Las Relaciones Personales en el Hogar – Estudio

Era una cálida tarde, y lo estaba observando mientras hablaba a un gran número de ancianos y ancianas que se habían reunido para su reunión informal de los jueves por la tarde. Me llamó la atención la forma en que parecía interesarse por ellos. Luego conocí a su mujer, y observé su relajada confianza el uno con el otro y su evidente armonía. Le hice la observación a mi amigo el vicario que tenía un espléndido nuevo ayudante, incluso aunque fuese algo más viejo que la mayoría. Entonces me contó la historia. En realidad, lo mejor será contarla en las propias palabras del ayudante.

«Cuando tenía unos treinta y pocos años me enredé con otra mujer. Caí en un profundo pozo de pecado -y pecado de la clase más repelente- que me llevó a rechazar todo pensamiento de Dios y que casi rompió nuestra vida de familia. Cinco meses en un hospital mental bajo los cuidados de los mejores psiquiatras no marcó diferencia alguna en mi actitud ante la vida. Salí del hospital peor de lo que había entrado. Había desarrollado una terrible tartamudez; tomaba fárma­cos de noche para intentar poder dormir, y tomaba píldoras durante el día para intentar mantenerme en marcha; me esforzaba lo indecible para evitar cual­quier contacto personal; desfallecía en la calle e incre­paba a quien quisiese ayudarme. Estaba decidido a proseguir con mi egoísta y pecaminosa forma de vivir, a pesar del mucho mal que hiciese a otras personas.

Entonces, una Navidad, mi hijo Alan (que entonces tenía sólo ocho años) me dio una tarjeta donde se veía al Señor de pie ante una puerta, llamando. «Mira, estoy a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y comeré con él, y él conmigo.» Durante largo tiempo me aparté deliberadamente de esta imagen. Pero el llamamiento se hizo más y más insistente hasta que finalmente, a las diez de la noche del 26 de junio de 1961, totalmente desesperado y casi incrédulo, dije: «Señor, tú dices que puedes cambiar las vidas de las personas: entra en mi corazón y cam­bia la mía.» Al final había dado el paso de fe, e inme­diatamente tuve respuesta a mi oración. Desde aquel momento en adelante hubo una total transformación en mi vida.»

Indudablemente la hubo. Era perfectamente evidente, incluso para el observador superficial. Antes adorador del yo, era ahora un ministro cristiano, dándose a sí mismo para otros. Antes destruía su vida familiar por causa de otra mujer, y ahora estaba felizmente reunido con su mujer, e identificado con ella en la obra del Señor. Antes dependiendo de las drogas para impulsar su vida, ahora vivía con el gozo y amor de Cristo. Un cambio enorme. Y en ninguna parte más enorme que en sus relaciones con los demás. No se necesita mucha imagi­nación para pensar cuán diferente es su hogar, ahora… Y el hogar es el lugar donde empezar. Jesús sanó una vez a un hombre que sufría un profundo trauma psico­lógico. Aquel hombre quería acompañarle como discípu­lo en un ministerio itinerante. De esta manera le habría sido mucho más fácil para él. Pero Jesús le dijo: «No. Vuelve a casa, a tu familia, y cuéntales qué cosas más maravillosas ha hecho el Señor contigo.» Y es que el cristianismo, lo mismo que la caridad, empieza en el hogar.

Es la vida lo que cuenta

familia, relaciones personales, hogarNo creo que sea prudente para empezar hablar dema­siado en casa acerca de Jesús. ¡Te conocen demasiado bien! Probablemente pensarán que has sido víctima de una fiebre de manía religiosa, y que con el tiempo se apagará. Así que ve suave, suave, por lo que respecta a hablar. Comienza con el vivir. Que tu adhesión a Jesús se haga evidente con un nuevo ánimo por casa, de ma­nera particular cuando otros están agobiados. Muestra tu nuevo deseo de ayudar cuando tu mujer esté evidente­mente cansada. ¿Qué hay de que tú laves la vajilla y la limpieza y poner a los niños en la cama? O quizá tú seas uno de los jóvenes de la familia. Una de las mejores cosas que puedes hacer es que tu dormitorio no esté tan lleno de trastos mal puestos que mamá no pueda ni entrar a limpiar. «¿Qué, orden?» protestarás, «¡qué virtud más aburrida!» No cuando alguien tiene que venir detrás tuyo para limpiar. Es cuestión de consideración cristiana por los demás.

Que tu adhesión a Jesús se haga evidente con un nuevo ánimo por casa… El campo abierto para la mutua consideración en el hogar es inmenso.

El campo abierto para la mutua consideración en el hogar es inmenso. Somos llamados a «llevar los unos las cargas de los otros y así cumplir la ley de Cristo». En ninguna otra parte se precisa con mayor apremio el so­brellevar cargas que en el hogar. Piensa en maneras en que puedas cumplir en la vida de familia este principio de agradar a Cristo que subyace en la base misma de la vida cristiana.

