La Noche Viene – Estudio

Me es necesario hacer las obras del que me envió, en­tre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar. Juan 9:4

LA VIDA sin una misión no tiene mucho sentido.

Jesús era consciente de su misión. Sabía por qué había venido al mundo y sabía también quién lo había en­viado. Al contemplar al ciego en la oscuridad de su inca­pacidad, dijo a sus discípulos: “Me es necesario hacer las obras del que me envió”. No dijo: “Haré”, sino: “Me es necesario hacer”. Jesús compromete a sus discípulos con la misión porque quería ayudarlos. El sabe que cuando la iglesia pierde su sentido de misión, pierde también su ra­zón de existir y se convierte en un simple club religioso, más o menos sofisticado como cualquier otro club. El sabe que cuando la iglesia pierde su sentido de misión, corre el peligro de ser devorada por el virus del institucionalismo, donde la misión es apenas un pretexto para hacer crecer la estructura. Jesús sabe también que cuando una vida pier­de el sentido de misión, se pierde en las sombras de la autocompasión, la inercia y el egoísmo desenfrenado.

Jesús es un Dios que trabaja y está sirviendo constante­mente. El primer acto divino que la Biblia registra es su obra de creación, y al crear al hombre, lo creó también para el servicio. El trabajo no era originalmente la carga pesada que es hoy. El aspecto cansador, rutinario y estre­sante del trabajo es también resultado de la entrada del pecado, pero Dios nunca imaginó la vida del ser humano sin actividad. Felicidad nunca sería sinónimo de pereza o inactividad.

En mayo de 1995 Christopher Revees, el famoso actor que personificaba el “Superman” de la TV, sufrió un terri­ble accidente mientras participaba de una competencia deportiva. Cayó del caballo y quedó varios días entre la vida y la muerte. Hace pocas semanas el mundo entero se emocionó con las declaraciones de Christopher. Ayudado todavía por los aparatos para respirar y moverse, dijo con dificultad: “Yo andaré de nuevo”. Cuando se le preguntó cómo, él respondió: “Estoy trabajando para eso. Por aho­ra hago diez horas de ejercicios diarios para aprender a respirar sin aparatos; después comenzaré a trabajar para volver a andar”.

Christopher tenía sólo dos caminos. Sentirse un infeliz por haber sufrido el accidente, insultar a Dios, rebelarse contra el mundo y encerrarse en las tinieblas de la auto- compasión y las quejas, o luchar y trabajar, sabiendo que el trabajo tiene la capacidad de dar sentido hasta a una vida hecha pedazos como la suya.

¿Estás tú postrado en el lecho del dolor? ¿Crees que tu vida está llegando al fin? ¿Te sientes derrotado? ¿Miras atrás y ves que lo que tú conseguiste no es casi nada com­parado con lo que otros consiguieron? Respóndeme, en­tonces: ¿Tienes tú un objetivo para tu vida? ¿Cuál es tu misión? ¿Estás comprometido con ella?

“Me es necesario hacer las obras del que me envió”, dijo Jesús. ¿Qué obra? La obra de restauración. ¿Por qué? Veamos. La obra maestra de la creación fue el ser huma­no. El estaría por encima de todas las criaturas, cuidaría de ellas, las protegería, y ellas lo servirían. El verdadero servicio es siempre una respuesta al amor. Todo salió de las manos del Creador como estaba planeado, pero el ene­migo apareció, como si fuese un niño travieso, y desfigu­ró el maravilloso cuadro de la creación. El hombre co­mienza ahora a pelear con el propio hombre. Se siente solo. Pasa a tener miedo del futuro. Se enferma, comienza a morir y a destruir la naturaleza, su propio hábitat. Queda como enloquecido. Como ciego, entra en el mundo de las tinieblas de su propia confusión y es preciso hacer algo.

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Dios no podía permitir que la obra suprema de su crea­ción fuese la caricatura humana que Adán parecía ser; entonces entra en acción el plan de la redención. Es nece­sario volver a crear. Hay que redimir y salvar. Es necesa­rio iluminar las tinieblas, abrir los ojos del ciego, hacer andar al paralítico y hasta resucitar a los muertos. Esa es la misión de Jesús. El mismo dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los que­brantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (S. Lucas 4:18-19; la cursiva es nuestra).

Un milagro moderno

A lo largo de mi vida he visto muchas veces esa mara­villosa obra de recreación. Mientras dirigía una campaña evangelística en el gimnasio Gigantinho, de Porto Alegre, RS, Brasil, un caballero me buscó. Vestía un elegante saco de cuero gris, jeans de buena calidad y zapatos finos que combinaban con el saco.

—¿Se acuerda de mí? —preguntó.

Le respondí que no. Y él, sonriendo, prosiguió: “Sería imposible que se acordara”. Después me contó su histo­ria.

