La Iglesia Primitiva y los Pobres – Estudio

1. Los miembros de la iglesia primitiva

Varios pasajes del Nuevo Testamento sugieren que las comunidades cristianas formadas a partir de Pentecostés estaban constituidas predominantemente por gente pobre. Las palabras de Pablo dirigidas a la iglesia de Corinto, por ejemplo, sugieren que apenas unos pocos miembros per­tenecían a las clases privilegiadas:

«Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles» (1 Co 1:26).

En Hechos y las cartas paulinas se mencionan algunas excepcio­nes obvias: el «excelentísimo Teófilo» (Lc 1:3; Hch 1:1) para quien Lucas escribe sus dos libros; el centurión Comelio (Hch 10:lss.); Manaén, miembro de la corte de Herodes el tetrarca (Hch 13:1); Sergio Paulo, procónsul de Chipre (Hch 13:7); Dionisio el areopagita y una mujer llamada Dámaris (Hch 17:34); Filemón de Colosas (Flm 2); Erasto, tesorero de la ciudad (Ro 16:23) y Crispo, principal de la sinagoga en Corinto (Hch 18:8). Sin embargo, es obvio que la gran mayoría de cristianos era de origen humilde. Pablo interpretó esta situación como un medio que Dios estaba usando para avergonzar al mundo, «a fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Co 1:27ss.). Jesucristo es un Mesías crucificado; su iglesia es la iglesia de los débiles y los pobres.

2. La preocupación por los pobres en la iglesia primitiva

La preocupación de Jesús por los pobres fue emulada por la iglesia primitiva, especialmente en el contexto de la comu­nidad cristiana. Obviamente, los creyentes se concebían co­mo una comunidad modelada en el Mesías-siervo.

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Lucas muestra el resultado del mensaje y el estilo de vida de Jesús en la iglesia de Jerusalén: «el comunismo de amor» descrito en Hechos 2:40-47 y 4:32-37, que ha atraído la aten­ción de amigos y enemigos a lo largo de los siglos. Según informa Lucas, «todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas» (2:44-45); «ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que todos tenían todas las cosas en común» (4:32) ¿Cómo hemos de entender este «comunismo de amor»?

La propiedad común de bienes fue uno de los resultados del derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés. No fue un logro del ingenio humano, sino un resultado de la vida espiritual que unió a los creyentes en «un corazón y un alma» (4:32).

El compartir de bienes fue también practicado por los esenios, pero en su caso, era una obligación legal. En con­traste, en la comunidad cristiana primitiva era algo entera­mente voluntario. El pecado de Ananías y Safira no fue guardar para sí mismos parte de lo que recibieron por la venta de su terreno, sino dar una parte como si fuese todo. El compartir no era obligatorio. En palabras de Pedro, no tenían que vender su terreno y habiéndolo vendido, estaban en libertad de usar el dinero como quisieran (5:4). No se eliminó totalmente la propiedad privada (María, la madre de Juan Marcos, por ejemplo, conservó su casa como lugar de reuniones, según 12:12), pero ésta estaba al servicio de las necesidades de toda la comunidad.

El criterio básico para la distribución de los bienes era que cada persona recibiera según sus necesidades (2:45; 4:35), y el resultado inmediato fue la eliminación de la pobreza, de modo que «no había entre ellos ningún necesitado» (4:34). Se cumplió así el ideal largamente acariciado de que no hubiera pobres en el pueblo de Dios (Dt 15:4). En la iniciación de «la era del Espíritu» las barreras de las posesiones habían desa­parecido; se había inaugurado la Nueva Sociedad. Conse­cuentemente, «el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos» (2:47).

Ni Hechos ni las epístolas neotestamentarias se refieren jamás al «comunismo de amor» de la iglesia de Jerusalén como normativo para la iglesia a través de los siglos. Sin embargo, es claro que la preocupación por los pobres era para los primeros cristianos un aspecto esencial de la vida y la misión de la iglesia. Cuando la iglesia en Jerusalén tuvo que encarar dificultades económicas causadas por el hambre que hubo bajo el gobierno de Claudio en los años cuarenta, la iglesia en Antioquía envió ayuda por medio de Bernabé y Saulo (Hch 11:29-30). Más tarde Pablo organizó una gran colecta en las iglesias gentiles con el propósito de ayudar a «los pobres que hay entre los santos que están en Jerusalén» (Ro 15:26; cf. Gá 2:10) Las cuidadosas instrucciones del após­tol sobre la colección, especialmente en 2 Corintios 8 y 9, muestran la gran importancia que él da al compartimiento económico como una «comunión» (koinonia) concreta (Ro 15:26) y como una manera de responder a la gracia de Dios manifestada en Jesucristo (2 Co 8:8-9). El dinero pierde su carácter demoníaco y se transforma en un instrumento de servicio que suple las necesidades de los pobres y redunda en la gloria de Dios (2 Co 9:1 lss.).

La preocupación por los pobres era en la iglesia primitiva un aspecto normal del discipulado cristiano. Traducida en acción, daba visibilidad a la vida del Reino inaugurado por Jesucristo. Su raíz no era ni la idealización de la pobreza, ni el deseo de ganar méritos delante de Dios, sino «la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos» (2 Co 8:9).

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