La Responsabilidad Humana – Estudio

Y le dijeron: ¿Cómo te fueron abiertos los ojos? Res­pondió él y dijo: Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos, y me dijo: Ve al Siloé, y lávate; y fui, y me lavé, y recibí la vista. Juan 9:10-11

¿Cuál es la responsabilidad humana en el proceso de la salvación? O tal vez lo pregunto de otra mane­ra: ¿Qué habría sido de aquel ciego si después de haber recibido la orden: “Ve a lavarte al estanque de Siloé”, hu­biese quedado en la duda y no hubiese decidido aceptar la invitación? ¿Qué puede hacer Dios por el ser humano si éste no quiere aceptar su ofrecimiento?

Si existe algo bien claro en la Sagrada Escritura es el poder transformador de Dios. No hay nada que Dios no pueda hacer por el hombre, si éste se lo permite. No hay sentimiento inmundo que él no pueda arrancar, ni pensa­miento sucio que él no pueda limpiar, ni vida deshecha que él no pueda reconstruir. El problema no está con Dios, el problema está con el ser humano, porque Dios no puede actuar sin el consentimiento del hombre.

En la Biblia encontramos este pensamiento repetido vez tras vez. Delante de la tumba de Lázaro, Jesús ordenó:

«Quitad la piedra” (S. Juan 11:39). Si Jesús tenía poder para resucitar a un muerto, ¿no tenía poder para retirar la piedra? ¿Por qué, entonces, ordena, “Quitad la piedra”?

En las bodas de Caná de Galilea, antes de transformar el agua en vino, Jesús ordena:

“Llenad estas tinajas de agua” (S. Juan 2:7).

Si él tenía poder para transformar el agua en vino, ¿no lo tenía para llenar las tinajas de agua? ¿Por qué, entonces, pide, “Llenad estas tinajas”?

responsabilidad

Ahora lo vemos delante del ciego, dando la orden: “Ve a lavarte al estanque de Siloé”. ¿El remedio para el hom­bre estaba en el agua del estanque, en el barro que cubría sus ojos, o en el poder del Dios Creador de los cielos y de la tierra? ¿Qué pasaría si el ciego no quisiese ir al estan­que? ¿Qué significaba ir al estanque? Esa era la participa­ción humana. El ciego debía aceptar, debía creer, debía confiar. Debía abrir el corazón, debía querer.

Cuántas veces en las grandes campañas de evangelismo que realizo en diferentes partes del mundo, veo personas que sufren y que aparentemente no pueden aceptar a Je­sús como su Salvador. Políticos, artistas, empresarios, rei­nas de belleza, gente destacada, gente simple, gente rica, gente pobre. Sin distinción de raza, credo, nacionalidad o posición social. Personas maravillosas como tú, que su­fren, que sueñan, que esperan. Personas que lucharon en la vida y fueron heridas, que anhelan un mundo mejor para ellas y para sus hijos. Gente que huye del pasado y desea tener una nueva oportunidad en la vida, pero que tiene miedo de efectuar una decisión. Una montaña de prejuicios, temores y dudas se apodera de ellos, aun sa­biendo que necesitan de Jesús, y que él es el único capaz de resolver sus problemas. Vieron milagros realizados en la vida de otras personas, pero tienen miedo y se sienten incapaces de decir “sí”. ¿Qué hacer? ¿Qué puede hacer Dios por alguien que no quiere ir al “estanque de Siloé” y lavarse? ¿Qué puede realizar Dios en la vida de alguien que no se atreve a abrir su corazón a él, y pedirle ayuda?

Cuidado con los prejuicios

Una de las mayores barreras que las personas encuen­tran para seguir a Jesús es el prejuicio causado algunas veces por la posición social, o por la presión social, reli­giosa o financiera.

En el capítulo 12 de San Juan, encontramos tres actitu­des diferentes de las personas en relación con Jesús. La primera es la de los griegos sinceros que siguieron a Je­sús, a pesar de entender que eso les causaría dificultades en el futuro, porque no sería nada fácil mantener sus nue­vos principios cristianos en medio de su cultura.

La segunda actitud se describe en el versículo 37, de la siguiente manera: “Pero a pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él”.

¿Puede existir mayor ceguera que la del hombre que no quiere ver? Hoy vivimos en un mundo agnóstico y lleno de incredulidad. Queremos llevar todo al laboratorio. Es­tamos dispuestos a ejercitar la fe en muchas cosas, menos en los asuntos espirituales.

Si alguien que no conocemos nos muestra el camino, vamos allí llevados por una fe inconsciente, creyendo que esa persona está hablando la verdad. Pero cuando encon­tramos alguna declaración bíblica, nos detenemos, pensa­mos y comenzamos a dudar.

