El Poder de una Vida Transformada – Estudio

Entonces los vecinos, y los que antes le habían visto que era ciego, decían: ¿No es éste el que se sentaba y mendigaba?. Juan 9:8

No existe mayor argumento en favor del Evangelio que una vida transformada por Jesús. El hombre de nuestros días está cansado de oír teorías y filo­sofías huecas. Todo el mundo habla, todo el mundo pro­mete, pero el Evangelio va más allá de la simple teoría. El Evangelio se hace vida, carne, experiencia, sale del roman­ticismo de la filosofía barata y entra en la vida práctica.

La vida transformada del ciego perturbó a la sociedad de sus días. Había en él algo diferente. Todos lo podían ver. No era tanto lo que él decía, era el hecho incontesta­ble de haber recuperado la visión. Cualquiera puede con­tradecir tus palabras, pero nadie puede refutar tu vida. Contra los hechos no hay argumentos.

Los vecinos que otrora lo habían visto cuando era men­digo, ahora se preguntaban unos a otros:

“¿No es éste el que se sentaba y mendigaba? Unos decían: El es; y otros: A él se parece. El decía: Yo soy” (vers. 8-9).

Ahí estaba el fruto del Evangelio auténtico y el mundo a su alrededor tembló.

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Un caso imposible

En algún lugar del mundo que no identificaré, para pro­teger la imagen de la persona, un muchacho me buscó, acabado por el tipo de vida que vivía. Me contó cosas te­rribles. Era homosexual, estaba viciado con drogas, y mu­chas veces hasta vendía su cuerpo para sobrevivir. A lo largo de mi ministerio encontré personas de todo tipo y maravillosamente vi el poder transformador de Cristo.

Pero aquel día tuve pena de aquel muchacho y de algu­na manera pensé que un caso así era humanamente irre­versible. Cuando lo vi partir, pensé que nunca más lo ve­ría. Abandonar las drogas en el punto en que él estaba ya sería un milagro, pero cambiar las tendencias homosexua­les arraigadas y hacer una higiene completa de la manera de sentir y de pensar… ¡Ah, era demasiado! Claro que Dios es capaz de hacer un milagro; sin embargo, aquel día com­prendí que yo tenía mucho que aprender de Dios.

Me contó su drama. Había nacido en un hogar cristia­no, pero a los 13 años de edad su padre lo descubrió reali­zando prácticas homosexuales y lo expulsó de la casa. ¿Adónde va un chico de esa edad, si los padres le niegan un lugar en la familia? A partir de allí creció con personas de las mismas tendencias y pasó a vivir una vida triste.

Oré con él, le conté los milagros que Dios hiciera en otros lugares, con otras personas. Por algunos momentos, él acusó a Dios: “¿Por qué Dios me creó con estas tenden­cias? ¿Por qué soy así?”

—¿Por qué me has buscado? —pregunté.

—Me decían que necesito ayuda —dijo.

Su conciencia lo estaba enloqueciendo. Me contó que la madre le había enviado un casete con un sermón mío y después de escucharlo cayó de rodillas clamando por un milagro.

Algunos días después de aquel encuentro, recibí una carta suya. Pedí ayuda a algunos especialistas. Entonces le escribí al chico una larga carta. Oré por él muchas ve­ces. En ocasiones, cuando en la calle veía a alguien pare­cido, me acordaba del muchacho y me dolía el corazón. Recordaba sus lágrimas de impotencia, de fracaso y des­esperación. Recordaba su angustia de querer ser de otra manera. Había ido demasiado lejos, es verdad, pero si pe­día ayuda era porque el Espíritu de Dios todavía hablaba a su corazón. Todavía había esperanza.

Dos años después recibí otra carta de él. Era una carta diferente. Decía: “Un día usted va a tener una sorpresa conmigo”.

Varios años después, lo encontré de nuevo. Vestía un traje azul marino y una corbata colorida, muy moderna. Al fin del culto, me abrazó. No lo reconocí; nunca lo ha­bría reconocido si él no hubiese comentado algunos de­talles. Y pregunté: “No puede ser, ¿eres tú?” “¿Usted no cree en los milagros que predica?”, me respondió con los ojos brillando de emoción. Después me contó el segundo capítulo de su historia.

