Cita Bíblica: Jn. 19:1-19; Mt. 22:15-22
1. Jesús nació en medio de una explosiva situación política.
Su nación era un pueblo conquistado. Los romanos, llamados algunos años antes para solucionar una disidencia doméstica entre sectas judías, habían terminado por incorporar el estado judío a la inmensa estructura política del estado romano. El gobierno foráneo era resistido violentamente por unos (los zelotes), pacíficamente por otros (los fariseos); unos buscaban acomodar las tradiciones antiguas a la nueva situación política (los saduceos); otros trataban de sacar el mejor partido posible del régimen (los publícanos). Pero aun los que no estaban dispuestos a la rebelión abierta y declarada, oraban por la venida del Mesías de Dios, que expulsaría al enemigo y establecería un estado judío, a la cabeza de todos los estados paganos.
2. No es de extrañar, entonces, que los evangelios estén llenos de alusiones y referencias a la situación política.
Es evidente, por ejemplo, que Jesús excitó las esperanzas mesiánicas, por lo menos al comienzo de su ministerio (Jn. 6: 14-15). Las demandas del Sermón del Monte, relativas al amor al enemigo, a ir la segunda milla, a volver bien por mal, contienen explícitas referencias a la situación política del momento (Mt. 5:38-48). Es que, para el pensamiento judío, nuestra moderna inclinación a dividir la vida en distintos compartimientos era totalmente inadmisible. La fe del Antiguo Testamento era una fe totalitaria, que afectaba toda la vida, en todos sus aspectos, y un pueblo que servía al Señor de las naciones debía por consecuencia estar convencido de que ni siquiera la esfera política escapaba a las implicaciones de la fe. Y, si miramos con cuidado, encontraremos que idéntica convicción anima las páginas del Nuevo Testamento. Porque la desconfianza antipolítica que ha caracterizado buena suerte del pensamiento protestante no es hija de la revelación cristiana sino de otros factores que le son ajenos.
3. Jesús resistió la tentación de emplear medios políticos para cumplir sus propósitos.
Su conquista del mundo sería de otro tipo, de otro estilo (Lc. 4 8). Pero eso no significa que rehusara tener nada que ver con la política. En más de una ocasión implica que el Estado tiene un lugar legítimo en el designio de Dios. Tal, por ejemplo, cuando indica que Pilato posee autoridad venida de lo alto (Jn. 19:11) o cuando aconseja pagar tributo al César (Mt. 22:15- 22). A medida que se hacía más evidente la tensión de una revuelta armada, previendo las terribles consecuencias, sus advertencias se hacían más urgentes: “Os digo… que si no os arrepentís, todos pereceréis de manera semejante” (Lc. 13:3). Cuando su propia apelación fue claramente rechazada, Jesús lloró sobre Jerusalén: “¡Oh, sí aun tú misma supieras… las cosas que traen paz!” (Lc. 19:41-44).
4. Jesús esperaba que Israel cumpliera el ideal de los profetas, siendo el pueblo escogido por Dios para revelar el designio divino a todas las naciones.
Su concepto de la misión del pueblo de Dios combinaba la idea del Mesías con la del Siervo sufriente de Isaías. Pero los judíos no aceptaron un Mesías cuya misión fuera humanitaria y universalista. Querían un rey, y el entusiasmo de los primeros momentos se fue enfriando al comprender el verdadero propósito de Jesús. Después de que trataron de coronarle rey (Jn. 6:15), Jesús abandonó Galilea y comenzó a instruir a sus discípulos en el sentido del papel mesiánico como siervo sufriente. Tales enseñanzas resultaron incomprensibles hasta para los mismos discípulos (Mr. 10:35ss). Notemos, de paso, que las acusaciones falsas que lanzaron los judíos contra él eran casi todas políticas. Le acusaron de hacerse rey de los judíos, “y nosotros no tenemos más rey que César” (Jn. 19:15), de sedicioso (Luc. 23:14), de anarquista que prohibía dar tributo a César (Le. 23:2). En la hora del juicio, los partidos antagónicos hicieron causa común y Jesús fue acusado ante Pilato como incitador de la misma política a la que él se había opuesto. Fariseos nacionalistas y saduceos acomodaticios se unieron en la misma falsedad. Es imposible, pues, eliminar los factores políticos ni siquiera del acto teológicamente más importante de la fe cristiana.
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