Qué noticia tan penosa dieron los periódicos hace algunos años cuando anunciaron que en Roma un alienado mental había atacado con un martillo la imagen de La Pietá.
Esa escultura de mármol es famosísima en el mundo de las artes, como obra maestra de Miguel Ángel. Ante ella desfilaban diariamente millares de peregrinos para contemplar el dolor sereno de María ante el cadáver de Jesús. Pero más penoso que haber visto el rostro de María en añicos, más lamentable que el atentado que sufrió también en El Vaticano el Papa Juan Pablo II, es el hecho de que diariamente los hombres quebremos por el pecado la imagen de Dios que somos cada uno de nosotros.
Pecar es destruir la semejanza de Dios que llevamos en el alma; es extraviarse de la buena senda, es no atinar en el blanco como malos lanzadores, como tiradores de pésima puntería; pecar es romper el tratado de alianza que el Señor firmó con nosotros al bañarnos con la sangre de Jesús, y al hacernos renacer en una vida nueva. Ante la desgracia de! pecado, solo cabe una actitud en el hombre: bajar la cabeza, dolerse en el corazón y decir: Señor, ten piedad de mí, que soy hombre pecador.
La súplica que el hombre le debe dirigir a Dios ha de ser un sollozo, confiado, sin dramatismos ni desesperos. Es la plegaria de alguien que se conoce como ser débil e inclinado al mal, pero que conoce el corazón del Padre y que sabe que el Señor estará siempre dispuesto a acogerlo en su casa, a vestirle con ropaje nuevo, y a celebrar con un festín el ansiado regreso.
Pedir perdón a Dios es proclamar que el Señor es Santo, que en El no hay maldad, y que cuando alguien se acerca con humildad a la presencia divina, Dios le sana el corazón, y le reconstruye las heridas del alma como el más experto porcelanista que remienda una pieza valiosa: mejor todavía, porque Dios no remienda sino que crea de nuevo.
Cada vez que nos acerquemos al Señor, digámosle: Señor, pequé, ten misericordia de mí, reconstruye tu imagen en mi corazón.
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