Los Milagros no se Explican – Estudio

Y le dijo: Ve a lavarte en el estanque de Siloé… Fue en­tonces, y se lavó, y regresó viendo. Juan 9:7

LLAMA a los mejores oftalmólogos del mundo y pide que te expliquen este milagro. Los milagros no tienen explicación. Apenas necesiten ser aceptados. El milagro desafía a lo ya establecido. La ciencia no lo pue­de explicar; la razón no lo puede comprender, pero el he­cho está ahí delante de los ojos.

¿Cómo pudo la simple agua ser transformada en vino, un segundo después del maravilloso toque de Jesús? Na­die es capaz de explicarlo, pero las personas presentes en las bodas de Caná probaron el vino.

¿Cómo pudo un leproso llegar cerca de Jesús con sus carnes putrefactas, cayéndose a pedazos, y un segundo después de la palabra redentora, ver sus carnes transfor­madas en carnes limpias como las de un niño recién naci­do? ¿Qué médico sería capaz de explicar ese milagro? Nadie, pero las personas allí presentes vieron saltar de ale­gría al leproso curado, y alabar el nombre de su Salvador.

¿Cómo pudo un paralítico haber vivido arrastrándose toda la vida y un segundo después de la orden divina se levantó y anduvo como un adolescente lleno de energía? ¿Qué mente es capaz de comprender ese milagro? Ningu­na, pero muchas personas vieron al paralítico restaurado entrar en el templo para agradecer a Dios.

milagros, Dios, no se explican

Así son las cosas en la dimensión de la fe. Tú crees en la palabra redentora y sucede el milagro, independiente­mente de lo que tú sientas. Tú no puedes fundar tu expe­riencia cristiana en los sentimientos. Los sentimientos humanos a veces son traicioneros.

“Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muer­te” (Proverbios 14:12)

Afirma el sabio Salomón. Los sen­timientos a veces te hacen sentir mal cuando todo está bien, y otras te hacen sentir bien cuando todo está mal.

El papel de la fe

Tú tienes que aprender a cimentar tu experiencia cris­tiana en la palabra redentora de Jesucristo, y por la fe apo­derarte de sus benditas promesas. ¿Ya te has imaginado qué habría ocurrido si el paralítico, después de oír la or­den del Maestro, “Levántate y anda”, hubiese pensado: “Pero yo no siento que estoy curado, ¿cómo me levanta­ré?” Habría quedado paralítico el resto de su vida; pero él, aunque no sintiéndose sano, creyó en la palabra redentora de Cristo, se levantó y anduvo.

¿Has pensado qué habría pasado si el ciego hubiese des­atendido la orden de Jesús? Tal vez él esperaba que el Maestro lo tocase en sus ojos, o que hablase algunas pala­bras prodigiosas de cura, pero Jesús hizo algo fuera de lo común y aparentemente sin sentido:

“Escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo los ojos del cie­go, y le dijo: Ve a lavarte en el estanque de Siloé” (S. Juan 9:6-7).

“Señor —podría haber reclamado el ciego—, si lo que querías hacer era un tratamiento de barro, yo lo habría hecho solo; no necesitaría de ti”.

Pero el ciego no discutió. La dimensión de la fe nos lleva a confiar en el Redentor, sin comprender a veces muchas cosas.

La Biblia está llena de órdenes, aparentemente sin sen­tido, que Dios dio repetidas veces a su pueblo.

A Moisés frente al Mar Rojo le dijo:

“Di a los hijos de Israel que marchen. Y tú alza tu vara, y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco” (Éxodo 14:15-16).

¡Locura! ¡Nin­gún estratega de guerra haría eso! Ningún líder militar ten­dría el valor de correr el riesgo del ridículo, pero Moisés levantó la vara, y el mar se abrió y tú conoces el fin de la historia. Eso es un milagro, y los milagros no se explican.

Mi pregunta es: ¿Cuál es el Mar Rojo que tienes que enfrentar? ¿Cuáles son los enemigos que quieren destruir­te? Levanta la vara de la fe. Cree en Dios, y todas las ba­rreras y dificultades serán eliminadas para que puedas atra­vesar rumbo a la tierra prometida.

