El Cristo que Murió por los Hombres – Meditación

Mr. 3:1-6; Jn. 6:65-69; Ro. 5:1-11

1. La reacción de la religión organizada.

La religión de fórmulas y ritos que profesaban escribas y fariseos era algo tan estricto, árido y seco que no admi­tía la más leve alteración en la rutina por ellos establecida y, así, rechazaba la frescura de las nuevas enseñanzas de Cristo. El puro vino nuevo, no podía caber en los odres viejos de los convencionalismos. El florido retazo de paño fuerte y hermoso no podía añadirse al paño viejo y raído de sus vetustas y desusadas creencias, sin que el contraste destruyera ambas cosas.

Era mejor que aquel hombre de qué habla el pasaje de Mateo 3:1-6 siguie­ra con su mano seca toda la vida, antes que aquel intruso, alterador del orden por su extemporánea compasión, viniera a escandalizar a tanto creyente sin­cero. Así pensaban ellos.

El torno, las poleas, el potro del martirio, la gota de agua, todos los horro­res de la inquisición, dan fe de la reacción de la religión organizada que, no pudiendo usar hoy los mismos medios, tiene que contentarse tan sólo con la calumnia, la crítica y la persecución velada o abierta.

¿Y qué armas debe presentar el verdadero creyente contra esas amenazas? Su consagración de vida es el arma más brillante y poderosa. Su pureza de vida es la respuesta incontrovertible a la calumnia.

2. La hermosa luz de Cristo.

cristo, crucificado

Los meteoros constituyen uno de los espectácu­los más bellos. Cuando se contemplan no se olvidan jamás.

“Cuando era un muchacho —cuenta Iván Welty— vi uno y nunca más lo he olvidado. A una enorme altura una masa brillantísima cruzó el cielo seguida por un rastro luminoso. Finalmente desapareció entre una lluvia de brillantes estrellas. Su vista me dejó perplejo y asombrado con su belleza y majestad.

“¿Sabe usted qué causa un meteoro?

“A través de los vastos espacios fuera de nuestra tierra, flotan partículas, quizás de fragmentos de cometas o de planetas rotos. Ordinariamente estos pequeños mundos son oscuros y están muertos, invisibles y desconocidos. Cuando una de estas partículas de materia atraviesa la atmósfera del mundo su terrible velocidad ejerce enorme fricción con el aire. En un instante el meteoro se vuelve blanco, caliente, y comienza a arder. Y es en el momento de su muerte cuando el meteoro brilla tan deslumbradoramente. Y muere en una llama de luz.

“Así sucedió con Jesús. Fue un sabio y bondadoso maestro de Palestina. Hubiera sido posible que Jesús, el Maestro, hubiera sido olvidado y sus ense­ñanzas se hubieran perdido en los vastos espacios de la historia antigua. Pero Él fue más que un maestro, porque siendo leal a su causa se dio en sacrificio vivo, y ardió en amor, y vino a ser el Salvador del mundo.

“Mientras más intensa fue la oposición contra él, más brilló su lealtad y su confianza en su Padre.

“Y fue al final de su vida terrenal y a través de su muerte y resurrección, cuando Cristo brilló más y alumbró las tinieblas de este mundo para tornarlo en un nuevo y brillante día”.

3. La volubilidad de las multitudes.

Los discípulos, como representantes de las multitudes, tenían sus mentes llenas de prejuicios, tan llenas que no podían discernir aquellas ricas enseñanzas que ahora el Maestro les mostraba, las cuales, aunque él trataba de adaptarlas lo más posible a su alcance intelectual, siempre resultaban demasiado elevadas para comprenderlas debidamente. (Jn. 6:65-69).

No a todos se nos presentará la oportunidad de morir por Cristo. En cam­bio, a todos se nos presentan constantemente hermosas oportunidades de vivir por él. Se habla mucho del sufrimiento de Jesús en la cruz, de su agonía, de su sed, de su angustia. Sí, de todas esas cosas terribles que él padeció por nosotros. Pero, ¿no sería aún más insoportable y terrible el tiempo que vivió en contacto con un mundo de naturaleza tan distinta a la de él? ¿No le dolería a él más aquel: “No te conozco” de Pedro que el punzante clavo en sus pies? ¿No resultaría más lacerante para él aquel beso traidor de Judas que las agudas espinas que taladraron su frente?

“El espíritu es el que da vida; la carne nada aprovecha. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63). Y aún hoy, pasados veinte siglos de civilización y cultura, muchos se siguen negando a reconocer la supremacía del espíritu sobre la carne. Pero los hechos y el tiempo, jueces implacables, y aun los propios efectos de una descabellada filosofía materia­lista de la vida, demuestran su terrible equivocación.

4. Nuestra actitud como discípulos de Cristo.

He aquí un buen cuestionario para probar tu fidelidad:

¿Callas cuando el nombre de Jesús es vilipendiado, o lo defiendes y testi­ficas de él como cristiano?

¿Frecuentas aquellos lugares a los cuales no puedes entrar con él y, por lo tanto, tienes que dejarlo esperando tristemente a la puerta?

¿Formas tus decisiones sin contar con él, para después culpar tu desastre a la ineficacia de tu religión?

¿Le buscas diariamente en la lectura de su Palabra y en la oración?

¿Das con gozo lo mejor de tu tiempo y de tus dones a él?

¿Das la preferencia a la asistencia a tu Iglesia, aunque haya estudio, juego, diversiones, trabajo y otros deberes que cumplir?

¿Sabes sufrir con paciencia las enfermedades, las dificultades, los contra­tiempos y esas irritantes pequeñeces de la vida cotidiana?

¿No te olvidas nunca de que tu cuerpo es templo del Espíritu Santo y que, por tanto, has de mantenerlo puro y fuerte, así como tu mente, para el servicio de tu Rey y Señor?

Si puedes contestar afirmativamente a todo lo anterior, tu vida es radian­te, gozosa, una vida activa y progresista, investigadora y observadora; una vida bendecida en todo lo que           emprendes; una vida que mira hacia el futuro confiadamente, sin temores; una vida estable, que formará, si no lo ha formado ya, un hogar compartido con la compañera o compañero, no elegido sólo por ti, sino también por Dios, donde crecerán hijos sanos, hermosos y felices, como aljaba llena de saetas.

Para meditación personal:

Quiero ser leal

Quiero ser leal, por los que en mí confían.

Por los que me aman, puro quiero ser.

Fuerza tener, pues mucho ha de sufrirse.

Tener valor, pues mucho hay que emprender.

Quiero de todos ser el fiel amigo.

Dar, olvidando luego lo que di.

Como soy débil, quiero ser humilde.

La vista alzar, reír, amar, servir.

Dame, Señor, lealtad, pureza y fuerza.

Dame valor, templanza y humildad.

Dame el amor que da, y ayuda, y sirve.

Y hazme vivir según Tu voluntad.

J. Yates Peek (G.B.C., trad.)

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