El Fracaso del Hombre – Estudio

Adán y Eva fueron sometidos a una prueba de obediencia. Al mandato cultural se agrega el mandato moral. La prueba sugiere que ellos tenían la capacidad de hacer una decisión de tipo moral. Dios no los había creado como si fueran autómatas o robots. Tenían inteligencia, sensibilidad, voluntad, y el Creador les dio la oportunidad de escoger si serían obedientes o desobe­dientes a la voluntad divina. En el ejercicio de su sobe­ranía, Dios les permitió la libertad de hacer una decisión trascendental. En esta libertad estriba también la digni­dad del ser humano.

Aún en nuestros días, Dios trata al hombre en un plano de libertad que El mismo ha dispuesto concederle. No olvidemos esta realidad cuando prediquemos el Evangelio. Nuestros oyentes son seres creados a la ima­gen y semejanza de Dios, formados como seres espirituales y corpóreos, estigmatizados ya por el pecado, pero poseedores todavía de facultades para escuchar la Palabra de Dios. El Creador no trató de manipular a Adán y Eva, pasando por encima de las facultades que El mismo les había dado. Fue la serpiente la que los manipuló y engañó.

hombre, triste, fracasoLa tentación fue sutil y poderosa. Adán y Eva no pudieron resistirla, y cayeron de su elevada posición de dignidad al abismo de miseria espiritual y moral. Eran virreyes y se convirtieron en súbditos; eran señores y llegaron a ser esclavos. Fundamentalmente, su pecado fue la desobediencia (Rom. 5:19) y los resultados fueron desastrosos para sí mismos, para su descendencia (el género humano) y para toda la creación. Pudiera decirse que aquel pecado repercutió en los cielos y corrió como una avalancha destructora por toda la tierra. Estamos aquí ante el origen del pecado que maldijo a la humani­dad entera (Rom. 5:12-21), y que hizo necesaria la muerte de Cristo en la cruz. Esta es otra de las grandes bases antiguo testamentarias de la evangelización.

El pecado trajo graves e inmediatas consecuencias a la primera pareja. No perdieron la imagen de Dios (Gn. 5:1; 9:6; Stg. 3:9), pero ésta quedo seriamente afectada por el pecado. Estaban ya sujetos, además, al temor de la muerte. El Señor había dicho: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieras, ciertamente morirás» (Gn. 2:17). No murieron físicamente en aquel día, aunque algunos teólo­gos han dicho que Adán y Eva comenzaron a morir de esa manera, porque en sus cuerpos existía ya la simiente de la muerte. En las Escrituras, la muerte es fundamen­talmente separación. La muerte física es la separación entre la parte inmaterial y la parte material del ser humano. Pero hay otras clases de muerte, otras formas de separación que trae el pecado.

Al momento de pecar, Adán y Eva se sintieron separados de Dios. Estaban vivos para el mundo y el pecado, pero muertos para Dios, separados de El por el abismo del pecado. Habían caído en ese profundo abis­mo. Por eso los manuales de teología suelen hablar de la caída del hombre en el pecado. Aquello fue en verdad una caída; descenso no ascenso; degradación, no evolu­ción espiritual y moral. Era un estado de muerte espiri­tual. La muerte de qué habla San Pablo en su carta a los Efesios: «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados» (Ef. 2:1).

El pecado produjo separación entre Adán y Eva. Cuando desobedecieron la voluntad divina, dejó de rei­nar la paz en su hogar. Adán culpó a su esposa por el fracaso en que habían caído (Gn. 3:12). Fue el primer conflicto matrimonial en la historia; primero en una larga serie que no llega a su fin. De ello son muy cons­cientes los pastores y los evangelistas en sus esfuerzos por comunicar la Palabra de Dios a nuestro pueblo latinoamericano. La evangelización integral nos llama a tener muy en cuenta las necesidades de esposos y espo­sas, y de todo el grupo familiar. Pero nunca debemos pasar por alto que estamos tratando con seres humanos que, como nosotros, tienen tanto la imagen de Dios como el estigma del pecado, el cual puede manifestarse de una manera vi otra en todo ser humano. Bienvenidos los estudios científicos que nos ayuden a entender mejor a nuestros semejantes y a desempeñar con mayor eficien­cia nuestra labor evangelizadora y pastoral, toda vez que no olvidemos que nuestra lucha no es «contra carne y sangre», y que la naturaleza humana por tener la marca del pecado se inclina fácilmente al mal.

El pecado produce separación entre los seres huma­nos. Alejado de Dios, el hombre no puede tener la paz verdadera con sus semejantes. Desde que Caín mató a su hermano Abel, las luchas fratricidas se han multipli­cado sobre la faz de la tierra. Nuestra historia está escrita con la sangre vertida en la perenne lucha del hombre contra el hombre. Los conflictos son personales, internacionales y sociales. De estos últimos nos habla también el Antiguo Testamento.

Los profetas denuncian, por ejemplo, la injusticia que prevalecía en el pueblo escogido de Dios, especial­mente cuando la nación se hallaba en decadencia espiri­tual y moral.

«No hay quien clame por la justicia», dice el profeta Isaías (59:4), y agrega «esperamos justicia y no la hay» (59:11).

Con toda claridad aquellos portavoces del Altísimo le dicen al pueblo que por encima de todas las cosas Dios quiere que resplandezca la justicia. El profeta Miqueas exclama:

«Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti; solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios» (6:8).

Esta es la respuesta a las siguientes preguntas:

«¿Con qué me presentaré ante Jehová y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? (6:6-7).

