El Amor al Prójimo – Meditación

Le. 10:25-37; Mt. 5:43-48; 25:31-46

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Tal regla fundamental que debe regir la conducta cristiana. Pero, ¿cómo se nos puede exigir que amemos? ¿Acaso el amor no es algo espontáneo? ¿Cómo, entonces, se puede hacer del amor un mandamiento?

1. Nuestra mayor dificultad, reside en que, en el uso común, calificamos de amor una variedad de cosas, diferentes entre sí.

Hablamos del amor entre es­posos, del amor a la patria, del amor de los padres a los hijos. Este afecto hu­mano es natural y espontáneo, como todas las emociones, pasiones y deseos de los hombres. Pero, dado que Cristo hace del amor un mandamiento, está claro que debe referirse a algo más que un mero sentimiento, por legítimos que los sentimientos sean.

Máxime cuando tenemos en cuenta que se nos ordena amar a nuestro prójimo, es decir, a todos los que nos resultan próximos: los compa­ñeros de trabajo o de estudios, los vecinos, todos los que Dios ha puesto cerca de nosotros y no sólo a los que nos resultan simpáticos o agradables. Todos mis vecinos deben ser objeto de este amor.

Pero, ¿en qué consiste entonces ese amor? Como tantas veces, para comprender el sentido que ese término tiene en labios de Jesús, tenemos que ver lo que significa en su vida. Él dijo:

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros” (Jn. 13:34).

2. En Jesús, el amor es primariamente una disposición firme de la voluntad, dirigida a lograr el bien perdurable de los demás.

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Nunca se reduce a un mero sentimiento; es siempre un propósito, una decisión concreta. Y por lo tanto, siempre se expresa en acciones. De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo…” (Jn. 3:16). “En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó, y envió a su Hijo. (1 Jn. 4:10).

Tal es el hincapié capital de las enseñanzas de Jesús. Al samaritano se le alaba no por sus sentimientos, de los que se nos dice muy poco, sino por su actitud (Le. 10:29-37). Aquí también se aplica la regla propuesta por nuestro Señor: “Por sus frutos los conoceréis”. El amor se conoce por sus frutos, por las obras que inspira, por las actitudes que promueve.

Y lo mismo puede decirse de Cristo mismo. Es’la revelación del amor de Dios que, en él, no consistió tanto en nuevas enseñanzas como en nueva vida, en su encarnación en la persona de Jesucristo.

“En esto conocemos el amor, en que Cristo puso su vida por nosotros; y nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Más cualquiera que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad, y le cierra su corazón, ¿cómo puede morar el amor de Dios en él? Hijitos, no amemos de palabra, ni de lengua, sino de obra y en verdad” (1 Jn. 3:16-18).

3. Fijémonos en que Jesucristo siempre fue muy específico en su amor.

Cuando habla del amor, no se refiere a un sentimiento vago e indefinido hacia toda la humanidad, sino de una actitud concreta hacia personas definidas. Habla del amor a los padres, del amor a Dios, del amor a él mismo, del amor al prójimo, del amor al enemigo, de su amor por sus discípulos. Cuando ama, ama a las personas que le necesitan, aun a las indeseables, a los pecadores noto­rios y a los despreciados de la sociedad.

Y en la culminación de su amor, abra­za a todos los hombres por quienes muere, reconciliándolos con el Padre celes­tial. “Ninguno tiene mayor amor que éste: que uno ponga su vida por sus amigos (Jn. 15:13). Su muerte no es la del martirio del defensor de un ideal, ni del héroe que muere por otros al impulso de su valentía o de su respeto pro­pio.

Es la muerte del que ama con el amor de Dios, porque sin ese amor su muerte no hubiera significado nada nuevo en la historia de la humanidad. “Si repar­tiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me aprovecha” (1 Co. 13:3).

De modo que podemos afirmar que, según Jesús, el amor que no se ex­presa en acción no es amor verdadero, así como la acción que no está inspi­rada en el amor verdadero no aprovecha para nada.

4. El mandamiento fundamental es el amor al prójimo.

Jesús enseñó con su propia actitud que el prójimo es cualquiera que está en necesidad y a quien yo puedo ayudar, no importa en qué categoría lo haya colocado la sociedad, no importa si despierta mi simpatía o si me resulta antipático. No son mis sen­timientos los que determinan los límites de esa obligación cristiana. “Cuando Jesús enseñó esto, era una nueva doctrina.

