No puede tolerar la presencia de valores y criterios que desafían su condi­cionamiento. Su influencia es tan sutil que puede percibirse aún en relación con esa dimensión de la vida en la cual los hombres se creen más libres: la religión.

 

El evangelio es la buena noticia del triunfo de Jesucristo sobre los poderes del mal. El Salvador, cuya muerte expió el pecado, es también el Señor que «al morir en la cruz venció a las autoridades y poderes espirituales, y los humilló públi­camente, llevándolos como prisioneros en su desfile victo­rioso» (Col 2:15, V.P.). Su salvación es liberación no sólo de las consecuencias sino también del poder del pecado. Tiene que ver tanto con la reconciliación del hombre con Dios como con una reestructuración total de la vida según el modelo del nuevo hombre provisto en Jesucristo. En otras palabras, lo que el evangelio ofrece no es sólo una experiencia religiosa sino una nueva creación, un nuevo estilo de vida bajo el dominio de Dios.

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La iglesia está llamada a encarnar el reino de Dios en medio de los reinos de este mundo. El evangelio no le deja otra alternativa. La fidelidad al evangelio tiene como con­comitante el conflicto con el mundo. ¿Cómo puede la iglesia resistir el condicionamiento del mundo sin que su resistencia la envuelva en conflictos con los poderes de destrucción? Basta tomar en cuenta el origen y la historia de la iglesia para descartar toda posibilidad de que la iglesia pueda evitar el camino de la cruz; la iglesia deriva su significado de su conexión con Jesucristo, el Siervo sufriente cuyo rechazo del establishment de su tiempo lo llevó a la muerte. Según el apóstol Pablo, «los gobernantes de este mundo» —las fuerzas del mal— fueron los que crucificaron al Señor. A partir de entonces, el camino de la iglesia está marcado por la cruz. Y Martin Luther King tenía razón cuando decía que «si la iglesia de Jesucristo ha de recobrar su poder, su mensaje y su sonido de autenticidad, tendrá que conformarse a las deman­das del evangelio exclusivamente».

El conflicto es inevitable cuando la iglesia toma en serio el evangelio. Esto es tan cierto hoy en la sociedad de consumo como lo fue en el primer siglo. Desde la perspectiva del evangelio la cuestión no es que el hombre abra espacio en su horario —un horario saturado de actividades seculares— para «cumplir con Dios», para dedicar unas horas por semana a la religión y hacerse así acreedor a la paz interior y la prosperi­dad material que la religión provee. La cuestión es que sea liberado de la esclavitud a los poderes de destrucción e integrado al propósito de Dios de colocar todas las cosas bajo el mando de Jesucristo, a una nueva creación que se hace visible en la comunidad que modela su vida en el Segundo Adán. Cuando, en su afán por evitar el conflicto, la iglesia se acomoda al espíritu de la época, pierde la dimensión profética de su misión y se convierte en guardiana del statu quo. Es sal que ha perdido su sabor. Y consecuentemente se hace acreedora a la crítica ejemplificada por Pierre Burton:

La iglesia ha olvidado que el cristianismo comenzó como una religión revolucionaria cuyos seguidores adoptaron valores enteramente distintos de aquellos que prevalecían en la sociedad en general. Esos valores originales todavía están en con­flicto con los de la sociedad contemporánea. Sin embargo, la religión hoy se ha convertido en una fuerza tan conservadora como la fuerza con la cual los cristianos primitivos estaban en conflicto.

La sociedad de consumo ha impuesto un estilo de vida que hace de la propiedad privada un derecho absoluto y coloca el dinero por encima del hombre y la producción por encima de la naturaleza. Esta es la forma que hoy toma «este mundo malo», el sistema en el cual la vida humana ha sido organi­zada por los poderes de destrucción. El peligro de la mundanalidad es éste: el peligro de un acomodamiento a las formas de este mundo malo con todo su materialismo, su obsesión por el éxito individual, su egoísmo enceguecedor.

Jesucristo murió por nuestros pecados para liberarnos de este sistema de alienación de Dios. Su encarnación y su cruz son las normas de la vida y la misión de la iglesia. Su victoria es la base de la esperanza en medio del conflicto. La exhor­tación paulina tiene tanta vigencia hoy como cuando se hizo originalmente:

Así que, hermanos míos, les ruego por la miseri­cordia de Dios que se entreguen ustedes mismos como ofrenda viva, consagrada y agradable a Dios. Este es el culto espiritual que deben ofrecer. No vivan ya de acuerdo con las reglas de este mundo; al contrario, cambien de pensamientos para que así sea cambiada toda su vida. Así lle­garán a saber cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, y lo que es perfecto. (Ro 12:1-2, V.P.).

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