“Mi nombre es Luis. Hace seis años, cuando usted predicó en este mismo gimnasio, yo era un mendigo que an­daba por las calles comiendo basura para poder vivir. Lle­no de vicios, acabado, con ropas inmundas, cabello largo, sucio, y despreciado por todo el mundo. Una noche fría del mes de agosto, buscando un lugar donde pasar la no­che, vi el gimnasio abierto y a mucha gente que entraba. Me acerqué y como no cobraban entrada, entré y me aco­modé en las galerías. Usted estaba predicando. Dijo mu­chas cosas que ya no recuerdo. Pero algo que usted dijo hizo un cambio en mi vida para siempre. En medio de la multitud usted dijo: ‘Tú eres la cosa más linda para Jesús, no importa quién eres, ni cómo estás en este momento. Jesús te ama y dejó todo para venir a buscarte’.

“Aquello tocó mi corazón. ¿Cómo podía Jesús amar­me? ¿Cómo podría ser yo la cosa más linda para él? Nadie me amaba. Todo el mundo me rechazaba. Era pateado de un lado para otro; no parecía más un ser humano, y ¿cómo era posible que alguien me amase? Pero usted predicaba con tanta convicción que creí y dije en mi corazón: ‘Cuan­do termine la reunión quiero ir y saludar a este predicador. Si él me recibe, sé que Jesús me recibirá’. Pero cuando acabó el mensaje y yo corrí hacia detrás de la plataforma, ni siquiera pude llegar cerca de usted porque unos hom­bres fuertes no me dejaron pasar. Entonces pensé que si no podía llegar cerca de un hombre de carne y hueso, ¿cómo podría llegar cerca del Rey del universo?

“Ya me iba triste, frustrado, cuando vi descender de la plataforma a la joven que había cantado en el llamado para aceptar a Cristo. Era joven, bonita, elegante. Pensé que ella ni siquiera me miraría, pero le extendí la mano tími­damente. Ella se detuvo, me miró y me abrió los brazos. Pastor, yo nunca olvidaré aquel momento. Mientras Sonete me abrazaba sentí que Jesús me estaba abrazando. Sentí el toque del perdón y de la transformación. Sentí quebrar las cadenas del vicio y del pecado, por el poder de Jesús.

Ya pasaron seis años. Mi vida cambió completamente. Hoy soy un artista. Trabajo en un gran circo, soy feliz porque Jesús me encontró, me perdonó y me transformó”.

Al sábado siguiente, ante 20.000 personas que llena­ban el Gigantinho, tuve la alegría de presentar a Luis como uno de los milagros modernos de liberación y transforma­ción en virtud del poder de Dios.

Fue para eso que Jesús vino al mundo. La misión que dio sentido a su existencia en esta tierra fue la búsqueda del hijo pródigo que un día abandonó el hogar paterno. Encontró paralíticos que por su incapacidad de moverse, simbolizaban al pobre hombre que en su mente hace las más lindas decisiones pero que tiene la desdicha de cargar un cuerpo incapaz de materializar sus intenciones. Encon­tró ciegos que en la oscuridad de su confusión ni siquiera notaban que se acercaban a la autodestrucción. Encontró endemoniados, víctimas indefensas en manos del enemi­go, que simbolizaban la triste realidad del hombre que cayó tan bajo que estaba a punto de no tener más voluntad pro­pia ni personalidad para levantarse. Encontró muertos, como Lázaro, que en la descomposición de sus carnes, y en el horrible olor de su condición, simbolizaban al ser humano que se volvió un cadáver espiritual, inerte, nau­seabundo, sin más esperanza de recuperación desde el pun­to de vista humano.

Pero Jesús encontró a todos ellos y los restauró, los transformó, cambió el rumbo de sus vidas y con eso nos dice hoy: “Hijo, yo no estoy preocupado en saber cuántas veces has intentado mejorar, ni cuán bajo has caído. Des­de el límite de la desesperación, desde el fondo de la os­curidad y tinieblas en que tú estás cautivo, clama a mí y yo te oiré. Abre tu corazón y entraré. Dame una oportuni­dad y verás las maravillas que yo soy capaz de hacer”.

Esa era la obra de Dios: salvar personas. El no se per­día en los detalles. El no desperdiciaba sus esfuerzos en los medios. El iba al objetivo. El blanco estaba bien claro en su mente. ¿Sabes por qué? Porque él conocía a Aquel “que me envió”.

La razón de la misión

Tú nunca sabrás para dónde vas si no sabes de dónde vienes. Nunca serás capaz de realizar “las obras” si no sabes “quién te envió”.

San Pablo decía: “Pablo, apóstol (no de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos)” (Gálatas 1:1, la cursiva es nuestra).

¿Conoces tú quién te envió? ¿Sabes por qué haces lo que haces, por qué vives y cómo vives? Si tú no conoces al QUIEN del cristianismo y vives sólo preocupado en obedecer los QUES, caerás en el terreno del moralismo barato y destituido de sentido.

Si tú no pasaste horas a los pies del QUIEN, aprendien­do de él y siendo transformado por él, si el maravilloso amor del QUIEN no está reflejado en tu vida, entonces tú caerás en el terreno del cristianismo hueco. Pablo dice: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe” (1 Corintios 13:1).

