La Misión de la Iglesia – Estudio

Hay temas teológicos que cada generación tiene que estudiar de nuevo y definir con base en el testimonio permanente de las Sagradas Escrituras, y en respuesta a las necesidades del mundo contemporáneo. Uno de esos temas es la misión de la iglesia. Como instrumento de trabajo, sugerimos la siguiente definición tentativa.

Según el propósito divino revelado en las Escritu­ras, la misión de la iglesia consiste en que ella se haga presente en el mundo como la comunidad del Reino de Dios, para comunicar el Evangelio por palabra y obra, en el poder del Espíritu Santo, en pro de la salvación integral del ser humano por medio de Jesucristo, a fin de que El sea glorificado.

Esta definición, además de ser bíblica y trinitaria, aspira a ser integral e integradora de la obra que la iglesia ha sido llamada a realizar.

El origen de la misión

La misión no es producto de la invención humana; tiene su origen en la mente y en el corazón de Dios; pertenece a la esfera de su propósito soberano, infalible e inmutable. Dios toma la iniciativa para la salvación del ser humano desde antes de la fundación del mundo (Ef. 1:3-7).

La revelación tocante a la misión

Sabemos del propósito misionero del Señor porque El mismo nos lo ha revelado en las páginas escritas bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sabemos a qué atener­nos con base en el testimonio objetivo de las Sagradas Escrituras. No hay por qué confundirnos con nuestras propias ideas misionológicas, ni por qué perdernos en el laberinto de las teorías de otros respecto a la misión cristiana.

El diseño divino ha llegado a nuestras manos en las páginas de la Biblia, la cual es el fundamento para la misión, la fuente primaria para la teología misionera, la norma suprema para el cumplimiento de nuestra tarea en la iglesia y en el mundo de hoy.

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El agente especial de la misión

Según el diseño divino para la misión, publicarán la Buena Nueva salvadora los que hayan experimentado el amor de Dios. Entre los seres creados son ellos -no los ángeles- los principales agentes de la misión. La iglesia fue elegida para cumplir la misión (1 Ped. 2:9-10). El agente divino es el Espíritu Santo.

La iglesia ya nace misionera; tiene que manifestarse al mundo con una misión. La misión pertenece a la esencia misma de la iglesia. Le es inherente a la iglesia su carácter misionero. Consecuentemente, el así llama­do «reto misionero» no debiera sorprendernos a los cristianos como si algo enteramente nuevo nos sobrevi­niese. El privilegio de cumplir con la misión cristiana es la vocación de la iglesia, su razón de ser, su meta en el mundo.

La metodología de la misión

Hemos visto de quién procede la misión y quién debe cumplirla. Trataremos ahora del cómo de la mi­sión.

Como el agente especial de la misión, la iglesia tiene que hacerse presente en el mundo, en imitación de su Señor y Maestro quien vivió entre los hombres (plantó su tienda entre ellos), lleno de gracia y verdad (Jn. 1:14). Jesús anduvo entre sus contemporáneos pro­clamando el Evangelio del Reino y haciendo bienes. Vivió en el centro del torbellino social. La mejor teología tocante a la iglesia y el mundo, la ofrece el Señor Jesús en su oración sumo-sacerdotal (Jn. 17). La presencia de la iglesia en el mundo es esencial para el cumplimiento de su misión.

Como agente especial de la misión, la iglesia tiene que vivir en el mundo según los valores del Reino de Dios. La iglesia es la comunidad del Reino de Dios. Este reino es anuncio de salvación («la buena nueva del Reino») y demanda de arrepentimiento («arrepentios, porque el reino de los cielos se ha acercado»). El reino es dádiva y demanda del Señor. El reino es el ejercicio de su soberanía.

Habrá un reino futuro y hay un reino presente del Mesías. El reino presente irrumpió en la historia cuando el Mesías vino al mundo. Jesús dijo que el Reino se había acercado, que había llegado a sus contemporáneos, que estaba en medio de ellos (Mt. 4:17; 12:28; Le. 17:21). Las señales de la presencia del Reino eran innegables.

Jesús enseñó que es imperativo buscar primero el Reino de Dios y su justicia (Mt. 6:33). Esta justicia es mayor que la de los fariseos y es indispensable para en el nombre del Señor Jesucristo con el propósito de que las gentes las vean y glorifiquen al Padre que está en los cielos (Mt. 5:11-16). La salvación no es por obras, pero sí para buenas obras (Ef. 2:8-10). Estas buenas obras no son solamente de carácter litúrgico; tienen que ver también con hacer el bien a los que están en necesidad, como lo enseñan Pablo y Santiago (Gál. 6:10, Tito 1:3 y Stg. 2). Es indispensable que las gentes oigan el Evangelio, pero que también lo vean en nuestra manera de ser y actuar en la comunidad civil.

