La Conducta Cristiana – Meditación

Mt. 5:3-48

1. ¿Cómo podemos saber si estamos viviendo como corresponde a un cris­tiano? ¿Cómo podemos saber qué quiere Dios que hagamos en esta o aquella circunstancia?

A estas preguntas, el hombre siempre ha respondido con la ley, los códigos morales, una serie de reglas o leyes cuyo cumplimiento asegura el cumplimiento de la voluntad de Dios. Tales códigos de conducta, escritos u orales, son siempre intentos de trasmitir a las nuevas generaciones la experien­cia moral de los mayores. Asumen una forma legalista. Vale decir que con ellos se pierde de vista la diferencia esencial entre el respeto por una ley y el respeto por el Autor de la ley.

2. Esos códigos están generalmente integrados por cuatro tipos de reglamen­taciones:

a) las exigencias fundamentales de la ley moral;

b) las salvaguardias para evitar en lo posible la violación de las primeras;

c) las definiciones del significado del mandamiento o prohibición original; y

d) las reglas que esta­blecen un orden de prioridad, cuando en caso de conflicto se haga necesario violar alguno de los mandamientos.

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Por ejemplo, entre los judíos una de las exigencias fundamentales de la ley moral era el mandamiento de observar el día del reposo (bajo el primer grupo). Una de las leyes del segundo grupo decía que los sastres no debían salir de su casa después de la puesta del sol llevando su aguja. Esta regla era válida para cualquier día de la semana, para impedir que en la víspera de algún sábado un sastre se olvidara y se hiciera culpable de cargar un peso en el día del reposo. En el antiguo Israel había 613 codificaciones de este tipo, que trataban de evitar las posibles violaciones de los mandamientos.

Pero, ¿qué es observar el sabat? Allí venían entonces las reglamentaciones del tercer grupo, que definían hasta 39 tipos de tareas prohibidas en el día del descanso. Por ejemplo, se prohibía hacer un nudo en día sábado, pero no se consideraba violación de la ley atarse un delantal, aunque sí lo era hacerlo con el propósito de colgar del mismo algún paquete. Luego venían las reglas del último grupo. Tal en un caso de conflicto entre el carácter sagrado de los juramentos (Dt. 23:21,23) y la obligación de honrar a los padres (Dt. 5:16), cuando un hombre ha jurado consagrar todo lo suyo a Dios. ¿Qué debe hacer en ese conflicto de lealtades? Había entonces una regla que decía que, en casos similares, tenía precedencia la obligación a Dios. Eso es lo que motivó las pa­labras de Jesús, registradas en Mr. 7:6-13.

3. No creamos que los judíos constituían un mundo aparte —con esta legis­lación minuciosa— porque todos los hombres, cristianos o no cristianos, hemos nacido “bajo la ley”, como los judíos de los tiempos de Jesús.

Todos tendemos a reglamentar tradicionalmente la moralidad que aprobamos. Podríamos poner muchos ejemplos. Pensemos en nuestra actitud hacia el baile, o hacia los jue­gos de naipes, o tantas cosas similares. No las consideramos malas en sí, tal vez, pero, ¿por qué, entonces, las condenamos?

4. ¿Cuál fue la actitud de Jesús hacia todo el sistema legalista de los judíos, por ende, hacia todos los legalismos?

Es evidente que no rechazó algunas le­yes para conservar otras, ni que condenó las tradiciones orales en favor de las escritas. “La actitud de Jesús hacia todas las formas de la ley —oral, escrita, ética, ceremonial—- no era de entera aceptación ni de completo rechazo” (Paul Ramsey). Él cumplió la ley en el doble sentido de la expresión: la completó realizando lo que la ley aspiraba a cumplir, es decir, haciendo perfectamente la voluntad de Dios, y le puso término, demostrando la incapacidad de la ley para lograr esa misma finalidad (Ro. 8:1-4). De allí que, en el momento de su muerte, pudiera decir: “Consumado es” (Jn. 19:30). Esa muerte era el cum­plimiento y la terminación del reinado de la ley.