Dios nos dio el derecho a dudar. Somos libres de acep­tar o rechazar. Libres para creer o ridiculizar. Vemos que el sol brilla y no creemos en el Dios que creó el astro rey, porque nunca lo vimos; pero vemos un reloj y creemos que existe un relojero, aunque tampoco lo hayamos visto nunca. Ese tipo de personas ya existía en el tiempo de Cristo:

“Pero a pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él” (S. Juan 12:37).

El último tipo de personas está descrito de la siguiente manera:

“Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesa- han, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque ama­ban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:42-43).

Estos son los temerosos. Aceptan la verdad en su cora­zón. No tienen la menor duda, pero tienen miedo de las personas, de la posición social, del “¿qué dirán?” Viven en función de compromisos sociales, profesionales o reli­giosos. Aman más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.

A lo largo de mi vida, cuántas veces encontré personas que dicen emocionadas: “Pastor, yo sé que este es el ca­mino, pero no tengo valor para romper con mis tradicio­nes. Son tantas las cosas que me atan a esta vida; ¿será que Dios tendrá misericordia de mí?” Dios la tendrá, sí, pero tendrá misericordia para continuar llamando a la puer­ta de tu corazón, no para tomar la decisión por ti, porque él te hizo un ser humano libre y capaz de decidir. Dios untará tus ojos con barro, te dará motivos para creer que tus ojos ya están viendo, pero serás tú y nadie más, quien tendrá que ir al estanque de Siloé a lavarse.

Vale la pena entregarse a Jesús

Estaba predicando en una ciudad cuando vi a aquella joven. Temblaba mientras predicaba. Había sido una gran líder de jóvenes, pero alguien había sido injusto con ella y por causa de esa situación, ella no sólo dejó el cargo, sino también abandonó la iglesia. Vagó algunos años por el mundo y nunca consiguió ser feliz, pero aquella semana no había faltado a ninguna de mis conferencias.

Dios me inspiró esa noche para hablar directamente al corazón de la chica. Hice varios llamados, pero sentí que resistía, aunque el Espíritu de Dios la estuviera quemando por dentro. Últimamente ella miraba mucho a los que se decían cristianos y sólo condenaba sus faltas e hipocresía. Los que no son creyentes, ¿pueden encontrar faltas en los llamados cristianos? Que Dios tenga misericordia de no­sotros, pero sí pueden. Existen cristianos que sólo fingen y les gusta aparentar, pero no tienen ninguna sustancia por dentro. Que Dios tenga compasión de los tales, pero existen personas así. Pero, ¿qué tiene que ver eso con mi experiencia con Jesús? Piensa bien. ¿Tirarías tú todo el dinero que tienes, sólo porque alguien descubrió que hay dinero falso en circulación? ¿Tirarías una caja de manza­nas sanas, sólo porque encontraste dos o tres podridas? Piénsalo bien: ¿Dejarías el glorioso futuro que Dios ha reservado para ti, sólo porque alguien que tú conoces no vive la vida cristiana como debería vivirla?

Aquella noche fui incesante en apelar al corazón de aquella joven. El Espíritu de Dios me decía que tenía que ser esa noche, que ella estaba ya madura para la cosecha. Usé como texto la ocasión en que Pedro y Jesús iban ca­minando, cuando el discípulo cometió la insensatez de mirar hacia el colega que estaba atrás y preguntar: “¿Y qué de éste?” (Juan 21:21). La respuesta de Jesús fue contundente: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú” (cap. 21:22).

Este es uno de los secretos a la hora de tomar la deci­sión. Nunca mires al hermano de al lado o de atrás. Si él es hipócrita, o no te saludó, o habló mal de ti, o no vive lo que predica, ¿qué te importa a ti? “Sígueme tú”, es la or­den de Jesús.

Aquella chica había abandonado la iglesia por causa de los “otros”. A los “otros” ni les importaba, mientras ella iba muriendo de a poco. “¿Vale la pena el precio que tú estás pagando?”, le pregunté durante la predicación, y entonces vi aparecer lágrimas en sus ojos. Después hice el llamado y ella comenzó a luchar. Parecía que en la butaca donde estaba sentada, hubiese habido un imán. “Ve a lavarte al estanque de Siloé”, era la orden del Maestro. ¿Qué hacer? Ella se levantó y fue adelante, y en un instante vio la falta de sentido del rencor que había amargado su cora­zón durante muchos años.

¿Estás listo tú para tomar tu decisión y aceptar el mila­gro de Jesús en tu vida?

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