El Pozo de Jacob para el Hombre – Estudio

Juan 4:1-42

Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Juan 4:23

Jesús da el agua viva

El capítulo anterior narra el encuentro en la noche del “maestro” Nicodemo con Jesús. Este capítulo nos presenta el encuentro, a plena luz del día, de Jesús con una mujer pecadora.

El encuentro tiene lugar en una ciudad de Samaría llamada Sicar. Allí manaba el pozo de Jacob, junto a él se sentó Jesús, cansado del camino.

Nicodemo tenía prejuicios para ir a Jesús a plena luz del día, donde los hombres lo pudieran reconocer como simpatizante de Jesús. Pero Jesús no tiene prejuicio alguno para encontrarse con cualquier pecador a plena luz del día. Así le vemos dialogando con esta mujer samaritana de difícil reputación. El Señor sin escrúpulos, pues El sabía lo que había en el corazón de aquella mujer, le pide de beber. Esta se sorprende del atrevimiento de este judío que le pida de beber siendo ella una mujer samaritana. No tenía que ser desconocido para El la enemistad, que existía entre judíos y samarita- nos. Jesús lo sabía muy bien, pero El no estaba allí para confirmar enemistades, sino para hacer la voluntad del Padre, “para que todo aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Allí estaba cansado junto al pozo, alumbrando el amor de Dios a esa mujer pecadora. Esta se creía poseedora del agua necesaria para el cansado Jesús; sin embargo esta mujer no conocía el don de Dios, ni Aquel que demandaba de ella agua, porque sino ella le pediría a Él, y Él le daría agua viva (v. 10).

Qué contraste más profundo. La disponibilidad del pecador hacia Jesús es de no darle ni agua; mas Jesús a la petición del pecador le dará siempre agua viva; a la ingratitud del hombre pecador responde con la gratitud del agua de vida:

“El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17).

Cuando el pecador conoce el don de Dios, utiliza la fe para sacar aguas en abundancia de la fuente de la vida. Jesús dice:

“El que cree en Mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38).

Es incomprensible para el hombre, y sobre todo para el hombre religioso, que Jesús revele estas cosas tan profundas y grandes a una mujer de vida fácil y de insignifi­cante preparación.

¿Cuánto tiempo dedicarían los maestros religiosos de nuestro tiempo para preparar ética y moralmente a sus alumnos antes de entregarle una revelación tan exquisita, como la que dio Jesús a la mujer samaritana?

Ese agua de vida es el Espíritu Santo

pozo, jacob, hombre

Jesús nos sorprende siempre a la hora de acercarse al hombre pecador. No tiene secre­tos para el hombre que se reconoce pecador, se da totalmente y le revela lo más ínti­mo de Dios, Su Amor.

Por eso Jesús dice:

“El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (v. 14).

Esa agua se bebe por la fe en Jesucristo. Esa fuente de agua que brota en todo el que cree, es el mismo Espíritu Santo. Nosotros somos la tierra, el agua que mana cae del cielo.

El Señor no tiene en cuenta las excusas de la mujer para no darle agua. Sabe muy bien que del hombre no sale nada bueno. Pero el Señor está siempre dispuesto para dar el agua de vida a quien se la pida. Un agua permanente que sacia completamente al que la bebe. A veces, el acercamos al Señor, no pasa de ser, un tratar de calmar nuestra inquietud religiosa, o una simple búsqueda de solución a una situación complicada, ya sea material o psíquica.

Esa solución buscaba también la mujer samaritana:

“Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla” (v. 15).

Realmente no conocía el don de Dios, no pasaba de lo puramente material y rutina­rio. Sin embargo, Jesús abre esa puerta en el corazón de esa mujer, para que reconoz­ca la necesidad de “esa agua de vida”. Para ello, el Señor le dice: “Ve, llama a tu mari­do, y ven acá” (v. 12). Jesús la enfrenta con su propia vida real, y ella responde abier­tamente tal como es: “No tengo marido” (v. 17). Jesús reconoce la precisión de su res­puesta, “porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido” (v. 18). Esta mujer se muestra ante Jesús con toda franqueza sin ocultar nada; reconoce que su vida no es lo que aparenta, por eso en su respuesta se hace candidata al “agua de vida”, que antes había pedido a Jesús, un tanto frívolamente. Pero el Señor sabe poner al pecador en el lugar apropiado para que beba el “agua de vida”. Y ese lugar no es otro, que reconocerse pecador y necesitado de “esa agua de vida”.