5. La actitud de Jesús, conservadora y revolucionaria a la vez, se expresa claramente en su resumen de la ley.

Era costumbre entre los rabinos de su tiempo el intento de condensar en breves frases lo esencial de la ley, escogiendo para ello a veces algunos de los mandamientos como superiores a los demás. Es muy conocida, por ejemplo, la afirmación del profeta Miqueas, que obedece a la misma intención: “Oh hombre, él te ha declarado qué sea lo bueno, y qué pida de ti Jehová: solamente hacer juicio, y hacer misericordia, y humillarte para andar con tu Dios” (Mi. 6:8). Así el rabino Hillel había resumido la ley, diciendo: “Lo que no quieres que te hagan a ti, no lo hagas a tu prójimo; esta es la ley y lo demás es comentario”. Pero para los judíos semejante resumen no tenía otro propósito que establecer cierta jerarquía de valores, indicando lo más importante. Se daba por sabido que tales sumarios no implicaban la anu­lación de las demás leyes.

Pero la actitud de Jesús es radicalmente revolucionaria. Cuando un doctor de la ley le pide su propio resumen de la ley, echa mano de uno que era popu­lar en ese entonces, y que reducía lo esencial de la ley a los dos mandamientos de amar a Dios y amar al prójimo (Dt. 6:5) y Lv. 19:18). Que ese resumen no era original de Jesús lo demuestra el hecho que fuera el mismo rabí quien, de acuerdo con el relato de Le. 10:25-37, dio la respuesta, Jesús se limita a apro­bar una opinión corriente, pero con una diferencia fundamental: para él, esos dos mandamientos son todo lo que hace falta cumplir, “Haz esto y vivirás”. Y el relato del buen samaritano que Lucas hace seguir como parte del mismo episodio, demuestra a las claras que para Jesús los dos mandamientos del amor son infinitamente superiores a todos los demás; son la misma ley, lo que la ley trató de expresar infructuosamente. La obligación del hombre hacia Dios está allí expresada. Eso es todo lo que hace falta cumplir. Lo demás puede ser puesto de lado.

San Pablo interpretó cabalmente el sentido de la revolucionaria ética cris­tiana, al decir que “el que ama al prójimo ha cumplido la ley. Porque los pre­ceptos: ‘No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no codiciarás’, y cualquier otro mandamiento que haya, en esta sentencia se resumen: ‘Amarás a tu próji­mo como a ti mismo’. El amor no hace mal al prójimo; así que el amor es el cumplimiento de la ley” (Ro. 13:8,10). Y también: “Toda la ley se cumple en este solo precepto: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’.” (Ga. 5:14).

6. Esta actitud de Jesús constituye una nueva norma para la conducta hu­mana que escapa a toda posibilidad de formulación legal.

“Vosotros, pues, debéis ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5:48). Es imposible reducir esta meta a una serie de reglamentaciones, que la hagan convencional. Tal lo que sucede con cada una de sus enseñanzas radicales, admirablemente resumidas en el Sermón del Monte: las concernientes a la re­conciliación (Mt. 5:21-26), al adulterio (5:27-30), al divorcio (5:31-32), a la palabra empeñada (5:33-37), a la no resistencia (5:38-42), al amor al pró­jimo (5:43-48).

Esta actitud es revolucionaria en cuanto trastorna todo el fundamento de la relación entre el hombre y Dios. Al revelar que la exigencia de Dios es tan radical que ningún hombre puede pretender cumplirla, muestra la gran trai­ción de todos los legalismos. Es imposible “quedar bien con Dios”. Es necesa­rio un cambio radical en la actitud del hombre. Debe reconocerse incapaz de cumplir con su Creador. Y entonces viene la gran transformación, porque Dios perdona en Cristo; porque Dios es amor.

