El Cristo Encarnado – Meditación

Gn. 1:1; Mt. 1:23; Jn. 1:1-34, 17:5; Hch. 1:2; 1 Co. 8:6; Ef. 3:9; Fil. 2:5-11; Col. 1:16-17; Ap. 19:13.

La humanidad de Cristo —tema de nuestro Primer Curso, y de la primera lección de este trimestre— y su divinidad —que consideramos en la lección próxima pasada— se unen indisolublemente en el hecho capital de la fe cris­tiana y de la historia: la Encarnación.

1. Base bíblica de la Encarnación.

En Mt. 1:8 leemos cómo Jesús fue con­cebido del Espíritu Santo, según las profecías, como se afirma en el vr. 23 del mismo capítulo; este versículo termina con una bella declaración: “Con nos­otros Dios”.

El capítulo clásico en cuanto a la encarnación es el primero de Juan. Sobre todo su primer versículo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con

Dios, y el Verbo era Dios”. Podemos relacionar este versículo con el primero del Génesis: “En el principio crió Dios los cielos y la tierra”. Con esta base bíblica podemos afirmar que Jesús estuvo con Dios en la creación del universo, según él mismo lo afirma en su oración pontifical: “Glorifícame tú cerca de ti mismo con aquella gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo fuese”. (Jn. 17:5).

El apóstol Pablo, en su carta a los Filipenses, nos habla de los padecimien­tos que Cristo Jesús tuvo que soportar por su encarnación. En 2:5-11 nos habla de cómo Él, siendo igual a Dios, se anonadó a sí mismo para tomar forma de hombre, dejó su gloria y vino a sufrir la cruz por nosotros.

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Y así, ese proceso misterioso e incomprensible para la mente humana se efectuó en el Hijo de Dios, y tuvo su cuerpo los mismos elementos que tiene el nuestro: el Verbo se hizo carne. Parece haber sido escogida con cuidado la palabra “carne”, para mostrar que la naturaleza del Señor Jesús reúne en sí misma todas las distintas características y los atributos de nuestra muy varia­da naturaleza, exceptuándose sólo el pecado.

Si se nos hubiera dicho que el Verbo se hizo hombre, dice F. B. Meyer, habría parecido como si solamente los varones podrían tener perfecta sim­patía con él, o que su naturaleza no contenía sino los elementos de la masculinidad. Pero usándose la palabra “carne”, sentimos que no sólo un sexo, sino los dos, no sólo una edad, sino todas, no sólo una raza, sino la familia humana entera, pueden hallar sus propias características en Cristo Jesús, quien es com­pletamente humano, pero también completamente divino. Y llegamos a la conclusión de que precisamente por eso, porque sentía como Dios y sufría como hombre, le fue posible llevar a feliz término la redención del hombre caído.

2. Lo que significó la encarnación de Cristo para el mundo.

En primer lu­gar, el Cristo encarnado vino a darnos la más completa revelación de Dios. En su persona tuvimos la genuina revelación de Dios y la genuina revelación del hombre. Cristo, en su vida terrenal, dio expresión al carácter de Dios en forma tan real y plena que los hombres que lo conocieron no tuvieron necesidad de pedir que les mostrara al Padre (Jn. 14:38) porque en las Escrituras encon­tramos esta declaración categórica: “A Dios nadie le vio jamás: el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él lo declaró.” (Jn. 1:18). Su carácter es el carácter de Dios. Cristo reveló a los hombres la intención de la mente y el corazón de Dios para los humanos y, en consecuencia, la actitud que los hom­bres deben guardar hacia Dios. Los evangelios son claros y explícitos sobre estos dos asuntos. A Dios lo conocemos por medio de Jesucristo y al hombre corresponde adorarlo y obedecerlo. En los evangelios encontramos expresada su voluntad para con los hombres.

En segundo lugar, la encarnación de Cristo hizo posible la reconciliación del hombre con Dios. La encarnación de Cristo vino a significar que había quedado roto el velo de separación entre Dios y el pecador, y que por la mediación del Hijo veníamos a tener completo perdón de nuestros pecados. El hombre vive en pecado y está expuesto a los males que el pecado acarrea; es culpable de pecado y está contaminado por él. No puede vivir una vida recta y justa, por lo cual necesita llegarse a Dios en arrepentimiento para ser perdonado y recibir una nueva disposición y el poder para vivir una vida mejor. Este es el único camino para alcanzar la vida abundante para la que el hombre fue creado.

Hay tres elementos en la experiencia de la reconciliación: de parte del hombre, arrepentimiento, volviéndose del pecado a Dios; de parte de Dios, perdón y aceptación paternal del hombre; y en la mutua relación que sigue, la comunicación de Dios al hombre de las cualidades espirituales y el poder que le permitan vivir en comunión con él.

Tal unión de Dios con el hombre fue el objeto de la venida de Cristo. Ya que el pecado estaba en el mundo, él vino para que el pecador se reconciliara con Dios. Así lo afirman las Escrituras: “Porque ciertamente Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados, y puso en nosotros la palabra de reconciliación.” (2 Co. 5:18).

La encarnación de Cristo significó la preponderancia del bien sobre el mal; el triunfo final de la justicia; la seguridad de su compañía por siempre jamás; el poder gozar de las grandes y sublimes enseñanzas que nos dejó en los cortos años de su ministerio terrenal; tener su ejemplo magnífico e incom­parable de fe, abnegación, paciencia, gozo, humildad, sabiduría, mansedumbre.

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