Especialmente a partir de 1966, ha habido como una recuperación de las implicaciones sociales del Evangelio entre los evangélicos llamados conservadores, quienes no le habían dado énfasis a esta dimensión de su fe, entre otras causas quizá por su temor al liberalismo protestante de principios de siglo y de su proclamación del «evangelio social». El cambio de actitud de los evan­gélicos hacia su responsabilidad social puede verse en documentos como la Declaración de Wheaton, Illinois, 1966; el Pacto de Lausana, Suiza, 1974; las declaraciones de Gran Rapids, Michigan (1982), Wheaton, Illinois (1983), y Panamá, 1983.

Los documentos de Lausana y Grand Rapids, van más allá del mero concepto de asistencia social al de la acción política como parte del deber cristiano. Señalan pautas para dicha acción, procurando salvaguardar la identidad y autonomía de la iglesia local en caso que sus miembros se involucren en tareas de transformación so­cial. El documento producido en la Consulta de Wheaton, Illinois, 1983, titulado «La iglesia en Respuesta a las Nece­sidades Humanas», dice que es deber del cristiano participar en la transformación social por diferentes medios, según las circunstancias. Pero se advierte que los cristia­nos «deben considerar cuidadosamente los asuntos y la forma de protesta de tal manera que la identidad y el mensaje de la iglesia no sea empañado ni asfixiado».

No hay problema en la comunidad evangélica mun­dial en cuanto a la asistencia social como parte de la misión cristiana, y parece ir creciendo el número de cristianos evangélicos que aceptan que el deber cristiano incluye también la preocupación por el cambio social a favor de las mayorías. Que el Evangelio tiene un gran potencial para los cambios sociales, es innegable. Pero la forma en que el cristiano va a involucrarse en el proceso de transformación social, es un asunto que tiene que ver con su vocación en el mundo. El crecimiento de la comunidad evangélica traerá consigo un mayor nú­mero de cristianos evangélicos, que se sentirán llamados a entrar en la arena política a competir por puestos de elección popular sin renunciar a su fe.

A la iglesia como institución le conviene no some­terse a ninguna de las ideologías que luchan por el poder en nuestro medio. Jamás debe la iglesia perder su iden­tidad cristiana; no debe olvidar los distintivos de su misión; no debe santificar un sistema político olvidando que lo absoluto se halla solamente en Dios. Siguiendo el ejemplo de su Maestro, la iglesia tiene que estar dispues­ta a sufrir violencia, no a producirla. El hijo de Dios no vino «para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas» (Le. 9:52-56).

Para los propósitos de nuestro reflexión, lo que más nos interesa reafirmar es que según el Nuevo Testamen­to la iglesia debe cumplir su misión por palabra y obra.

El poder para la misión

La misión cristiana se cumple en el poder del Espí­ritu Santo (Hch. 1:8). Escribiéndole a los creyentes de Tesalónica, el apóstol Pablo dice que el Evangelio llegó a ellos no en palabras solamente, «sino también en po­der, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre» (1 Ts. 1:5). Lo mismo dice, fundamentalmente, de su predica­ción entre los corintios, a quienes les anunció el Evangelio «con demostración del Espíritu y de poder» (1 Cor. 2:3-5).

El Espíritu Santo es el agente divino de la misión. Sin El no hay misión auténticamente cristiana; con El la misión se hace posible para bendición de la iglesia y del mundo.

Los beneficios de la misión

La iglesia debe cumplir su misión para bendición de sí misma. Hay un aspecto ad intra (hacia el interior) y un aspecto ad extra (hacia afuera) de la misión cristiana. Hay quienes sugieren que la subsistencia de la iglesia no debe inquietarnos, con tal de que se lleve a cabo la transforma­ción social. No es correcto subestimar a la iglesia como si ella no tuviera importancia alguna para el Señor. Véanse Ef. 5:22-23; Tito 2:14; 1 Ped. 2:9-10; Mt. 16:18-19.

La misión «hacia adentro» es amplísima y polifacé­tica. Incluye el crecimiento integral de todos los miem­bros como individuos y de la iglesia como un todo. Lo numérico es solo un aspecto de dicho crecimiento. Por sí solo el aumento en el número de miembros no garan­tiza un mayor celo por el servicio y la santidad de parte de la iglesia.

La iglesia debe cumplir su misión alcanzando a «los de afuera» con el Evangelio de Cristo. Es evidente que desde el punto de vista de la misión ad extra (hacia afuera), la iglesia no es un fin en sí misma, sino un instrumento en las manos del Espíritu Santo para alcan­zar con el Evangelio a los que andan sin Dios, sin Cristo y sin esperanza. Hay una estrecha e indisoluble relación entre el crecimiento integral de la iglesia y el cumpli­miento de su misión hacia «los de afuera». En este sentido la iglesia no debe vivir para sí, sino para los demás. La iglesia crece integralmente cuando se abre al servicio de otros. No se produce el crecimiento integral aparte de esa apertura misionera. El «eclesiocentrismo» de los que magnifican la iglesia como institución, olvi­dándose de los que no conocen a Cristo, no tiene cabida en el diseño divino para la misión cristiana. Sin embargo, una iglesia que no tiene cuidado de sí misma no puede cumplir fielmente con esa misión. Tampoco puede cum­plirla la iglesia que se repliega a sí misma, sin preocu­parse por los que están fuera de ella.