A Naamán, el profeta le dijo:

“Ve y lávate siete veces en el Jordán” (2 Reyes 5:10).

Y el capitán sirio dio un voto de confianza al profeta y entró en las aguas del Jordán una vez, y otra, y otra. Hasta la sexta vez nada había sucedido. Daba la impresión de que estaba perdiendo el tiempo, pero con Jesús, tú nunca pierdes el tiempo, aunque todos a tu alrededor comiencen a burlarse de tu fe. De repente, cuando parecía que nada pasaría, en la séptima vez se produjo el milagro. El leproso fue curado. La vergüenza de sus car­nes inmundas llegó a su fin, y un nuevo día de perspecti­vas eternas se abrió delante de Naamán.

¿Cuánto tiempo hace que estás esperando en el Señor? ¿Cuántas veces te has sumergido en las aguas del “río Jordán”? ¿Estás cansado de intentar y te da la impresión de que no pasa nada? Intenta una séptima vez, y después alaba a Dios por sus maravillas.

Imagina ahora al ciego con los ojos untados de barro dirigiéndose al estanque de Siloé. Sus ojos físicos todavía no veían nada, pero a través de la fe ya había alcanzado a vi i la sonrisa de Jesús, ya creía en el poder transformador del Maestro, ya había roto las cadenas de la oscuridad que rodeaban su vida.

El confió en la palabra redentora de Jesús, y en reali­dad, la fe es sólo eso: confianza. Hay mucha gente hoy que no comprende la verdadera dimensión de la fe. Fe no es un poder mental que hace que las cosas salgan de la manera que a uno le gustaría que saliesen. Fe es confianza en el hecho de que lo que Dios hace o permite, es lo mejor para uno aunque todavía no consigamos ver. Cuando el ciego se dirigía al estanque todavía no veía, pero ya con­fiaba. El milagro no había sucedido, pero el creía que lo que Jesús hiciera era lo mejor para él.

Hay mucha gente que se desespera cuando lee San Mateo 17:20, que dice que si tuviéramos fe como un gra­no de mostaza, seríamos capaces de trasladar una monta­ña de un lado a otro. Y se desesperan porque por más que se concentran e intentan ejercitar la fe, no consiguen mo­ver ni siquiera un grano de arena. Entonces aplican la ló­gica:

“Si con la fe del tamaño de un grano de mostaza yo podría mover una montaña y no soy capaz de mover un grano de arena, ¿de qué tamaño debe ser mi fe?”

Bases de una confianza sólida

Bueno, si la fe fuese algún tipo de poder mental para hacer cosas imposibles, entonces sí que estaríamos perdi­dos, pero dentro de la perspectiva bíblica, fe es confianza, y para poder confiar en alguien tú primero tienes que co­nocer a aquella persona. No se puede confiar en un desco­nocido.

Por ejemplo, imagínate qué pasaría si tú estuvieses en la parada del ómnibus, y de repente apareciese un desco­nocido, corriendo y mirando constantemente hacia atrás

como si alguien lo estuviese persiguiendo. El desconoci­do tiene un paquete en las manos, y al llegar cerca de ti te pide que le guardes el paquete. ¿Tú aceptarías? Claro que no. Aquel paquete podría contener drogas o algo robado y podría comprometerte. ¿Por qué no lo aceptarías? Sim­plemente porque tú no conoces a aquella persona y tú no puedes confiar en un desconocido.

Ahora, imagina otro cuadro. Tú estás en la parada del ómnibus y quien aparece es tu padre y te pide que guardes el paquete. ¿Lo harías? ¡Claro que sí! ¿Por qué? Porque tú lo conoces, y sabes que tu padre nunca haría algo que te comprometiese. ¿Notas la diferencia? Para confiar tú necesitas conocer a la persona. Ahora aparece otro aspec­to del tema: No se puede conocer a alguien sin convivir con él. Las pieles rojas, en los Estados Unidos, dicen que para conocer a una persona tú necesitas comer con ella por lo menos un saco de sal. Tú sabes que la sal se usa en pequeñas cantidades. Para gastar un saco de sal, entonces, necesitas de mucho tiempo. Convivir significa gastar tiem­po con la otra persona. Las personas se conocen trabajan­do juntas, viajando, jugando, comiendo, en fin, viviendo juntas.

