En las aglomeraciones hay gran cercanía de cuerpos, pero enorme lejanía de espíritus. En los buses los pasajeros se hacinan a más no poder, y si piensan en los demás es para no dejarse maltratar o robar por ellos. Son hombres cercanos y lejanos a la vez. Un estudiante distraído puede estar presente corporalmente en la sala de clases, pero su imaginación divaga por otros mundos. Está, como en las misas de difuntos, “de cuerpo presente” y de espíritu ausente.
Lo mismo puede ocurrimos en nuestra relación con Dios: cercanos a Él y alejados de El por nuestra distracción.
En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. (Efesios 2:12)
No hablo de las distracciones que acaecen cuando oramos, sino de la gran distracción que es nuestra vida alejada de Dios. Distraerse de Dios es pensar en todo, menos en El. Es preocuparse por todo, menos por El.
Los hombres nos afanamos por el vestido y el alimento, ansiamos ser reconocidos y aplaudidos por los demás, luchamos por el liderazgo y el poder, nos desvivimos por las comodidades. Pensamos en nosotros y en nuestras cosas, como si fuéramos un sol, alrededor del cual todo debiese girar.
Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? (Mateo 6:25)
Centrarse en Dios es considerar que El es el eje de la vida, y que nuestro prestigio debe radicar en ser reconocidos por El, y nuestra alegría debe basarse en gozar de su presencia y nuestro tesoro en tenerle por posesión.
Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. (Hebreos 12:2)
Para evitar la distracción no basta entrar en un templo o asistir a un grupo carismático, sino adentrarse en el santuario del propio corazón, acallar allí el bullicio exterior y aguzar los oídos del espíritu.
Salir de la distracción y del pecado es emprender el camino de la casa paterna, que no nos conduce fuera de nosotros mismos sino que nos compromete con nuestro propio ser. Fue lo que expresó, ya convertido, San Agustín, al escribir:
“ ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva!
¡Tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera,
y por fuera te buscaba. Tú estabas conmigo, mas yo
no estaba contigo”.
El mismo santo en otro lugar escribió:
“Dios es lo más íntimo de mi intimidad, y lo más
excelso de cuanto me supera”.
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