7. Todo lo que vemos en la persona y la obra de Jesucristo es la confirma­ción de lo que llevamos dicho.

En él, Dios revela a la vez lo que el hombre ten­dría que ser —un servidor por amor al prójimo— y lo que El es —amor eter­no, sin condiciones. Lo que Dios espera del hombre no puede ser resumido en fórmulas rígidas. Espera que ame, con ese amor que está dispuesto aun al sacri­ficio de la honra con tal de servir a las necesidades del ser amado. Eso es lo que hizo Jesús: no le importó ni la crítica de los religiosos. Fue en busca del peca­dor perdido y despreciado. Haciéndolo así, muestra a la humanidad la razón de su creación. El hombre ha sido creado por Dios para amarle y para amar al prójimo, con esa clase de amor personificado en Cristo. El prójimo y su bien­estar es la norma fundamental. “El día del reposo se hizo a causa del hombre; no el hombre a causa del día del reposo” (Mr. 2:27).

8. Es por esa razón —porque la revolución cristiana tiene lugar en el cen­tro de la vida humana, en la relación con Dios— por la que la ética cristiana nunca ha parecido revolucionaria en la esfera de las decisiones concretas y visi­bles.

Por el contrario, se ha acusado con frecuencia al cristianismo de conser­vador. Pero un examen imparcial de la historia demuestra la superficialidad de tales cargos. Tomemos, por ejemplo, el caso de la esclavitud. Era una institu­ción social en el primer siglo de la era cristiana. En parte alguna del Nuevo Testamento encontramos una condenación revolucionaria de la esclavitud. Sin embargo, si recordamos esa joya del Nuevo Testamento que se llama la epístola de Pablo a Filemón, “veremos que ese conservatismo es meramente aparente. Esta carta estaba dirigida a un miembro de la iglesia cristiana en Colosas, re­comendando al portador, un esclavo fugitivo, a su amo. A la vez que San Pablo da la institución de la esclavitud como por sentada, la transforma por dentro en una relación fraternal. Una revolución silenciosa tiene lugar en el centro personal y desde allí transforma la relación social” (Emil Brunner). Precisa­mente esa revolución interior es la que, a la larga, terminó para siempre con la esclavitud visible, y no por medio de leyes e instituciones sociales, sino por una transformación silenciosa e invisible de las relaciones humanas. “El cristiano sabe que todos los cambios que comienzan por el exterior no son cambios rea­les. Porque, después de todo, siempre es el hombre el que hace las condiciones y no las condiciones al hombre. Las revoluciones externas son, por lo tanto, ficticias en el fondo: mucho ruido y pocas nueces” (Brunner).         

Esto no es para justificar la pasividad e indiferencia que muchas veces —demasiadas— han caracterizado a los cristianos. Ya volveremos al tema, pero no debemos dejar de señalar aquí que lo dicho no excluye como obligación cristiana la acción drástica para cambiar las estructuras sociales injustas. Habrá ocasiones en que será deber cristiano encararla. Pero, aún así, el cristiano sabe que los cambios sociales meramente externos son ambiguos y ambivalentes, y que las medidas mejor inspiradas pueden resultar contraproducentes si los encargados de llevarlas a la práctica no están a la altura de su responsabilidad.

Para meditar. Busque alguna prohibición que su denominación tenga como cosa importante. Por ejemplo, el uso del tabaco, o cualesquiera otras. ¿A qué obedece? ¿Qué se propone lograr tal medida? ¿Corresponde esa intención a lo que hemos dicho en este capítulo?

Oremos: Oh Dios, por quien somos guiados en juicio, y alumbrados en la oscuridad que se disipa para los buenos; concédenos en todas nuestras dudas e incertidumbres la gracia de pedirte tu opinión y consejo; que el espíritu de sabiduría nos libre de toda elección falsa, y que en tu luz veamos la luz, no tropezando en tu sendero recto; mediante Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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