¿Por que Regresan los Pródigos? – Estudio

Con toda sinceridad y firme determinación cantamos el himno cuya letra dice:

«Dejo el mundo y sigo a Cristo, pues el mundo pasará.

Dejo el mundo y sigo a Cristo.

Mi alma en él consolaré.

Dejo el mundo y sigo a Cristo, mi benigno Salvador.

Dejo al mundo y sigo a Cristo.

Confiaré yo en su cruz».

No obstante, tan pronto hemos terminado de cerrar el Himnario nos encontramos con la amarga realidad de que ni queremos dejar el mundo, ni somos capaces de seguir a Cristo.

¿Cuál es el secreto para que no solo cantemos, sino que realmente dejemos el mundo y sigamos a Cristo? ¿Qué hace que un pecador anhele de manera irresistible repudiar el mundo y volver a su Dios? ¿Qué induce a alguien a salir de la taberna y venir a la iglesia? ¿Qué impulsa a una persona a abandonar su vieja vida de pecado para abrazar una nueva vida de obediencia a Dios?

Comencemos a contestar estas preguntas señalando tres as­pectos que no hacen retomar al pecador a Dios ni a su iglesia.

En primer lugar, debemos saber que la clave para dejar el mundo y seguir a Cristo no es sentir el dolor ni el sufrimiento que trae consigo una vida de pecado. Prueba evidente de ello es que, aun cuando todo el que peca siente el inevitable dolor que conlleva el pecado, no todos los pecadores regresan a Dios. De hecho, la mayoría no lo hace nunca.

El ser humano tiene una extraordinaria capacidad de adaptación, incluso al dolor y al sufrimiento. Puede hacer de las calles más detestables y peligrosas de las grandes ciudades, su hogar; puede ver en los pestilentes basureros, su comedor; pue­de encontrar en las duras y frías aceras de las desoladas ave­nidas, su recámara; puede convertir en su cama los sucios pedazos de cartones que encuentra en las calles, y transformar en su cobija sus viejos y apestosos harapos.

Si lo dudas, sal a pasear a medianoche por las calles de cual­quiera de nuestras grandes ciudades y verás a viejos y jóvenes, a hombres y mujeres durmiendo cual perros callejeros en las más precarias condiciones; verás a drogadictos y borrachos ti­rados sobre las duras y heladas superficies de las aceras, su­friendo el frío de la noche y cargando la angustia de la soledad y el abandono y, a pesar de todo ello, continúan adheridos a su maldad como la hiedra al muro.

hijo prodigo, regresanEn segundo lugar, tampoco es el miedo al juicio venidero, ni el temor al castigo eterno o el pavor a las llamas del in­fierno, lo que hace volver al pecador a su hogar. Llevo años viendo —y supongo que tú también— que la presentación de estos conceptos, incluso con exagerada crudeza, lo único que produce son breves momentos de obediencia y leves chispa­zos de buena conducta, que desaparecen y se apagan tan pronto como el recuerdo del infierno pasa, y que duran tanto como la mente tarda en acomodarse a dichas imágenes de dantesco horror.

En tercer y último lugar, fijémonos en que tampoco es el conocimiento de la forma correcta de vivir lo que hace al pe­cador repudiar el mundo y volver a su Dios. Hay millones de personas que conocen los ideales de la conducta humana y no los ponen en práctica. Saben que están siguiendo pautas in­correctas, pero continúan caminando por una senda errada. Típico ejemplo de esto es que, aun cuando algunos países exi­gen a los fabricantes de cigarrillos que anuncien claramente en cada cajetilla que fumar provoca cáncer e incluso la muer­te, la gente de todos modos sigue fumando.

Entonces, si ni los dolores presentes, ni los supuestos tor­mentos futuros, ni la comprensión de la verdad hacen que un pecador abandone su pecado, ¿qué es lo que nos impulsa realmente a decir de forma definitiva y real: «Dejo el mundo y sigo a Cristo»?

La conocida parábola del hijo pródigo da una precisa y preciosa respuesta a esta trascendental pregunta. En ella se des­taca con claridad qué fue lo que hizo volver a su hogar a aquel insensato joven que un día, deseoso de vivir lejos de su padre, se fue con el pecho henchido de orgullo y las bolsas repletas de dinero, a una provincia apartada para vivir perdidamente.

Pero, «volviendo en sí», aquel miserable se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre! ». (Lucas 15:17)

¿Qué hizo volver junto a su padre a este alocado y joven pecador? Una sola cosa: Saber, entender, reconocer que mien­tras él se moría de hambre, en su casa había un padre que tenía comida de sobra.

¿Qué hizo que el insensato pecador regresara a su hogar? Una sola cosa: Saber que tenía un padre amante, capaz de ser generoso hasta con los criados; un padre misericordioso, capaz de salir a recibirlo a pesar de que volvía derrotado y arruinado; un padre tierno, tan tierno, que era capaz de abra­zarlo a pesar de su nauseabundo y pestilente hedor a pecado; un padre sensible, tan sensible, que era capaz de prodigarle un recibimiento de héroe a pesar de que este muchacho era un villano.

Sí, amigo mío, lo que hizo que el miserable hijo recuperara su cordura no fue el hedor del chiquero, tampoco fue el aban­dono y la traición de sus presuntos amigos, ni el mugriento es­tablo donde dormía, ni siquiera fue el hambre atroz que lo roía de noche y de día. Lo que le hizo volver fue la nostalgia, la añoranza de un hogar donde había un padre amoroso.

Sí, al hogar de Dios nos hará volver el saber que tenemos un Padre que nos ama con amor eterno; un Padre que nunca ha dejado y nunca dejará de amamos; un Padre que renun­ció a las bellezas celestiales para sufrir las desgracias terrena­les por venir a rescatamos de nuestra miseria y mal tenaz; un Padre celestial que, siendo santo y perfecto, nos recibe y nos acepta tal como somos de impíos e imperfectos.

Todos los que estamos viviendo perdidamente en la pro­vincia apartada del pecado, lejos de nuestro Padre celestial, necesitamos urgentemente entender que, a pesar de los te­rribles desastres que hemos provocado, todavía tenemos un Padre que nos dice: Con amor eterno te he amado, por tanto te prolongo mi misericordia. (Jeremías 31:3)

Todos los que estamos viviendo perdidamente en la pro­vincia apartada del pecado, lejos de nuestro Padre celestial, necesitamos urgentemente entender que él está actuando para que ninguno de nosotros perezca y porfía para que todos procedamos al arrepentimiento y vivamos con él desde hoy y por la eternidad. (2 Pedro 3:9)

Todos los que estamos viviendo perdidamente en la provincia apartada del pecado, lejos de nuestro Padre celestial, necesitamos ahora mismo creer que tenemos un Padre que, siendo nosotros aún pecadores, envió a su Hijo amado a morir por nosotros. Si siendo enemigos, fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo, mucho más estando reconcilia­dos, seremos salvos por su vida. (Romanos 5:8-9)

¿Te gustaría anunciar tu empresa aquí? Leer más

¿Qué opinas? Únete a la Discusión