El Mundo de Hoy – Estudio

El dato dominante del mundo moderno es el crecimiento acelerado de un nuevo tipo de sociedad —la sociedad de consumo— en la cual ha culminado la revolución tecnológica que se inició en el siglo XVIII. El fenómeno de las migraciones internas es cómplice del aumento vertiginoso, en todo el mundo, de una civilización urbana cuyo rasgo sobresaliente es la absolutización de los productos de la tecnología. Prác­ticamente toda la humanidad hoy participa en la vida de la ciudad. Como ha señalado Jacques Ellul, «estamos en la ciudad, aunque vivamos en el campo, puesto que hoy el campo (y pronto esto se aplicará inclusive a la inmensa estepa asiática) es sólo un anexo de la ciudad». Su afirmación no apunta solamente a un hecho que puede verificarse es­tadísticamente, a saber, la tremenda expansión demográfica de los centros urbanos. Constituye también una percepción de carácter global de la «mentalidad de consumo» que carac­teriza a la sociedad urbana, tanto en países desarrollados como en países subdesarrollados.

La sociedad de consumo es un engendro de la técnica y el capitalismo. Históricamente apareció en el mundo occiden­tal cuando la burguesía ascendió al poder político y puso la técnica al servicio de su propio enriquecimiento. La pro­piedad privada, que en la sociedad pre-industrial había ser­vido para dar seguridad a la gente común, dejó de cumplir una función social y se transformó en un derecho absoluto. Surgieron las grandes industrias capitalistas. La consigna sería el aumento constante de la producción, aunque buena parte de ésta consistiera en trivialidades –«artículos que, aunque sean reconocidos como parte del ingreso nacional, o no debían haberse producido hasta que se hayan producido otros artículos en abundancia suficiente, o no debían haberse producido nunca». Toda otra actividad que no incidiera directamente en el desarrollo industrial sería relegada a un plano inferior. Las relaciones laborales estarían regidas fun­damentalmente por el principio de la conveniencia personal de los propietarios de la industria, para quienes la propiedad sería un medio de enriquecimiento, no un instrumento de servicio a la sociedad. Los medios masivos de comunicación (especialmente la radio y la televisión) serían utilizados para condicionar a los consumidores a un estilo de vida que se trabaja para ganar, se gana para comprar y se compra para valer. Como ha demostrado Jacques Ellul, «el estilo de vida es formado por la publicidad’’. La publicidad está contro­lada por gente cuyos intereses económicos están ligados al aumento de la producción y éste a su vez depende de un consumo que sólo es posible en una sociedad en la cual vivir es poseer. La técnica se pone así al servicio del capital para imponer la ideología de consumo.

el mundo de hoy, israel, guerraEl sistema industrial actual está al servicio del capital, no del hombre. En consecuencia, convierte a éste en un ser unidimensional –un tornillo de una gran maquinaria que funciona según las leyes de la oferta y la demanda—; es la causa principal de la contaminación ambiental, y crea una inmensa brecha entre los que tienen y los que no tienen, a nivel nacional, y entre los países ricos y los países pobres, a nivel internacional. Esta brecha crece continuamente. Pese a los avances tecnológicos y una expansión industrial que no tiene precedentes en la historia humana, hoy el mundo sub- desarrollado está más lejos que nunca de la solución a sus problemas. La era de la técnica, que dio luz a la liberación de la energía atómica e inició la conquista del espacio, es tam­bién, paradójicamente, la era del hambre. Las naciones ricas en general se niegan a reconocer la relación que hay entre su propio desarrollo económico y el subdesarrollo de las nacio­nes pobres. Y los organismos internacionales, como la FAO, se ven atados de manos por la falta de mecanismos para exigir la colaboración de los grandes países industrializa­dos. Como dice Josué de Castro, «la doctrina oficial del desarrollo de las grandes potencias occidentales es muy limitada y se halla dominada por preocupaciones egoístas y de inspiración netamente colonialista». La avaricia está en el mismo cimiento económico en que se basa la sociedad de consumo.Los analistas de la sociedad contemporánea en general consideran que en los países desarrollados se está viviendo en la transición entre la primera y la segunda revolución técnica. Si en la primera la energía del hombre fue reem­plazada por la energía mecánica, en la segunda el pen­samiento de las máquinas está reemplazando al pensamiento humano. Se está iniciando la era de la automatización y la cibernética. Como nunca antes, existen los recursos técnicos para poner fin a uno de los más agudos problemas que afligen a las masas en las tres cuartas partes del mundo: el hambre. Sin embargo, la técnica mantiene sus ataduras con intereses económicos de una minoría que permanece ajena a la miseria de los «desheredados de la tierra». Han surgido grandes empresas multinacionales, cuya expansión econó­mica es tal vez el factor más importante en la exportación de la ideología del consumo al Mundo de los Dos Tercios. Los centros urbanos no sólo sirven como base de operaciones para las grandes industrias, su propia existencia depende de la sistematización, de la organización de toda la vida en función de la producción y el consumo. Por eso la ciudad poco a poco va metiendo a todos los hombres en un molde materialista, un molde que absolutiza las cosas porque son símbolos de status, un molde que no deja lugar para cuestio­nes relativas al sentido del trabajo o el propósito de la vida.

