La Humillación de Jesús, un Ejemplo a Seguir – Estudio

Cita Bíblica: Juan 13

Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo, el Señor y Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a los otros. Juan 13:13-14

Lo primero que hemos de quitar de nuestra mente, cuando nos acercamos con senci­llez a la Palabra de Dios, es una imagen de Jesús que nos ha transmitido la sociedad religiosa en la que hemos sido formados.

Claro está, para ello tienes que aceptar a Jesús como tu Maestro y Señor. Pero la ima­gen que nosotros podamos tener de este Maestro y Señor es totalmente distinta, de la que El Mismo en la práctica de la vida nos muestra. ¿Qué Señor hasta el día de hoy lavó jamás los pies a sus siervos? Sólo uno, el Maestro y Señor de señores, Jesús el Hijo de Dios.

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¿Por qué lo hizo? ¿Para dar una lección de humildad a sus discípulos? No, sino para mostrarles su amor; porque el amor no se humilla cuando ama, sino que ama sir­viendo. Esto sólo lo puede hacer el que tiene amor, y “el amor es de Dios” (1 Juan 4:7). Y quién mejor que el Hijo de Dios nos podía mostrar esta hermosa realidad.

Pero casi siempre lo que Dios nos muestra choca con la incapacidad del hombre natu­ral, para percibir las cosas bellas que Dios nos muestra. Esa fue la actitud de Pedro ante su Maestro Jesús, al ver a Este doblegado ante sus pies para lavárselos como a todos sus compañeros. Pedro en ese momento no tuvo la capacidad para poder mirar en la belleza inmensa del amor de su Señor. Se quedó simplemente contemplando la imagen que él mismo se había forjado de los señores; sólo vio el servir, pero no vio el amor. Por eso su actitud fue contundente, ya que le parecía indigno de su Señor que le quisiese lavar los pies.

Así dice: “No me lavarás los pies jamás” (v. 8). De poco valieron las palabras de Jesús diciéndole: “ahora no lo comprendes; mas lo entenderás después” (v. 7). Pedro valo­raba más sus sensaciones anímicas que la explicación dada por su Maestro Jesús. Pensando hacer más a Jesús, le hace de menos al negarse a aceptar que Él le lave los pies, porque no lo comprendía; y ni la promesa de que lo entendería después le hace cambiar de decisión.

La falsa modestia, la falsa piedad, la falsa honra hacia Dios nos sitúa siempre en con­tra del verdadero amor de Dios.

Sólo Jesús podía abrir los ojos de ese Pedro reacio a participar en el amor de su Señor, por la falsa modestia de su propia mente.

“Jesús le respondió: si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (v. 8).

Hay gente que siempre ha tenido a Jesús como Señor, al cual han pretendido servir con su propia vida; y para ello han hecho los mayores sacrificios y penitencias por sus propios pecados, han podido emprender una vida de austeridad, incluso de soledad; pero nunca se han dejado lavar sus propios pecados con la sangre del Señor Jesús.

Si no te dejas lavar por Jesús, no tendrás parte con Él. Ya que la Escritura dice: Jesucristo, “que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con Su sangre’» (Apocalipsis 1:5). Cuando Pedro ve el riesgo que corre, de no tener parte con Jesús, no duda en admitir: “Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza” (v. 9). Pedro con su propia opinión y deseo siempre se quedaba corto o se pasaba. Por eso que razón tiene la Escritura cuando dice:

“Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmos 46:10).

Lo que tenían que hacer los discípulos de Jesús, era gustar y ver el gran amor que Jesús les mostraba. Y al mismo tiempo aprender a compartir la vida desde el amor. Su mismo Señor y Maestro se lo hacía ver con el ejemplo, sin que por ello dejase de ser su Señor y Maestro. Les estaba mostrando que el más grande honor era el amor. Esto rompe todas las estructuras mentales del hombre, que se asienta sobre cuidados esquemas mentales forjadores de la más refinada esclavitud del hombre por el hom­bre.