Una nueva profundidad en compartir

Si en el hogar ambos cónyuges han llegado a conocer a Cristo, esto da en el acto una nueva profundidad a su relación. Recuerdo vividamente una velada cuando una pareja, los cuales habían cedido, tras una verdadera lu­cha, a las demandas de Jesús, me dijeron con lágrimas de gozo en los ojos: «Esto es más maravilloso que el día que nos casamos.» En el acto comenzaron a utilizar su hogar para el Señor. Ofrecieron su casa como centro para una de las reuniones por las casas que se estaba comenzando en su congregación, a las que acudían algunos de los que recientemente habían descubierto la nueva vida, y algu­nos que estaban todavía buscándola. Es un gozo mara­villoso emplear tu hogar de esta manera.

Para una pareja cristiana es algo maravilloso irse a dormir por la noche en brazos uno del otro, habiendo acabado de compartir los acontecimientos del día trans­currido, sus gozos y fracasos, con el Señor, y habiendo encomendado a él sus vidas y programa para el mañana. Es maravilloso poder orar con vuestros hijos -y ellos tienen tantas veces una perspicacia tanto más penetrante y clara del bien y del mal que nosotros. Dios tiene un enorme interés en la familia: él la inventó. Además, es la unidad fundamental de la sociedad. Por tanto, lo que hagamos como familia cristiana es más importante que cualquier otra obra cristiana que emprendamos para Dios. Si fallamos aquí, fallaremos en todo. Muchos cris­tianos cometen el error de descuidar sus responsabilida­des familiares, bien como hijos, bien como padres, por causa del servicio cristiano fuera de la familia. Es una trampa y un engaño. ¡No caigas en ello!

Una casa abierta

Una familia cristiana será un hogar feliz. Jesús es bien­venido, y «en su presencia hay plenitud de gozo». Será un lugar de hospitalidad: «Dados a la hospitalidad» era una de las características de los cristianos primitivos, y sigue siendo una marca del cristianismo auténtico. Nues­tro hogar no nos ha sido dado para que lo disfrutemos en un espléndido aislamiento: lo tenemos para compar­tirlo. Es un trabajo duro, pero da muchas compensacio­nes, no sólo a los padres sino también a los hijos. Una vez, nuestra hija, de tres años, se fue a estar con su abuela (que vive sola), y cuando llegó la hora de la comida el domin­go, dijo: «Necesito más gente.» Quería saber dónde esta­ban los estudiantes. Cuando la abuelita le contestó que no habría estudiantes, soltó: «¡Pues vayamos a comprar algunos!» Aquella niña tenía firmemente plantada una raíz de hospitalidad cristiana en su interior.

No sé lo que es, pero una y otra vez la gente expresa su gratitud cuando les han dado la bienvenida en un hogar cristiano. Me gustaría creer que es algo del atrac­tivo de Jesús manifestándose. Recuerdo el hogar de un inspector fiscal al que solía ir cuando estaba en el ejército. Ya han pasado muchos años, pero nunca lo he olvidado. Esta deliciosa familia cristiana abría su casa constante­mente. Si alguna vez quería ayudar a alguno de mis amigos en el ejército a hallar a Cristo, solía llevarle allí para una comida y una conversación. No le hablaban acerca de Cristo (si él no suscitaba la cuestión), pero su casa irradiaba la presencia de Cristo, le suavizaba, ¡y generalmente le llevaba a preguntar qué era lo que tenían aquella gente!

No hay necesidad de falsas apariencias

Naturalmente que en un hogar cristiano habrá discusiones y fallos. Pero no durarán mucho, porque, como miembros de la familia del Padre celestial, pronto quien haya perdido los estribos pedirá perdón, y se darán mu­tuamente el perdón. «No dejéis que el sol se ponga sobre vuestra ira», es un sabio consejo de la Biblia. Se aplica a maridos y a mujeres (¿cómo podrán orar juntos por la noche si tienen algo el uno contra el otro?), y a padres e hijos. ¡Cuán importante es, de paso, que los padres no sean demasiado orgullosos para pedir perdón a sus hijos! Pero son pocos los que actúan así. Como cristianos, ven­drá de natural; no hay necesidad de guardar falsas apa­riencias de que somos mejores que nadie. El hecho de que hayamos acudido a Cristo para recibir el perdón significa que somos pecadores, que lo sabemos, y que no estamos avergonzados de admitirlo incluso ante nuestros seres más queridos y más cercanos.