Ningún cristiano tiene condiciones de sobrevivir en la vida cristiana si no sabe QUIEN lo envió o a QUIEN está siguiendo. La vida cristiana está llena de pruebas y difi­cultades. Seguir a Jesús demanda renunciamientos y sa­crificio. No todos los que se llaman cristianos han sido transformados por el poder de Jesús; por lo tanto, tú po­drás encontrar gente que dice ser cristiana y sin embargo vive peor que aquellos que nunca oyeron hablar de Jesús, y si tú no sabes a QUIEN estás siguiendo, te frustrarás, quedarás chasqueado y con la disposición de volver atrás.

Si eres un obrero y no conoces QUIEN te envió, te desanimarás ante el primer obstáculo que se presente en el cumplimiento de tu misión. Piensa en Jesús y en las difi­cultades de su ministerio. Era en un día sábado. El sabía que por hacer el milagro en ese día sería criticado y con­denado por los fariseos. Sabía que el cumplimiento de la misión, podría traer problemas a su vida. Pero él conocía QUIEN lo había enviado, y cuando tú conoces QUIEN te envió no tienes miedo de lo que pueda aparecer adelante. Las personas pueden criticarte, condenarte, traicionarte, frustrarte o chasquearte. Tú puedes ser incomprendido, perseguido o injustamente tratado, pero tú sabes para qué has venido a este mundo. Tú sabes por qué vives. Tu vida tiene sentido porque palpita comprometida con la misión, nacida de una correcta comprensión y conocimiento de QUIEN te envió.

Este conocimiento no te lleva nuevamente al cumpli­miento de la misión; va más allá: le da urgencia al com­promiso. “Me es necesario hacer las obras del que me en­vió, entre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar”, dijo Jesús.

El día generalmente representa la oportunidad de ser­vir. El sol brilla, hay luz y hasta el cuerpo humano está biológicamente condicionado para realizar su trabajo. Pero es una ley física que el día, como promedio, dura 12 ho­ras. Después vienen las tinieblas. La noche es inexorable, por lo tanto conviene hacer lo que es necesario mientras el día dura. Haz de cuenta que una vida de 70 años fuese concentrada en un día desde las siete de la mañana hasta las once de la noche, y mira cómo es elocuente la fugaci­dad del tiempo.

Si hoy tuvieras 15 años, son las 10:25 a.m.

Si tuvieras 20 años, son las 11:34 a.m.

Si tuvieras 25 años, son las 12:42 p.m.

Si tuvieras 30 años, es la 1:51 p.m.

Si tuvieras 35 años, son las 3:00 p.m.

Si tuvieras 40 años, son las 4:08 p.m.

Si tuvieras 45 años, son las 5:16 p.m.

Si tuvieras 50 años, son las 6:25 p.m.

Si tuvieras 55 años, son las 7:34 p.m.

Si tuvieras 60 años, son las 8:42 p.m.

Si tuvieras 65 años, son las 9:51 p.m.

Si tuvieras 70 años, son las 11:00 p.m.

¿Qué te parece? ¿Quedaste serio? Y mira cómo el asunto es mucho más serio si recuerdas que el ser humano duer­me como promedio 8 horas por día. Quiere decir que al­guien que viva 75 años habrá pasado 25 años durmiendo. ¿Ves cómo la vida es breve? Tal vez por eso es que Salomón aconsejó: “Acuérdate de tu Creador en los días de tu ju­ventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamien­to” (Eclesiastés 12:1).

Nunca me olvidaré lo que mi padre dijo al salir del bau­tisterio. Había luchado contra Jesús durante 34 años. Ahora, en la vejez, con casi 90 años, aceptaba a Jesús, y yo tuve la alegría de bautizarlo; sin embargo, al salir del bautiste­rio me abrazó y dijo: “¿Por qué, hijo, por qué tuve que postergar tanto? Yo sé que Dios me ama y que él me per­donó, pero yo no tengo más fuerzas para hacer algo por él”.

Era verdad. La noche estaba llegando, y él no había hecho las obras del Señor cuando el día duró.

Pero en esta declaración de Jesús no tenemos solamen­te implicaciones de servicio, sino también de salvación. Mi padre aceptó a Jesús en el fin de la vida. El ladrón en la cruz aceptó a Jesús en el fin de la vida. Hace un tiempo hablé por teléfono con una persona que aceptó a Jesús en el hospital y está condenada a muerte por el cáncer. Pero, ¿y los que nunca aceptaron a Jesús? Jesús es la luz de este mundo. Podemos ser salvos, únicamente si lo aceptamos. Si él es rechazado y tú no tienes lugar para Jesús en tu vida, el resultado natural es la oscuridad, las tinieblas de la confusión, la desesperación del vacío.

Aquel ciego de la historia bíblica, vivía la noche per­manente de la ausencia de Jesús en su vida. Existen perso­nas hoy que voluntariamente viven sus noches oscuras porque no quieren aceptar a Jesús. “La noche viene”, dijo Cristo, y aquí estaba hablando de su crucifixión. “Todavía un poco, y el mundo no me verá más” (S. Juan 14:19).

Esta es tu oportunidad. Es hoy cuando tienes que abrir el corazón a Jesús. Es hoy que él está llamando a la puerta de tu corazón. Es hoy, mientras el día dura, porque la no­che viene cuando nadie puede trabajar.

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