Cristo, Nuestro Redentor – Meditación

Mt. 26:30-75; 26; Mr. 14:23-72; Le. 22:39-71; Jn. 18 y 19.

1. Fuerzas que llevaron a Jesús a la cruz.

No podemos destacar una in­fluencia principal entre las que condujeron a nuestro Salvador a la cruz. Por­que la realidad es que no fue únicamente una, sino varias. Por lo menos po­demos señalar tres principales.

a.  Fuerzas religiosas. En varias ocasiones Jesús predicó en contra de los fariseos, escribas y saduceos, tres de los grupos más influyentes dentro de la religión judaica. Un investigador nos hace pensar que fue una cosa natural que se levantaran contra Jesús tratando de defender lo que, para ellos, era lo más sagrado y valioso que poseían.

b. Fuerzas económicas. Entonces como ahora, Jerusalén vivía principal­mente de los viajeros que la visitaban. Su templo y sus centros comerciales eran las principales atracciones para las multitudes que constantemente acudían a la ciudad. La ley judía pedía que todos hicieran lo posible por visitar la gran ciudad por lo menos una vez en la vida. Pero Jesús predicaba que a Dios se le podía adorar en todas partes, que no era necesario acudir al templo de Jerusalén para hacerlo, sino que lo esencial era adorarlo “en espíritu y en ver­dad”. Esto levantó en su contra a los grupos religiosos que hemos mencionado, junto con los comerciantes de la ciudad.

c. Fuerzas políticas. El interés principal de las autoridades romanas era mantener la paz del imperio. Según ellos, Jesús, con su mensaje, había susci­tado en Palestina un problema que podría transformarse en una lucha intes­tina. Así que no vacilaron en sacrificarlo con tal de conservar la paz de la provincia. ¿Qué era la vida de un humilde carpintero comparada con los inte­reses del vasto y poderoso imperio romano?

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2. La necesidad de la cruz.

El mensaje de Cristo y su cruz forman una unidad indisoluble. Si separamos estos dos elementos los destruimos. La cruz no surgió intempestivamente en la vida de Jesús sino que fue determinada por la mano de Dios desde el principio de la creación. Este es el mensaje del Anti­guo Testamento.

Recordemos el pasaje clásico de Gn. 3, en que se nos narra el primer pecado del hombre. Después de que Adán y Eva pecaron, Dios pronuncia su sentencia, pero en ella va ya el anuncio de la salvación por medio de Cristo: “Enemistad pondré entre ti y la mujer (dice a la serpiente), y entre tu simiente y la si­miente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el calcañar”. (Gn. 3:15).

En el mensaje de los profetas del Antiguo Testamento se encuentra implí­cito el mensaje de la cruz. Así lo hace ver Jesús cuando predica en la sinagoga de Nazaret (Le. 4), escogiendo un pasaje de Isaías. Seguramente conocía tam­bién los pasajes que hablan de los sufrimientos del Mesías, como el capítulo 53. Esto nos indica que Jesús aceptó desde el principio de su ministerio el camino de la cruz, que ya había sido trazado desde los tiempos antiguos.

3. El juicio del hombre y el triunfo de Dios.

Pero el juicio de Dios no se expresó únicamente sobre Adán y Eva. Está en vigor constantemente en el mundo. Se ha expresado en la historia de los pueblos y en la vida de los in­dividuos. Y está latente sobre cada uno de nosotros.

Este juicio no es de carácter legal, como los que se llevan a cabo en los tribunales humanos. El hombre ve sólo el exterior. Dios examina los corazo­nes. Para nosotros un hombre culto, que viste bien y se expresa correctamente, que no causa desórdenes en la calle y se porta bien con su mujer y sus hijos, es un hombre bueno. Pero, desde el punto de vista divino, puede ser diferente.

Para Dios el pecado consiste no únicamente en las cosas que llamamos “malas”, sino también en lo más útil y que muchas veces pasamos por alto: la mentira, la hipocresía, el egoísmo, la murmuración, la soberbia y otras cosas semejantes. El mensaje de Cristo atacó estas faltas y no sólo las que podríamos considerar mayores, como el asesinato o el robo. Por esto censuró a los directores religiosos de su tiempo, que estaban haciendo hincapié en los detalles de la ley y olvidándose de las cosas más importantes.

En un sentido podemos decir que fue la religión, ese tipo de religión, la que crucificó al Señor. Los directores religiosos y las autoridades romanas eran considerados como “lo mejor” en sus propios círculos, el mejor ejemplo de hombres “morales”. Sin embargo, ellos crucificaron a Jesús.

4. Perdón por medio del derramamiento de sangre.

Los sacrificios eran cosa común y corriente en las religiones antiguas. Se usaban como medios para aplacar la ira de los dioses por los pecados cometidos. En algunas de ellas in­cluso se acostumbraban los sacrificios humanos, como la mejor ofrenda que podía ser ofrecida al dios para que aplacara su ira. La universalidad de esas prácticas parece indicar que el hombre siempre ha tenido la intuición, aunque vaga y tosca, de una gran verdad: la salvación se alcanza sólo mediante el sacrificio.

Los judíos tenían todo el ceremonial de los sacrificios perfectamente deta­llado, indicando las formas y las ocasiones en que debían ofrecerse. En la Epístola a los Hebreos vemos que esos sacrificios eran la prefiguración del sacrificio de nuestro Señor Jesucristo. El pecado cometido por nosotros debía ser pagado. Pero el sacrificio ofrecido por Cristo no fue en la forma de un macho cabrío o un buey, como era la costumbre entre los judíos, sino mu­riendo él mismo en la cruz. Allí él derramó su sangre por nosotros. “Sin derra­mamiento de sangre no se hace remisión”. (He. 9:22).

Así podemos concluir afirmando que en la cruz tenemos la mayor dádiva de Dios al hombre: su salvación. Conocer a Cristo, seguir a Cristo, significa primero que todo aceptarlo como divino Redentor.

Para meditación personal

Timonel Pensativo

Timonel pensativo, misterioso

timonel que a seguirte me convidas:

yo cruzaré en tu barco luminoso

este mar de locura de las vidas.

¿Dónde va tu bajel? ¡Qué importa eso!

Iré contigo a cualesquiera playas.

Bien sé que nuestro viaje es un regreso,

y que mi patria está donde tú vayas. 

Amado Nervo

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