Pero la ideología del consumo se ha impuesto en el mundo moderno, inclusive en lugares donde reina la miseria. Los medios masivos de comunicación se encargan de difundir tanto en los barrios altos como en los cinturones de pobreza de los grandes centros urbanos la imagen de la felicidad, el homo consumens. El resultado es que el mundo entero se va transformando en una «aldea global» que encuentra en el consumo su principio de unidad. Aunque en los países sub- desarrollados lo que se consume efectivamente sea mucho menos que en los desarrollados, priva la mentalidad que concede, a los productos de la industria un lugar preferencial. La obsesión de los ricos es lo que acertadamente Josué de Castro ha calificado como «consumo ostentoso»: el consumo de artículos de lujo importados, de poca o ninguna utilidad para el desarrollo económico y social de la colectividad, y que perjudican sustancialmente la marcha de la propia economía».

Por otra parte, la ambición de los pobres es el ascenso social para alcanzar un nivel que les permita no sólo la satisfacción de las necesidades más elementales (alimento, vestido y vivienda), sino la adquisición de productos publicitados que se constituyen en símbolos de status (especial­mente el automóvil y los implementos eléctricos). Lo que se ha dado en llamar «la revolución de las expectativas crecientes», es un valor ambiguo: expresa la búsqueda de respeto por la dignidad humana por parte de los que viven en la indigencia, pero refleja también el condicionamiento a que éstos están sujetos por los medios masivos de comunicación con su homo consumens como la imagen del hombre ideal.

Detrás del materialismo que caracteriza a la sociedad de consumo yacen los poderes de destrucción al que hace refe­rencia el Nuevo Testamento. El apóstol Pablo en particular discernió que los principados y potestades del mal estaban atrincherados en estructuras ideológicas que oprimían a los hombres. Este no es el lugar para una elaboración del tema pero las dos observaciones siguientes en cuanto al concepto paulino de la relación entre el «mundo» (en su acepción negativa) y los poderes demoníacos son pertinentes:

1. El mundo es un sistema en que el mal está organizado contra Dios.

Lo que da ese carácter, sin embargo, es su conexión con Satanás y sus huestes. Satanás es el «dios de este mundo» (2 Co 4:4, cf. Jn 12:31, 14:30, 16:11; 1 Jn 5:19); sus huestes son los que «gobiernan este mundo» (1 Co 2:6, V.P.), «los que tienen mando, autoridad, dominio sobre este mundo oscuro» (Ef 6:12, V.P.), «los rudimentos del mundo» (Gá 4:3,9; Col 2:8,20). Esta visión apocalíptica del mundo, que permea el Nuevo Testamento y apunta a la dimensión cósmica tanto del pecado como de la redención cristiana ofrece un telón de fondo aparte del cual no se puede entender debidamente la obra de Jesucristo.