Hoy él vive en otro país. Dijo: “Era necesario cortar todas mis raíces; ahora soy feliz en Cristo. Vine aquí sólo para contarle lo que Jesús hizo por mí, y para que mi fa­milia sepa que yo morí a mi vieja vida y renací en Cristo”.

Quien conoció un día a este muchacho no puede creer la transformación que se operó en él por el Santo Espíritu. Pero su vida es incontestable. ¿Quién puede refutar el tes­timonio del Evangelio que se hizo carne?

En el Evangelio de San Juan, capítulo 1, versículo 1, encontramos lo siguiente:

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”.

Ahí vemos a Dios y su Palabra, su mensaje, su Evangelio, su buena nueva. La humanidad estaba necesitando las buenas nue­vas de la salvación. El mundo, que fuera hecho por la Pa­labra creadora del Padre, ahora necesitaba de la Palabra redentora, restauradora, salvadora. ¿Cómo envió Dios su Palabra al mundo? ¿La imprimió en un folleto? ¿La expli­có en una revista? ¿La publicó en un libro? ¿Puso carteles por todos los rincones del universo? Y si en aquel tiempo hubiera existido la radio, la TV y el Internet, ¿habría en­viado Jesús su Palabra a esta tierra a través de esos instru­mentos?

El argumento más poderoso

No quiero que me entiendan mal. Yo creo que nosotros los cristianos debemos usar hoy todos los instrumentos a nuestro alcance para predicar el Evangelio: libros, revis­tas, folletos, carteles publicitarios, radio, TV, informática, etc. Si el enemigo de Dios usa todos los avances de la ciencia para sus fines, ¿por qué no usar esos mismos ins­trumentos para la predicación del Evangelio?

Pero mi pregunta es: ¿Qué hizo Dios para enviar su Palabra redentora al mundo? La respuesta está en el versí­culo 14 de San Juan 1:

“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”.

Este fue el método divino para la transmisión de su mensaje. Podríamos llamar a esto el método encarnacional. Jesús se volvió la expresión visi­ble del Dios invisible. El dijo a sus discípulos:

“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (S. Juan 14:9), y nosotros los seres humanos vimos su gloria, su carácter, “gloria como del unigénito del Padre” (cap. 1:14).

Jesús no sólo habló del amor. El amó. Era la Palabra hecha vida, experiencia. El era la Palabra que no sólo se podía oír, sino que se podía ver. En su invitación a los primeros discípulos que deseaban seguirlo, dijo: “Venid y ved” (S. Juan 1:39), y los discípulos aprendieron de inme­diato que no puede existir Evangelio destituido de carne, ni mensaje separado de la vida práctica. Por eso, ellos co­rrieron a Natanael y dijeron también:

“Ven y ve” (S. Juan 1:46). Nunca, ni Jesús ni sus discípulos dijeron: “Ven y piensa en esta maravillosa teoría”, sino, “Ven y ve un he­cho”.

La Palabra se hizo carne, se hizo vida, experiencia dia­ria, y vimos su gloria, su carácter, “gloria como del unigénito del Padre”. ¿Pronunció Jesús algún discurso sobre la santidad de la maternidad? No sé. Pero yo sé que en la hora de su muerte hizo algo concreto para que su madre no quedara sola.

¿Argumentó Jesús sobre el proceso del crecimiento es­piritual y el desarrollo del carácter? Hizo más que eso: “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (S. Lucas 2:52).

Jesús hizo algo más que dar consejos sobre cómo en­frentar la tentación. El la enfrentó y después de 40 días de lucha en el desierto, regresó victorioso.

¿Habló él de la dignidad del trabajo? No, pero trabajó en la carpintería y sus manos se llenaron de callos, con las herramientas.

El no intentó probar la existencia de Dios. El dejó que el Padre viviese en él, y los hombres no podían dudar de que existía un Dios eterno y Todopoderoso.

Jesús nunca especuló sobre la doctrina de la Trinidad. El apenas dijo:

“Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (S. Mateo 12:28).

En esa declaración esta­ba la Trinidad: “Yo”, “Espíritu de Dios”, “Dios”. No era algo especulativo, no era la palabra escrita o hablada. Era la palabra vivida, echando fuera los demonios y trayendo el reino de Dios.

