Jesús: La Luz Verdadera – Estudio

Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo. Juan 9:5

¿Te imaginas cómo sería el mundo sin luz? La luz es sinónimo de alegría, y por encima de todo, de vida. Por otro lado, las tinieblas están siempre asocia­das a la muerte. ¿Qué vida podría existir en este planeta, sin la luz del sol? ¿Y qué vida puede existir en el ser humano sin Cristo? ¿Ya oíste alguna vez esta expresión, “esta vida no es vida”? Yo la oí una noche en que el teléfono me despertó súbitamente. Medio soñoliento todavía miré el reloj digital de la mesita de luz: eran casi las 2 de la mañana. ¿Quién llamaría a aquella hora? Del otro lado de la línea, una voz medio ronca habló: “Me voy a matar. Usted es la última persona con quien hablo, porque voy a matarme”. Aquello bastó para despertarme por completo. “¿Quién eres? —pregunté—. ¿Por qué te vas a matar?” Y la voz del otro lado de la línea respondió: “Porque la vida que vivo no es vida”.

Pero, ¿no estaba allí hablando conmigo? ¿Cómo es que la vida no era vida? ¿Qué estaba queriendo decir él en realidad? Para entender mejor este asunto, necesitamos comprender lo que es la vida. ¿Es un período de tiempo, de 70 u 80 años, durante el cual nuestro corazón late y nuestros pulmones respiran? Las bibliotecas están llenas de libros que discuten el asunto de la vida en sus diferen­tes aspectos. Y si tú sales por ahí preguntando, verás que la mayoría de las personas están apenas preocupadas por el aspecto biológico de la vida. Pero, ¿qué es la vida real­mente?

Cuando Jesús estuvo en este mundo, sin embargo, de­finió la vida de una manera simple. Dijo:

“Yo soy el cami­no, y la verdad, y la vida” (S. Juan 14:6).

San Juan confir­ma la declaración de Jesús, al escribir:

“El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 S. Juan 5:12).

Jesús es la Persona-Vida, y todo aquel que desea tener la vida, tendrá que acercarse y vivir en comunión con Jesús. Lejos de él no puede haber vida verdadera. Todo lo que el hombre viva lejos de Jesús es una caricatura de la vida; un infierno que finalmente se vuelve un pozo sin fondo o un túnel sin salida.

Ahora es posible entender lo que sucedió con Adán en el Jardín del Edén. “Si tú comieres de este fruto, cierta­mente morirás”, había dicho el Creador, y Adán desobe­deció. Biológicamente no murió en aquel instante, conti­nuó respirando y moviéndose, pero lo que él vivió a partir de aquel momento ya no era vida, en el verdadero sentido de la palabra. VIDA, en mayúscula, sólo puede existir en Cristo. El dijo: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10).

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Ahora también es posible entender lo que el Señor pre­tende enseñarnos en la parábola del hijo pródigo, cuando el padre exclama: “Este mi hijo muerto era, y ha revivido” (S. Lucas 15:24). ¿Cómo es que estaba muerto, si vivía gastando su dinero y su salud aplacando el apetito de los sentidos? ¿Por qué el padre dijo que el hijo estaba muer­to? Simplemente, porque lejos del Padre se puede respi­rar, andar, comer, trabajar, pero eso apenas, no es vida. Eso puede llamarse sobrevivencia, pero no vida.

Una vida llena de sentido

Conocí a un muchacho de mucho dinero que no quería saber nada de Jesús, pero vivía atormentado por muchas noches de insomnio. Sentía como que le debía algo a al­guien. Experimentaba un vacío interior que lo enloque­cía. Una angustia de alma incomprensible, unas ganas de llorar sin motivos. A pesar de todo eso, no quería aceptar la idea de que necesitaba de Jesús. Pero un día las cosas se invirtieron. Como consecuencia de un accidente automo­vilístico, quedó parapléjico, perdió casi todo el dinero y los amigos que lo buscaban en otros tiempos. Sin embar­go, en el dolor y el sufrimiento consiguió ver el amor de Jesús. Le abrió su corazón y lo aceptó como su Salvador. En aquel instante desaparecieron las noches de insomnio, la desesperación y la angustia que devoraban su corazón. Sólo entonces empezó a ver que vivir tenía sentido y pasó a experimentar otras dimensiones de la vida.

Ya no podía moverse más hacia donde quería. Estaba condenado a una silla de ruedas. Su salud estaba quebran­tada. Su crédito bancario había disminuido mucho, pero sonreía, mirando hacia el pasado con resignación, y al fu­turo con optimismo.

Antes del accidente, poseía bienes materiales y un cuer­po biológicamente perfecto, pero no tenía vida. Hoy ya no tenía un cuerpo completo, ni tantos recursos materia­les, pero finalmente encontraba la verdadera vida. “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:12). Hoy, aquel hombre en­tiende perfectamente lo que significa la declaración de Jesús.

Sólo Jesús es la vida, porque sólo él es la Luz que ilu­mina cada rincón del corazón humano con los maravillo­sos rayos de la felicidad auténtica. Existen, sin embargo, falsificaciones. “Ilusiones alucinantes” que pueden hacerte pensar que aquello es realmente vida y que de ese modo tú serás verdaderamente feliz, pero sus efectos son pasa­jeros. En breve tiempo sólo resta el vacío, el complejo de culpa y la desesperación. Por eso, a fin de que no seamos engañados, San Juan nos aconseja: “Si decimos que tene­mos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 S. Juan 1:6-7).