Adoradores en espíritu y en verdad

La mujer reconoce a Jesús como profeta y trata de buscar respuesta a su tradición reli­giosa:

“Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (v. 20).

Esta mujer con su vida no hacía caso a la ley de Dios, que se contenía en lo que su pueblo admitía como Palabra de Dios, el Pentateuco; pero sin embargo le preocupaba la licitud de su lugar de culto. Esta es la religiosidad típica del hombre; olvida lo que Dios personalmente dice en su ley y en Su Palabra, y trata de buscar licitud a su liturgia o a su forma de culto personal. Mas el Señor rompe con la religiosidad mezquina del hombre.

No son los lugares, ni las normas, ni las formas, que el hombre se impone, lo que Dios busca en el hombre.

“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adorado­res adorarán al Padre en espíritu y verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (v. 23).

Jesús con toda contundencia anuncia la voluntad de Dios para el hombre de ahora: “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. No dudo de que hoy en el mundo existen cientos, millones que dicen adorar a Dios. Pero yo me pregunto, ¿son realmente adoradores en espíritu y en verdad? Más bien son adorado­res de sus propias costumbres, ritos y ceremonias de hombres carnales, guiados por mentes camales, que nunca estuvieron en la mente de Dios ni buscaron a Dios. Porque si Dios mismo les hubiese traído a Cristo, serían adoradores en “espíritu y en verdad”. Jesús nos dice:

“Ninguno puede venir a Mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44).

Una vez más nos sorprende Jesús con esta revelación tan sublime hecha a una mujer pecadora, inculta y ordinaria. Probablemente ninguno de los líderes, que se creen ado­radores de Dios por sí mismos, se acercarían a esta mujer para anunciarle algo tan bello y grande de parte de Dios nuestro Padre. Pero el Señor que es la misma encar­nación del Amor de Dios hacia nosotros pecadores, quiere demostrarnos que no hay barreras sociales, culturales o morales a donde no pueda llegar su Amor redentor.

El Señor Jesús se da totalmente aun antes de que el pecador tenga ese conocimiento por la fe. Así hizo con todos nosotros entregándose a la muerte de Cruz, y cuando estábamos muertos en delitos y pecados el nos dio vida (Efesios 2:1).

No es, pues, extraño que Jesús le revele a esta mujer pecadora, lo que el Padre busca­ba del hombre, que le adore en “espíritu y en verdad”, no en la carne, porque Dios es Espíritu; “y los que le adoren en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (v. 24). Jesús no se preocupa de la capacidad de esta mujer, para entender algo tan nuevo como maravilloso. El Señor sabe que su Palabra tiene poder, para hacer lo que dice, en todo el que cree esta Palabra. Además Él es quien va a obrar en el creyente; no es el creyente el que obra, sino Cristo en el creyente. Así todo el que cree en Jesucristo comprueba personalmente que su Palabra es verdad, y que Jesús es el único, que nos hace adoradores del Padre en espíritu.

Nosotros sin Cristo somos camales, vendidos al pecado, y nuestra carne “no se suje­ta a la ley de Dios, ni tampoco puede… porque los designios de la carne son enemis­tad contra Dios” (Romanos 8:7).

En esta situación se encontraba esta mujer samaritana, como todos nosotros antes de creer en Cristo, y por medio de la fe en Jesucristo hemos recibido perdón de pecados y el don del Espíritu Santo.

Y desde esta certeza de la fe, la Escritura nos pregunta:

“¿O ignoráis que vuestro cuer­po es el templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (1 Corintios 6:19).

Pero la causa y artífice de este hombre espi­ritual es Dios por medio de Su Hijo.

Cristo es el único que, por su muerte de cruz y resurrección, hace hombres y mujeres espirituales mediante la fe, capaces de adorar al Padre en espíritu por medio de la ver­dad de Cristo.

Jesús al hombre, que le acepta como su Salvador personal, le hace esa nueva criatu­ra, ese hombre nuevo, justo y santo, conforme a la imagen del que lo creó, espiritual porque Dios es Espíritu. Capaz en Cristo de rendir adoración al Padre en Espíritu. Los hombres de fe en Cristo no viven, pues, según la carne, sino según el Espíritu. Esta es la vida que Cristo da a todo hombre, que cree en El. Jesús dice:

“El que cree en Mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47). “Separados de Mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).