Jesús no hizo apenas un lindo discurso en favor de los niños, no. El los puso sobre su regazo y los acarició. No sólo enseñó cómo orar. El pasó noches enteras orando. No habló maravillas sobre la amistad; lloró cerca de la tumba de su amigo Lázaro. Él era el Evangelio hecho vida, la Palabra hecha carne, y nosotros, los seres humanos, pudimos ver la gloria del Padre a través de la vida del Hijo.

En la mente divina nunca existió mensaje sin carne. Dios quiere grabar su Evangelio en la vida del ser huma­no para que el mundo pueda ver que el Evangelio funcio­na. Primero, la vida del ser humano tiene que volverse una “buena nueva”, antes que él anuncie las “buenas nue­vas”.

Cuando el ciego de nuestra historia apareció andando por las calles de la ciudad, los hombres se estremecieron. ¿Quién se atrevería a negar el poder transformador de Je­sús? Antes de su encuentro con Cristo, aquel hombre no pasaba de ser un pobre ciego, condenado a mendigar y a vivir de la buena voluntad de los otros. Pero Jesús apare­ció y todo cambió, y a partir de entonces aquel hombre no predicó sólo con su palabra. Su vida era el mejor sermón.

¿Qué podemos decir en cuanto a ti y a mí? ¿Qué hizo el Evangelio por nosotros? ¿Nos enseñó a ir a la iglesia una vez por semana, y ayudar de vez en cuando a los pobres y distribuir folletos con el mensaje de Jesús? ¿Eso es todo? ¿Y en cuanto a mi vida? ¿Cambió mi temperamento? ¿Pasé a amar en lugar de abrigar rencor u odio en mi corazón? ¿Aprendí a perdonar a los que atormentan mi vida? ¿Son felices las personas que viven alrededor de mí? ¿Mi espo­sa, mis hijos? ¿Qué piensan ellos acerca de los mensajes que predico y escribo? Yo era un mendigo; ¿tienen hoy las personas dificultad para reconocerme porque hubo un cambio completo en mi modo de vivir?

Cierto cristiano trataba de convencer a su vecino a ser cristiano, pero el vecino respondió: “¡Ah, amigo mío! Lo que tú hablas parece lindo, pero tus actitudes hacen tanto barullo que no consigo entender claro”.

Mahatma Gandhi, el gran líder hindú, después de estu­diar la doctrina cristiana, dijo: “La doctrina es perfecta; yo me haría cristiano si no fuese por culpa de los cristia­nos”.

Conocí a Rose en Fortaleza, Ceará, Brasil, mientras realizaba una cruzada evangelística. Todas las noches era poseída por el demonio y gritaba de una manera asustadora a lo largo de la predicación. El último día de las reuniones ella estaba en la fila de las personas que iban a ser bauti­zadas, cuando fue poseída de nuevo por el enemigo. Los diáconos la llevaron para el camarín, pero ella pidió que la llevasen a la pila bautismal.

Cuando los diáconos me la entregaron, el enemigo to­davía luchó para controlar la voluntad de esa angustiada joven. Pensé que no debería bautizarla en esas condicio­nes, pero sus ojos suplicantes parecían decirme: “Pastor, por favor, bautíceme”. Hice la oración y la bauticé, y al salir del agua toda la iglesia pudo ver el brillo de felicidad en los ojos de Rose. La abracé y le dije que de allí en adelante no debía temer porque Jesús la había libertado.

Muchos meses después me encontré nuevamente con Rose, y con los ojos todavía brillantes de regocijo, dijo: “Pastor, soy victoriosa en Cristo; el enemigo nunca más me atormentó”.

Lo que impresiona de esta experiencia es que los veci­nos, que a veces no conseguían dormir por causa de los gritos aterradores que Rose daba cuando el enemigo la poseía, hoy podían ver el brillo de su rostro y su serena mirada que reflejaba la paz de su corazón. Esto impresio­nó profundamente a algunos vecinos que comenzaron a estudiar la Biblia y que frecuentan la iglesia.

¿Ves? Una vida transformada es el mejor argumento que Jesús tiene para probar a los hombres que el Evange­lio realmente funciona. ¿No te gustaría ser un instrumen­to mediante el cual Dios presenta su mensaje al mundo?

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