“Andar en luz”. ¿Qué significa esto? El propio San Juan nos da la respuesta: “El que dice que está en la luz, y abo­rrece a su hermano, está todavía en tinieblas” (1 Juan 2:9).

Juan no está hablando aquí de un requisito que uno tiene que cumplir para probar que está en la luz. El está describiendo una situación. En otras palabras, lo que él está diciendo responde a esta idea:

“Si tú estás en la luz, si vives en Jesús, si él iluminó completamente tu vida, tú amarás a tu hermano de manera natural y te preocuparás por él”.

¿Puede haber alguien que viva más envenenado que aquel que guarda rencor u odio en su corazón? ¿Cómo ser feliz de esa manera? Si los rayos de felicidad que vienen de Jesús, la luz de los hombres, iluminaron tu vida, enton­ces no habrá más lugar en tu corazón para sentimientos negativos. Ese es el secreto de la verdadera vida. Sólo de este modo ella merece ser vivida. No es un asunto de for­ma. Es algo profundo. Va hasta el corazón. No cambia apenas el comportamiento exterior, transforma el interior. Eso sólo puede ser una obra divina.

Lo que estaba queriendo decir Jesús cuando afirmó: “Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo” (S. Juan 9:5), es que su ministerio personal en este mundo sería corto. Que se acercaba el momento de la cruz. Que pronto, pronto, partiría. Y nosotros, ¿cómo nos arreglaría­mos solos en este mundo? ¿Qué sería de nuestra vida sin él?

Jesús mismo nos da el consuelo en forma de promesa: “Pero ahora voy al que me envió… Pero yo os digo la ver­dad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (S. Juan 16:5-7).

Esta es la promesa de la venida del Espíritu Santo a nosotros. El es hoy la luz que nos guía, que ilumina el camino, que nos saca de las tinieblas y nos conforta en los momentos de lágrimas y dolor.

No hay manera de que el ciego vea, si la Luz, que es Cristo, no abre sus ojos. Y no hay manera de que el peca­dor vea su triste realidad, si la Luz, que es el Espíritu San­to, no lo convence. Jesús lo dijo:

“Y cuando él venga, con­vencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8).

¿Ha llegado el Espíritu Santo a tu vida? ¿Ya te abrió los ojos para que contemples las maravillas de su Palabra? ¿Ya te ha convencido de que tu vida no puede continuar de esa manera, y de que es necesario cambiar completa­mente de rumbo?

Respondiendo a la luz

En este momento, tal vez él esté hablando a tu corazón, llamando a la puerta de tu alma, llamándote con amor. ¿Cuál será tu respuesta?

Hace algunos años atrás, mientras me preparaba para la predicación, noté un tumulto en el patio de la iglesia. Después me contaron la historia. Había una señora que estaba asistiendo a las reuniones, pero el marido, un hom­bre joven, le había prohibido continuar participando de los cultos. Aquella noche él dijo que iría al bar, y la espo­sa, pensando que él regresaría tarde como en otras ocasio­nes, aprovechó la oportunidad para ir al templo. Pero el esposo había preparado una trampa para ella; la siguió y la alcanzó cuando estaba por entrar en la iglesia. Medio embriagado, no midió las consecuencias de sus actos y comenzó a golpearla delante de toda la gente. Fue un es­cándalo y un cuadro lamentable. Aquella mujer estaba su­friendo hacía tiempo porque el marido no quería saber nada de Jesús y nunca le daba permiso a su esposa para ir a la iglesia.

Las personas llevaron a aquel joven a un lado y sólo allí él se dio cuenta del escándalo que había protagoniza­do. Quedó avergonzado y lloroso; no sabía dónde escon­der su rostro. Alguien se acercó a él con amor y lo invitó a asistir al culto. El hombre se acomodó en la parte de atrás, en un rincón medio oscuro, cerca de la columna, y desde allí escuchó el mensaje.

El Espíritu de Dios tocó el corazón de aquel ebrio. El Espíritu lo llamó, iluminó su entendimiento y pidió per­miso para entrar, y el hombre respondió. En el momento del llamado, él fue al frente. Las personas lo veían y no podían creer lo que estaban viendo. Una hora antes, esta­ba golpeando a su esposa en el patio de la iglesia, y ahora estaba allí adelante, aceptando a Jesús.

Dos años después volví a aquella ciudad y encontré a aquel hombre como un fiel miembro de iglesia. Me invitó a almorzar en su casa, y mientras él y su esposa daban los últimos toques al almuerzo, la hijita de doce años me dio un obsequio.

“¿Por qué, si tú no me conoces?”, le pregunté. “Pastor —dijo la niña—, esta casa era triste. Mi madre sufría mu­cho cuando mi padre volvía a la noche borracho; ella nos escondía debajo de la cama y luego recibía la zurra de papá, hasta aquel día en que mi padre asistió a su predica­ción y entregó la vida a Jesús. Hoy somos un hogar feliz.

El llega temprano a casa y nos trae dulces. Hoy, cuando él llega, corremos a sus brazos. Por eso quiero que acepte este regalo”.

¿Ves, mi querido amigo? Vidas en tinieblas. Vidas apa­gadas, hogares casi deshechos, sueños marchitos. Pero de repente todo cambia. Jesús, la Luz del mundo, aparece como el Sol de la mañana. El frío desaparece, las tinieblas huyen, el día comienza a brillar, y la vida pasa a tener sentido.

¿Te gustaría abrir tu corazón a Jesús en este momento? Hazlo ahí donde tú estás.

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