Tu encuentro personal con Cristo

Jesús en el diálogo con esta mujer le abre la puerta para ser adoradora del Padre en espíritu. Ante la afirmación de la samaritana:

“sé que ha de venir el Mesías, cuando el venga nos declarará todas las cosas” (v. 25), Jesús le dice: “Yo soy, el que habla contigo” (v. 26).

Este es el momento crucial en la vida de cualquier pecador, cuando el Señor te dice, como a la samaritana: Yo soy tu Salvador, el que habla contigo. A la samaritana se lo dijo cara a cara, a nosotros por medio de su Espíritu con su Palabra, pero la vivencia es la misma; y Jesús te enfrenta a una respuesta sincera, para que puedas beber el agua de vida.

La samaritana dio ese paso, dejó su cántaro, y se fue a su ciudad para anunciar el gran hallazgo de su vida, Cristo Jesús.

Por fin había encontrado el agua viva. Su cántaro, el viejo hombre, ya no le valía para llevar el agua viva, lo deja y va gozosa y perpleja a dar la nueva a sus conocidos. Ellos dan testimonio de que no sólo creyeron por lo dicho por ella, sino “porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo” (v. 42).

El encuentro personal con Cristo te lleva a la certeza plena de que El es tu Salvador. Es esencial para la vida del creyente, no sólo que haya oído de otros que Jesús es el Salvador, sino que él mismo sea capaz de decir como aquellos samaritanos: yo mismo he oído del Espíritu y sé que Jesús es mi Salvador. Esta vivencia en Cristo por la fe es vital para todo hombre del Nuevo Pacto en la sangre de Cristo. Este hombre no es un hombre religioso sino espiritual; no es un hombre enseñado por el hombre sino por el Espíritu:

“Hemos recibido el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido… no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu…” (1 Corintios 2:12).

No sustituyas al Espíritu de Dios por la sabiduría humana

Estamos en unos tiempos en que el hombre todo lo quiere explicar con palabras enseñadas por la sabiduría humana, e incluso líderes que se llaman “cris­tianos” se encuentran en esa corriente de la sabiduría humana, y dejan a un lado las palabras que enseña el Espíritu. Actualmente hay un ansia de saber humano, que muchas veces entra en las iglesias, y trata de apagar y negar lo que enseña el Espíritu de Verdad. Con el paso del tiempo esas “iglesias” están muy bien formadas en la cul­tura y sabiduría humanas, comenzando por sus líderes, pero se ha dejado de escuchar al Espíritu de Dios.

¿Cómo serán, pues, adoradores en espíritu y en verdad? ¿Cómo van a acomodar lo espiritual a lo espiritual? Más bien como hombres naturales no perciben las cosas que son del Espíritu de Dios… porque se han de discernir espiritualmente (1 Corintios 2:14). En todo esto es maestra la Iglesia Papal.

Sería un error funesto que las iglesias formasen a líderes competentísimos en la sabi­duría de los hombres y en su propia teología para sustituir al Espíritu de Dios.

A veces parece que la sabiduría humana da más prestancia y honra, que la sabiduría proveniente del Espíritu. Pero no olvidemos que la Palabra nos dice:

“La sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios” (1 Corintios 3:19).

El Padre, Señor de cielos y tierra, busca adoradores en espíritu y en verdad. No inten­tes servirle de otra forma, por muy preparado o sabio que seas:

“Porque el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios… y no las puede entender” (1 Corintios 2:14).

Este hombre natural somos tú y yo sin Cristo. Yo lo he vivido en mis años de sacer­docio. Toda mi preparación no me sacó de ser un hombre natural religioso, que “no percibía las cosas que son del Espíritu de Dios”.

Pero cuando el Señor tuvo a bien revelarme a su Hijo por la fe, comencé a entender y a ver clara Su salvación en mí; y a saber lo que Dios me ha concedido, como a todo el que acepta a su Hijo como Salvador.

La sabiduría que yo había adquirido no me valía, para hablar de las maravillas y mise­ricordias que Dios había hecho conmigo. Pero a la vez entendí lo que Su Palabra nos dice:

“Hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu” (1 Corintios 2:13).

El Señor Jesús que habló con la samaritana, sólo conocía la sabiduría del Espíritu, de la que se admiraban los sabios de Israel; y esa misma sabiduría es la que da a sus discípulos por su Espíritu;

Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de El. Romanos 8:9

¿Te gustaría anunciar tu empresa aquí? Leer más

¿Qué opinas? Únete a la Discusión