La antigua idea puede ser descrita poniendo a un hombre en el centro, y dibujando una serie de círculos a su alre­dedor; primero debe amar a los de su propia familia; después a los de su propia ciudad y tribu; después puede dedicar un poco de su amor a los extra­ños y extranjeros; y finalmente tal vez hasta encuentre posible amar a su ene­migo.

Jesús dice, por el contrario, que en cualquier momento cualquier hom­bre puede convertirse en ése a quien debo mostrarme como prójimo. Mi amor no es un sentimiento amable y general hacia todos los hombres. Es obediencia”. (Stephen Neill)

5. De allí que el mandamiento se extienda hasta amar al propio enemigo (Mt. 5:43-48).

No se nos dice que debemos estimarlo como estimamos a nues­tros amigos, sino que debemos hacerle todo el bien que esté a nuestro alcance, que debemos desear y hacer que todo obre para su bien más perdurable. Esto no significa una actitud pasiva, resignada, sino completamente activa. Amar, aun a los hijos, no es cuestión de dar todos los gustos, sino hacer todo lo que redunde en el bien del ser amado, lo que en alguna ocasión puede significar negar una petición o hasta oponerse al cumplimiento de su voluntad.

La frase con que Jesús termina el pasaje recién citado: “Vosotros debéis ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”, puede ser interpretada, a la luz de lo que antecede, como: “No os detengáis en las cualidades o defectos de vuestros prójimos; amadlos como Dios los ama, es decir, deseadles y hacedles lo que redunde para su bien más perdurable”. O también: “Sed completamente reden­tores en vuestras relaciones con todos, así como vuestro Padre celestial cuida de todos sin distinción de personas”.

6. Conforme a la enseñanza de Cristo, especialmente la de Mt. 25:31 y si­guientes, el amor al prójimo es la forma en que se manifiesta el amor a Jesu­cristo.

En ese caso, el prójimo es un representante de Cristo, que viene a nos­otros en su nombre, para recabar de nosotros el amor y el servicio que debe­mos a nuestro Señor. En el prójimo nos encontramos con Cristo.

7. Este amor cristiano no puede ser objeto de reglamentaciones.

Más aún, San Agustín pudo decir que la conducta cristiana consiste en amar y hacer lo que uno quiera: “Ama y haz lo que quieras”. Al respecto escribe el doctor José Míguez Bonino:

Se refería a una extraña hecatombe de normas y reglas que se opera en la nueva vida. Ahora todo se mide según la nueva realidad que ha irrumpido. Es bueno simplemente aquello en que el prójimo se constituye en el centro de nuestra vida. Valores, virtudes, conocimientos: todo se relativiza. Por eso el Extraño Crucificado pudo decir que una prostituta esta­ba más cerca de Dios que el más escrupuloso religioso… “porque había amado mucho”. Las cotizaciones se “desordenan”: la más acendrada virtud puesta al servicio de mi “perfección” cae al fondo de la lista y el amor más simple que aún no ha aprendido siquiera a proceder razona­blemente salta infinitamente por encima de ella.

Todavía nos queda mucho por aprender. Ahora hay que iniciar la larga ruta por la que se aprende cómo servir al prójimo; determinar sus verdaderas necesidades; elegir entre la multitud de posibilidades; hay que aprender dónde y en qué tarea puedo servir mejor (eso es lo que se llama “vocación” en este nuevo mundo). Pero son sólo las “técnicas” del amor. Lo básico es la orientación total: el universo se reorganiza ahora en torno de otro centro: mi prójimo, así como el horizonte religioso se ha or­ganizado en tomo de otro centro: el Dios que rompió la celda en la Cruz.

Así ha nacido una gran libertad. Ya no hay que buscar afanosamen­te el soporte para asegurar mi vida, porque la preocupación por la segu­ridad desaparece. ¿Quién piensa en asegurarse la vida cuando la única vida verdadera se dio sobre la cruz?

Para meditar. ¿Puede construirse una sociedad sobre la base del “ama y haz lo que quieras”?

Oremos: Oh Tú, Dios omnipotente, que de tal manera cuidas de cada uno de nosotros como si le amaras a él solo; y así por todos, como si sólo fueran uno! Bendito es el que te ama,- y a su amigo en ti, y a su enemigo por ti. Obser­vo cómo algunas cosas pasan para ser reemplazadas por otras, pero tú no pasas nunca. Oh Dios, Padre mío, supremamente bueno, Belleza de todas las cosas hermosas, a tu voluntad confío cuanto de ti yo haya recibido, y nada habré de perder. Tú me hiciste para ti, y mi corazón no halla paz hasta que logre repo­sar en ti. Amén. (San Agustín.)

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