Una casa a mitad de camino

Pero, ¿qué pasa cuando el hogar no puede ser llamado cristiano; cuando un cónyuge está consagrado a Cristo, y el otro no? Lo crucial aquí, más que el habla, es la delicadeza. No te sientas avergonzado o avergonzada de tu cónyuge, pero no incomodes a otros refiriéndote cons­tantemente a él. Hay un hermoso consejo, en la Primera Carta de Pedro, para las mujeres cristianas casadas con maridos no creyentes. «Esposas, ajustaos a los planes de vuestros maridos; porque entonces, si rehúsan escu­charos cuando les habléis del Señor, serán ganados por vuestra conducta respetuosa y limpia. Vuestras vidas piadosas les hablarán mejor que muchas palabras.» Por encima de todo, sigue orando por tus seres queridos. El hecho de que Dios te haya puesto a ti, un creyente, en la misma familia que ellos, es una indicación de que quiere alcanzar a toda la familia, por medio de ti, su cabeza de puente. Tu vida consecuente, tus oraciones persistentes, llegarán posiblemente a su tiempo a minar la más firme oposición. Conocí recientemente en Canadá al duro director de una empresa de construcción, que ahora es un cristiano radiante. Pero se había necesitado seis años de una conducta prudente, amante y en oración de parte de su esposa, antes que cediese ante Jesús. O pensemos en San Agustín, un joven libertino que pudo atribuir su conversión a la constancia de las oraciones de su madre. Ora por aquellos en tu familia que son aún extraños a Cristo. Pídele que resplandezca en ti así como por medio de tus amigos cristianos que te visitan. Espera que sucedan cosas. Y sucederán. Nunca olvidaré mi encuentro en Jerusalén con una muchacha árabe que había sido llevada a Cristo por medio de la amante so­licitud de una cristiana israelí. La muchacha volvió a su casa y dijo muy poco acerca de su fe en Cristo, pero comenzó a leer la Biblia y a orar. Sus padres sintieron curiosidad por saber qué era lo que le estaba sucediendo; le preguntaron, y al cabo de poco tiempo ellos también acudieron a Cristo.

¿Una casa desolada?

Algunos de los que leéis esto podéis estar pensando: «Está muy bien todo esto acerca de los casados en sus hogares. No estoy casado -y no tengo un hogar.» Puede que ésta sea tu situación; pero no tiene por qué resultar una situación de «casa desolada». En primer lugar, re­cuerda que hay muchas cosas que puedes hacer y mu­chos lugares a los que puedes ir por Cristo como soltero que estarían fuera de tu alcance si estuvieses casado. Por eso escribió Pablo a los Corintios alabando el estado de soltería: «Un soltero puede pasar su tiempo haciendo la obra del Señor y pensando cómo agradarle. Pero un casado no puede hacer esto igual de bien; tiene que pen­sar en sus responsabilidades terrenales y cómo agradar a su mujer.»

En segundo lugar, puede bien ser que el propósito de Dios para ti sea que te cases y tengas un hogar más adelante, pero no justo ahora. ¿No puedes confiar en él, que te traerá la persona adecuada para cruzarse en tu camino, sin inquietarte porque amistades de tu edad ya tienen novia o novio? Con frecuencia Dios tiene planes especiales para los que están dispuestos a esperar.

Pero, y en tercer lugar, puede que sea su voluntad para ti que te mantengas soltero. Pablo escribió acerca de «algunos a los que Dios da el don de marido o mujer, y otros a los que da el don de poder quedarse solteros y felices». Tanto el matrimonio como el celibato son un don de parte del Señor. Y aunque podamos preferir el don del matrimonio, podría no ser la voluntad perfecta de Dios para nosotros. Jesús encomió a aquellos «que rehú­san casarse por causa del Reino de los Cielos». Este podría ser el llamamiento de Dios para ti. Si lo es, no hay necesidad de tener una vida vacía. Después de todo, Jesús permaneció soltero. ¿Acaso alguien hubiese podido considerarlo como una persona extraña, desequilibrada o no plena? Algunos de mis amigos más entrañables han permanecido solteros por causa del Señor, y sus vidas han quedado enriquecidas por este sacrificio. Su hospita­lidad para otros y su talento para la amistad se han potenciado manteniéndose solteros.

Otros de mis amigos cristianos han enviudado pronto, y se han encontrado de repente otra vez solos. Así es como está afrontando la vida una madre joven, cuyo marido murió de cáncer hace cinco años, cuando tenía unos treinta años:

«Me estoy acostumbrando a arreglármelas sola, y el Señor ha sido maravillosamente bueno conmigo. He recibido tanto y de tantas maneras.

Creo que ahora que estoy enseñando, y que me he unido a la sociedad coral local, me siento una persona más integrada, si entiende lo que quiero decir, aunque sigo anhelando el compañerismo diario de dar y re­cibir. Pero incluso ahí creo que estoy aprendiendo a apoyarme más en Dios.»

Y aquí cito de otra carta, que muestra el valor de un joven ministro cristiano, cuya esposa murió por una sobredosis de tabletas somníferas, tomadas durante una profunda caída en una depresión clínica de la que había sido víctima durante algunos años. Él ha continuado en el ministerio en su iglesia, y escribe así:

«El Señor se me ha mostrado de una manera muy real en los últimos meses, y la comunión y hospitali­dad de su pueblo son absolutamente maravillosas. Es algo grande saberlo por experiencia, además de pre­dicar acerca de ello. Este ha sido un año que jamás olvidaré, pero al que podré mirar retrospectivamente con gratitud además de con dolor. Estoy de veras agradecido por el consejo de sacar todos los aspectos positivos de la enfermedad y muerte de mi querida Jenny. Con la ayuda del Señor estoy comenzando a hacer precisamente esto. La vida es muy plena, rica y satisfactoria -como sólo puede serlo el servicio cris­tiano.»

Con Cristo en la casa, la casa no tiene por qué estar desolada, aunque, hablando humanamente, estés solo.

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