Cristo, el Hijo de Dios – Meditación

Sal. 18:29; 26:63-64; 27; Mt. 4:3, 6; 11:25-30; 14:33; 16:13-16; Jn. 1:34; 3:16; 6:69; Ro. 8; 1 Jn. 3.

1. La revelación de Dios en la Biblia.

En la Biblia encontramos la reve­lación divina en una forma gradual. No queremos decir con esto que Dios mismo haya cambiado con el tiempo. Por supuesto que no. Dios es el mismo, ayer, hoy y por los siglos. Lo que ha variado es la comprensión de Dios de parte del hombre. Esto lo podemos descubrir en la Biblia misma. Allí encon­tramos, incluso, el esfuerzo divino por revelarse claramente a los hombres, principiando con el Antiguo Testamento y terminando con el Nuevo. En el Antiguo, el hombre, una y otra vez, se aleja de Dios, cuando parece que ha comprendido la voluntad divina, pero nunca llega a alcanzarla plenamente. En el Nuevo, Dios envía a su Hijo “lleno de gracia y verdad”, pero sólo un grupo pequeño lo acepta. La mayoría lo crucifica.

Dios ha querido siempre revelarse al hombre en toda plenitud, darse a conocer perfectamente como un Dios de justicia y de misericordia. Pero la com­prensión del hombre es torpe y tarda. Como la luz del sol, cuando amanece, va abriéndose paso poco a poco entre las sombras, y derramando sobre la tierra cada vez más luz, sin que en sí misma la intensidad de esa luz cambie, pues siempre es la misma, así Dios ha ido haciendo llegar los rayos luminosos de su revelación a la conciencia del hombre, al través de las sombras y las limi­taciones de ésta, hasta que llega el día perfecto, y el Sol de Justicia brilla ple­namente en la faz de nuestro Señor Jesucristo.

En la historia del pueblo de Israel, y en el Antiguo Testamento, vemos, de consiguiente, este proceso de gradual revelación. Hay un solo Dios verda­dero. El Dios que procura revelarse en el Antiguo Testamento, y por la du­reza del corazón y la torpeza de la mente de los hombres, sólo consigue que éstos obtengan una idea incompleta e imperfecta de Su naturaleza, carácter y propósitos, es el mismo Dios que en el Nuevo Testamento se nos revela plena y finalmente en Cristo nuestro Señor.

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2. El concepto de Dios en el Antiguo Testamento.

En el Antiguo Testa­mento, lo que los hombres perciben de la revelación de Dios es un antece­dente, en algunos aspectos, esclarecido, en otros, todavía vago y opacado por las ideas y las limitaciones humanas, de la plena revelación que vendría en Cristo Jesús.

En primer lugar, Dios aparece como un Dios celoso. Al dar sus leyes a Israel, ordena que se excluya la adoración a otros dioses y que no se tengan imágenes ni siquiera de Él mismo. Y da la razón de esta ley: “Yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso”. (Ex. 20:5).

Cuando Josué llama a todo su pueblo para exhortarlo por última vez a seguir las leyes de Dios y a cumplir su voluntad, les advierte: “Jehová… es Dios Santo, y Dios celoso no sufrirá vuestras rebeliones y vuestros pecados. Si dejareis a Jehová y sirviereis a dioses ajenos, él se volverá, y os hará mal, y os consumirá, después que os ha hecho bien”. (Jos. 24:21).

En segundo lugar, Dios aparece como un Dios justiciero e inflexible. El peso de su justicia es terrible.

En tercer lugar, el pueblo hebreo pensaba generalmente en Dios como un Dios nacional. Los demás pueblos tenían sus propios dioses, y así Israel tenía el suyo. En 2 Sam. 23:3 encontramos las palabras “El Dios de Israel ha dicho, hablóme el Fuerte de Israel…” La idea de que Dios era únicamente el Dios de Israel estaba profundamente arraigada en el corazón del pueblo.