Si tú crees que no tienes fe, en realidad lo que tú no tie­nes es confianza. Y no confías en Jesús simplemente por­que no lo conoces. Y no lo conoces, porque no pasas tiem­po con él.

Cuando nuestro concepto de fe se relaciona con la con­fianza es fácil entender por qué el ciego se dirigió alegre­mente al estanque de Siloé. Lo que Jesús estaba haciendo con él era con seguridad lo mejor, aunque aún no viese. Ver fue un resultado de su confianza. Al fin y al cabo, aunque sus ojos físicos continuasen sin ver, sus ojos espi­rituales estaban abiertos para una nueva dimensión de la vida: la dimensión de la fe.

Cierta noche, me estaba preparando para la predica­ción, cuando un joven se me acercó y me dijo: “Pastor, allá atrás en el último banco está sentado un hombre de saco azul y pantalón blanco. Es mi padre. Es un ateo, no cree en Dios y no le agrada la iglesia. Pero está aquí por­que hoy es mi cumpleaños y me prometió que me daría el regalo que le pidiese. El pensaba que yo iba a pedir un automóvil, pero yo le pedí que viniese hoy conmigo a la iglesia, así que él está ahí sólo pagando su promesa, pero sin ningún interés en la Palabra de Dios”.

Cuando me levanté para predicar, vi a aquel hombre. Miraba para todos lados, menos hacia mí. Se esforzaba por demostrarme que no le importaba lo que yo estaba hablando. Al fin del mensaje, hice una invitación para que las personas entregasen su vida a Jesús. Entonces, sí, lo vi sufrir. Se movía en el asiento, pero no se levantaba. Mu­cha gente pasó al frente menos él. Terminada la reunión, mientras un colega me llevaba al hotel, lo vi parado deba­jo de un árbol a unos 200 metros de la iglesia. Atravesé la calle y me acerqué a él. Estaba llorando.

“¿Tú estuviste en la iglesia, verdad?” “Sí —respondió—, pero no me levanté en la hora del llamado”. “¿Por qué?”, pregunté. “Yo no creo en Dios. En mi opinión, Dios es invención de personas débiles para esconder su incapaci­dad de vencer en la vida por sus propios esfuerzos. Yo fui un niño pobre y vencí solo, ¿para qué necesito de Dios?” “Pero si no necesitas de él, “¿por qué estás llorando?”, interrumpí. “¿Será que no puedo llorar? Tengo ganas de llorar, ¿no puedo?”, casi gritó. “Sí, puedes —respondí—, pero, ¿sabes? Tú saliste de las manos de Dios y nunca serás feliz mientras no vuelvas a él. Tú puedes conquistar todo el mundo, pero siempre experimentarás aquella sen­sación de vacío que te está molestando”. “Pero ya pasó mi oportunidad, yo no me levanté en la iglesia”, dijo casi an­gustiado. “No importa—respondí—, tú puedes aceptarlo aquí en este lugar”. “¿Qué debo hacer?”, preguntó. “Di a Jesús que crees en él. Apenas eso”.

El hombre era alto y corpulento. Me abrazó con todas sus fuerzas y dijo:

—Pastor, por favor, ayúdeme a creer.

—No es a mí a quien tú tienes que decirlo; dile eso a él —respondí.

Y allí en la esquina, debajo del árbol, el hombre de saco azul y pantalón blanco levantó los ojos al cielo y dijo: “Dios, yo quiero creer en ti, pero no puedo. Por favor, ayúdame a creer”.

Aquel fue el comienzo de un nuevo día. Sus ojos se abrieron a una nueva dimensión de vida. No entendía mu­cha cosa. Tendría un largo camino en la vida cristiana. Pero aquel era el punto de partida. La decisión sólo podía ser de él. Nadie más podría tomarla. Jesús nunca empu­jará la puerta del corazón y entrará por la fuerza. El siem­pre estará del lado de afuera, esperando pacientemente. ¿Qué harás tú?

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