Sin la evangelización no hay misión auténticamente cristiana. Este es el aspecto ad extra de la misión. En su sentido más estricto el vocablo misión significa, en este contexto, que alguien es enviado por alguien a alguien. Viene del latín missio (la acción de enviar), que puede corresponder al griego apostello (enviar). Se le ha orde­nado a la iglesia que vaya en busca de los que todavía andan lejos de Dios, ya sea en la vecindad de la congre­gación local o en los confines del mundo.

El modelo misionero por excelencia lo vemos en el Hijo de Dios, quien fue enviado (apésteilas) por el Padre desde la gloria de los cielos a identificarse con nosotros y morir por nosotros en el Calvario. Jesús le dice a su Padre Celestial: «Como tú me enviaste (apésteilas) al mundo» (Jn. 17:18. V.M.).

En los grandes textos bíblicos misioneros la idea de ir en busca de los que no han recibido el Evangelio es prominente (Mt. 28:18-20; Mr. 16:15; Le. 24:47). Sin lugar a dudas en estos pasajes bíblicos se habla de una misión mundial. El territorio de misión es todo el globo terrá­queo; las gentes que deben ser alcanzadas con el Evan­gelio son todos los pueblos (éthne) del mundo.

El propósito de ir es el de hacer «discípulos», no tan sólo simpatizantes del Evangelio, o «convertidos» como los que tanto abundan en nuestras estadísticas de evan­gelización. La tarea misionera no está cumplida cuando muchos levantan la mano, o «pasan al frente», o llenan la «tarjeta de decisión», en respuesta a nuestra invita­ción. Tampoco está cumplida cuando el veinte por cien­to de la población profesa creer en Cristo, o cuando logramos que determinada iglesia crezca numéricamen­te en forma extraordinaria. Somos enviados a hacer «discípulos», y como ya lo hemos dicho, discípulos son los que creen en el Maestro y le siguen para aprender de Él, imitarle, servirle, y si es necesario sufrir y aún morir por El.

Según el mandato del Maestro, debemos hacer dis­cípulos yendo en busca de las gentes, bautizando en el nombre trinitario a los que reciben el Evangelio, y ense­ñándoles que guarden (obedezcan, pongan en práctica) «todas las cosas» que El nos ha mandado (Mt. 28:19-20). Esto significa mucho más que darles a conocer esas «cosas» y sugerirles que las memoricen. ¿Cuántas son esas «cosas»? La lista es bastante larga y se relaciona con la totalidad de la vida del discípulo.

Desde este punto de vista, la tarea misionera es abrumadora. Va mucho más allá de la euforia de una gran campaña de evangelización, o de la emoción de cruzar el océano en busca de países exóticos y lejanos. La misión consiste también en la tarea docente de días y años, y, más que todo, en el ejemplo de discipulado cristiano que los siervos-líderes tenemos que ofrecer a los que reciben de nosotros la Palabra de Dios. Es una misión imposible para las fuerzas humanas; pero el Señor no nos envía sin los recursos necesarios para cumplirla. Tenemos la promesa infalible de que El estará con nosotros «todos los días» hasta la consumación de esta era. Y «todos los días» significa también cada día de nuestra existencia. El hace posible la misión imposible.

El propósito supremo de la misión

Son objetivos nobles la edificación de la iglesia y la evangelización de las naciones; pero no hay propósito más elevado que el de glorificar al Señor en el cumpli­miento de la misión cristiana. Así lo entendió San Pablo cuando enseñó que todo lo que Dios ha hecho, hace y hará a nuestro favor es para gloria de Él. El nos eligió, nos redimió, y nos selló con su Espíritu «para alabanza de su gloria» (Ef. 1:6, 12, 14). El nos vivificó en Cristo, nos resucitó con Él, y nos hizo sentar con El en los lugares celestiales «para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef. 2:5-7). Siendo la salvación una obra completa de su gracia, toda la gloria le perte­nece a Él.

La misión de la iglesia tiene su origen en la mente y el corazón de Dios, es revelada en las Sagradas Escritu­ras, y consiste en que la iglesia se haga presente en el mundo como la comunidad del Reino para comunicar el Evangelio por palabra y obra, en el poder del Espíritu Santo, en pro de la salvación integral del ser humano por medio de Jesucristo, para que El y solamente El sea glorificado, ahora y siempre. Amén.

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