2. Los poderes demoníacos esclavizan al hombre en el mundo por medio de estructuras y sistemas que él absolutiza.

En un importante artículo sobre «La ley y este mundo», Bo Reicke ha demostrado que la advertencia que el apóstol Pablo hace a sus lectores en Gálatas 4:8ss. no es meramente contra el legalismo sino contra el retomo a la esclavitud a poderes espirituales que ejercen dominio sobre los hombres por medio de la religión organizada, contra el retorno a dioses que en su naturaleza esencial son no-dioses. Esta interpretación concuerda con la mejor lectura de 1 Corintios 10:20, donde la idea no es que los sacrificios paganos son ofrecidos a los demonios «y no a Dios» (Reina Valera), sino que son ofrecidos a los demonios y «lo que es no-Dios”. En palabras del comentarista C. K. Barrett, para Pablo la idola­tría «era mala principalmente porque robaba al Dios verda­dero la gloria que le correspondía a él sólo… pero era mala también porque significaba que el hombre, envuelto en un acto espiritual y dirigiendo su adoración a algo que no era el Dios verdadero, era conducido a una relación íntima con poderes espirituales, inferiores y malos».16 La misma estre­cha relación entre los poderes demoníacos y la absolutización idolátrica de un sistema de manufactura humana aparece de nuevo en Colosenses 2:16ss. y no está lejos de las 10 referencias a «la sabiduría de este siglo», en los dos pri­meros capítulos de 1 Corintios. Hablar del mundo es hablar de toda una estructura de opresión regida por los poderes de destrucción, estructura que somete a los hombres a esclavi­tud por medio de la idolatría.

La vigencia de estos conceptos paulinos es obvia cuando se comprende el carácter idolátrico y el poder de condi­cionamiento de la sociedad de consumo. Traducido al len­guaje de la sociología moderna, el vocabulario del apóstol apunta a instituciones e ideologías que trascienden al indi­viduo y condicionan su pensamiento y estilo de vida. Tanto los que circunscriben la acción de los poderes del mal al terreno del ocultismo, la posesión demoníaca y la astrología, como los que consideran que las referencias neotestamentarias a esos poderes son una mera máscara mitológica de la cual hay que extraer el mensaje bíblico, terminan por reducir el mal a un problema personal y la redención cristiana a una experiencia individual. Una mejor alternativa es aceptar el realismo de la descripción bíblica y entender la situación del hombre en el mundo en términos de esclavitud a un mundo espiritual de la cual necesita ser liberado. Como afirma A. M. Hunter, «no hay razón metafísica para que el cosmos no contenga espíritus más altos que el hombre, espíritus que han hecho del mal su bien, que desprecian a la raza humana, y cuyas actividades son coordinadas por un estratega princi­pal». En su rebelión contra Dios, el hombre es esclavo de los ídolos del mundo por medio de los cuales actúan esos poderes. Y los ídolos que hoy esclavizan al hombre son los ídolos de la sociedad de consumo.

Tanto la técnica como el capital pueden ponerse al servicio del bien o del mal. De su unión, que no reconoce ningún principio ético, ha surgido una sociedad que absolutiza la prosperidad económica y el consecuente bienestar material del homo consumens. La sociedad de consumo es la realidad social, política y económica en la cual toma forma hoy este mundo dominado por los poderes de destrucción. El mate­rialismo —la fe ciega en la técnica, la indeclinable reverencia a la propiedad privada como un derecho absoluto, el culto al aumento de la producción mediante el saqueo irresponsable de la naturaleza, el desmesurado enriquecimiento de las grandes empresas a costa del empobrecimiento de «los des­heredados de la tierra», la fiebre del consumo, la ostentación y la moda— ésta es la ideología que está destruyendo la raza humana. La iglesia de Jesucristo está empeñada en un con­flicto contra los poderes del mal atrincherados en estructuras ideológicas que deshumanizan al hombre, condicionándolo para que relativice lo absoluto y absolutice lo relativo.

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