En el Antiguo Testamento la justicia tiene que ver especialmente con las relaciones humanas. Hay pecado personal y hay pecado social, es decir, el pecado de un grupo (o clase) contra otro en la sociedad. Los profetas no se especializan en condenar solamente los pecados personales; no atacan tan sólo los pecados contra el culto o las ceremonias; denuncian también la injusticia come­tida contra el prójimo, contra el justo, o sea el pobre en espíritu, y contra el que es pobre por carecer de los medios de subsistencia material. Hablando del ayuno, por medio del profeta Isaías, el Señor dice:

«¿No es más bien el ayuno que yo escogí, desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los quebrantados, y que rompáis todo yugo? ¿No es que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes albergues en casa; que cuando veas al desnudo, lo cubras, y no te escondas de tu hermano? (Is. 58:6-7).

Si mensajes como éstos se incorporaron en el Anti­guo Testamento, si el Antiguo Testamento ha sido entregado también a la iglesia, alguna aplicación deben tener a nuestra situación, en la que también impera el pecado social. La evangelización integral, como la de Pablo en la carta a los Romanos (caps. 1-3), no cierra los ojos ante la realidad en que la iglesia tiene que cumplir su misión.

Por supuesto, el mensajero del Señor debe llegar en su análisis del problema social de nuestro tiempo a niveles más profundos que los señalados frecuentemen­te por las ciencias políticas y sociales. Estas ciencias son dignas de atento y diligente estudio; su aporte al análisis concienzudo de la realidad latinoamericana debe apro­vecharse al máximo. Pero no puede negarse que las investigaciones sociológicas modernas suelen limitarse a las causas económicas y políticas de nuestra problemá­tica social. El mensaje de las Escrituras desciende a los estratos más hondos del problema para señalar el peca­do que se anida en el corazón humano.

Aún cuando el pecado se manifiesta en estructuras sociales injustas, sus raíces se hallan en la interioridad del hombre. Es posible sugerir que todo pecado social presupone un pecado personal.

Si mantenemos esta óptica bíblica, no seremos fácil presa de una ideología –de cualquier posición política que sea— en el cumplimiento de nuestro ministerio. Por el contrario, seremos fieles mensajeros del Señor en nuestra postura bíblica ante los males de nuestro tiem­po. Señalar el pecado como la causa fundamental de los problemas sociales, no significa de manera alguna el hacer una abstracción de la injusticia de los atropellos a la dignidad humana. Sin mencionar el problema no podremos discutir inteligentemente sus causas. Pero nuestro mensaje no debe ser instrumentalizado por una ideología, por intereses ajenos al Reino de Dios. Que El nos ayude, en esta hora difícil que nos ha tocado vivir en nuestro continente, a mantenernos en el camino del auténtico discipulado cristiano, en fidelidad estricta a la palabra escrita de Dios.

Otra consecuencia del pecado es que el hombre vive en pugna con la naturaleza. El Señor dijo a Adán:

«Mal­dita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinas y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás» (Gn. 3:17-19).

Cuando Adán y Eva pecaron, la naturaleza se les volvió hostil. Se rompió la armonía entre el hombre y su hábitat. Sufre el hombre y sufre la naturaleza. Dice San Pablo que la creación gime en esperanza de ser liberada por el Hijo de Dios (Rom. 8:20-23). Mientras tanto, los seres humanos siguen destruyendo su hogar planetario, contaminando los campos, la atmósfera, los ríos y el mar. El problema ecológico es también en cierto modo un fruto del pecado.

Además, por causa del pecado el hombre se halla alienado de lo que es auténticamente humano. Cuando pecaron, Adán y Eva dejaron de ser lo que en comunión con el Creador habían sido. Sus ojos se abrieron al cono­cimiento del mal, se dieron cuenta de que habían perdi­do su estado primigenio y por primera vez experimentaron lo que es el sentimiento de culpa, de una culpa que no era ficticia, imaginaria, sino real, porque habían desobedecido el mandato específico, concreto, del Señor. Luego, también por vez primera sintieron miedo, miedo de encontrarse cara a cara con su Creador. Lo que antes era motivo de regocijo ahora es causa de temor, de miedo. Se esconden de la presencia de Yaweh entre los árboles del huerto; comienzan los seres huma­nos a huir de Dios. Es imposible comprender del todo lo que aconteció en la vida interior de aquella pareja. Han perdido la paz de Dios y la paz con Dios, y no pueden tenerla entre ellos mismos, ni para sí mismos en lo profundo de su ser.

Ahora el hombre no es lo que debiera ser; tampoco es lo que pudiera ser por la gracia de Dios. Es un subhombre, no obstante sus grandes conquistas en el campo del saber. Sufre interiormente una desintegración espi­ritual y moral. Está deshumanizado, aún cuando se encuentre en la opulencia, en la abundancia material. Viven en condición infrahumana los pobres, y también los ricos y poderosos que andan lejos de Dios. Porque:

«todos están bajo pecado…por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom. 3:9,23).

Tal es el diagnóstico de San Pablo con respecto a toda la humanidad. Ya lo había dicho el Antiguo Testamento:

«Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque» (Ecl. 7:20).

La evangelización integral demanda que no perda­mos de vista lo que las Escrituras enseñan tocante al estado actual del ser humano. De otro modo no llegare­mos con nuestro mensaje a la raíz del problema que aflige a todo descendiente de Adán. Es más, podemos caer en un humanismo no bíblico, llevados por un falso optimismo que no resistirá el golpe de la realidad. El hombre sufre una alienación profunda; está alejado de Dios y, consecuentemente, no tiene armonía con sus semejantes, ni con la naturaleza, ni consigo mismo. Pero gracias a la misericordia de Dios, no todo es sombrío en el cuadro antiguo testamentario del ser humano.

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