La lección del Maestro y Señor Jesús escandaliza tanto a los señores como a los escla­vos de toda sociedad.

Lo triste es, ver como los llamados sus discípulos no llevan a la práctica este ejemplo del Maestro, cuando dice:

“vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (v. 14).

Y a eso estamos llamados, porque de lo contrario estamos demostrando, que a pesar de aceptar el nombre de discípulos de Cristo, sin embargo no tenemos parte con Él. Ya que nadie puede llamarse discípulo de Jesús, y no tener parte en Su amor, para compartirlo con los otros.

Ahora yo me pregunto: ¿Qué tienen que ver con Cristo todos aquellos que, hasta hace unos días, obligaban a los otros fieles a que besaran sus manos e incluso los pies al Papa, como señal de sumisión y devoción? ¡Cuánta fantasía religiosa han inventado los hombres para parecerse a Cristo! Pero toda esa fantasía sólo sirve para alejar a los hombres del Maestro y Señor Jesucristo. Pues están dando gloria a los hombres y no a Dios; porque se sirven de los hombres, pero no aman a esos hombres. Se creen representantes de Cristo, pero sólo venden sus farisaicas fantasías, ocultando con ellas la verdadera salvación que es por medio de la fe en Jesucristo. Dios envió a Su Hijo al mundo, “para que vivamos por Él” (1 Juan 4:9), no para que unos pocos sean sus representantes.

“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos a los otros” (v. 35).

No cabe duda que las iglesias siempre han elaborado cuidadosas doctrinas, para que los otros conociesen que sus miembros eran discípulos de Cristo. Y sin embargo esas mismas doctrinas tenían como finalidad, en la mayoría de los casos, excluir a otros de ese discipulado. Recordemos, entre otros, los cánones del concilio de Trento en con­tra de la Reforma. Estos cánones no hablan para nada del amor, sino que maldicen a todo aquel que no los acepte, e incluso fueron la causa de que muchos verdaderos cris­tianos perdiesen su vida en las hogueras o en las cárceles. Jesús no abrió sus labios para maldecir, ni incluso a Judas, sino que le lavó los pies y mojó el pan en su plato y se lo dio. Lo único que podía ver Judas en su Maestro era que le amaba, a pesar de todo.

La Iglesia de Jesucristo no se distingue porque ella diga que es: una, santa, católica y apostólica, sino porque sus miembros tienen amor los unos con los otros, permane­ciendo así en la Palabra de Dios.

La única característica que nos identifica con Jesús y con Dios, el Padre, es el amor: “porque Dios es Amor” (1 Juan 4:8).

No nos engañemos; las personas que no aman, tampoco reconocen en su corazón a Jesús como su Maestro y Señor, ni a Dios como su Dios.

Jamás un perfecto sistema teológico les dará conocimiento alguno del amor que Jesús mostró a sus discípulos lavándoles los pies. Quizás el cristianismo sería otro, si hubie­se menos teólogos que enseñen sus sistemas, y más discípulos de Jesucristo dispues­tos a lavar los pies de sus hermanos.

Nos ha tocado vivir unos tiempos, en los que tienen plena actualidad las palabras proféticas de Jesús: “Muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará” (Mateo 24:11-12). Puede ser que muchas veces unos y otros hemos tomado de la Palabra de Dios aque­llo que más se identifica con nuestras propias ideas, pero tal vez hayamos dejado de lado, aquello en que la Palabra de Dios nos identifica con Cristo, que es el amor.

Así nos hemos empeñado en trazar nuestras propias y específicas líneas de identifi­cación eclesial; ya sea en los sacramentos, o en la organización de iglesia, o en las medidas disciplinarias y de culto. Todo esto nos puede identificar como un ente reli­gioso específico, pero nunca como verdaderos discípulos de Jesucristo. Pues Jesús nos dice:

“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos a los otros”.

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