En cuarto lugar, pensaban en Dios como un Dios guerrero. Era el Dios que los llevaba a las batallas y les concedía el triunfo. Moisés dice a Josué: “Jehová vuestro Dios, él es el que pelea por vosotros”. Y, algún tiempo des­pués, Josué parece recordar las palabras de su predecesor, cuando a su vez arenga al pueblo diciendo: “Un varón de vosotros perseguirá a mil: porque Jehová vuestro Dios pelea por vosotros, como él dijo”. (Jos. 23:10).

Los profetas son los que más hondamente penetran en la comprensión del carácter de Dios. En ellos encontramos verdaderas proclamas que pare­cen pasajes de los evangelios y que verdaderamente prepararon el camino para la venida de Jesucristo. Amos, Oseas, Isaías, hablan del amor y la misericordia de Dios en tonos que anuncian ya la manifestación suprema en Cristo. Indu­dablemente, los profetas comprendieron mejor que nadie de su época el carác­ter de Dios, y procuraron comunicar esa comprensión a su pueblo. Con su mensaje alcanzaron realmente el umbral del Evangelio.

Israel iba, pues, a sus batallas con la firme convicción de que Dios estaba con ellos y, en cada victoria, se gozaban de que Dios se la había concedido. En casi todas ellas encontramos que, después de la lucha, el pueblo expresaba, por medio de un sacrificio de acción de gracias, su gratitud a Dios por haberles dado la victoria.

3. La revelación de Dios en su Hijo Jesucristo.

En Cristo, Dios revela ple­namente su verdadera naturaleza. Es un Dios justo, pero también y sobre todo un Dios de amor. Es un Dios que nos muestra su amor por medio del perdón; un Dios que desea que todos los hombres seamos y vivamos como hermanos; un Dios que nos ofrece la salvación por medio de su propio Hijo. Este es el mensaje de los Evangelios y del Nuevo Testamento en su totalidad. Cristo es el Hijo de Dios y, como tal, nuestro único medio de salvación. En varias escenas de los Evangelios nos muestra el Señor su carácter divino: cuando calma la tempestad, en las diferentes ocasiones en que sanó a los enfermos y resucitó a los muertos, en la transfiguración y en muchas otras. Al perdonar los pecados de los hombres no está haciendo otra cosa que actuar como el verda­dero Hijo de Dios, con su carácter divino.

Cristo se presentó a sí mismo, en términos inconfundibles, como el Hijo de Dios. Afirmarlo ante los sacerdotes y fariseos fue uno de los motivos que más los enardecieron contra él. Aunque consideraba a los hombres como “hi­jos de Dios”, por haber sido creados por Él, cuando hablaba de sí mismo como Hijo de Dios, se refería a una relación única, a una identidad con el Padre que nadie más que él podía tener.

Un Cristo puramente humano no habría podido salvarnos. Hombre como nosotros, él mismo habría necesitado de un salvador divino. Pero el Hijo de Dios, que por amor de nosotros se hizo hombre, es poderoso para salvarnos, según dice la Epístola a los Hebreos (1:1-4) Cristo nos revela al Padre y nos conduce a Él. Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Siendo hombre, está cerca de nosotros. Siendo Hijo de Dios, y uno con el Padre, puede interceder por nosotros mejor que nadie.

Después de meditar los Evangelios, podemos exclamar como el centurión al pie de la cruz: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”.

Para meditación personal

Dios y yo

Como si no hubiese otro en los cielos sino sólo Él, y ningún otro sobre la tierra sino yo, Dios y yo somos amigos. Es tan real Él como yo. Dios es espí­ritu, y la parte más importante de mí, es mí ser espiritual; por consiguiente, hay terreno común sobre el cual nos hemos encontrado, y porque Él me amó primero, lo amo yo. En adelante no debo preocuparme en discutirle, ni en intentar definirle en fórmula doctrinaria, sino en demostrar en mi vida diaria su hermosura y su gloria.

Nada me importan las teorías sobre la caída del hombre: solamente sé que soy uno de los caídos, y que Él me ha levantado, recordándome Él que por su gracia soy salvado, por la fe, y esto no de mí mismo, pues es su don para mí.

P. Ainsle.

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