Cristo, Nuestro Rey y Señor – Meditación

Mt. 5, 6, 7; Mr. 13; Le. 12:27-32

1. ¿Qué significa el Reino de Dios?

La palabra “reino”, dice Harris Fran­klin Rail, en su libro Las enseñanzas de Jesús, puede tener uno de dos signi­ficados. Se refiere al reinado de un monarca, o al territorio sobre el cual se reina. El primero es el que usó Jesús. Por “el Reino de Dios” quiso decir el reinado de Dios. “Venga tu reino”, y “Sea hecha tu voluntad”, para Él tienen el mismo significado.

Jesús tuvo una gloriosa visión. Vivió así como nosotros en un mundo lleno de maldad, la que nadie sintió tan grandemente, como él. Enfermedades, po­breza y sufrimientos por todos lados. Israel estaba bajo el pesado yugo de Roma y, sobre todo, imperaba el mal en el corazón de los hombres: temores e inmoralidades, egoísmo y codicia, ceguedad y dureza. Pero Jesús vio un día mejor. El reinado de Dios habría de venir. Los demás vieron el poder del mal. Jesús vio el poder de Dios. Dios llenaba Su corazón y reconocía Su presencia en todas las cosas. Sabía que el reinado de Dios vendría con poder, y el sufri­miento horrible de la cruz misma no podía desviarle de esta fe. Transitó por la vida con la fuerza y el gozo de esta convicción y con este mensaje de fuego encendió los corazones de los hombres.

2. ¿Qué implica aceptar a Cristo como Rey y Señor?

jesus, rey, trono, cielo, angelesPara Jesús, el Reino de Dios es el mayor bien que puede llegar a los hombres. Esta era la gran esperanza que llenaba su corazón. Por lo tanto, al aceptarlo como Rey, esta­mos recibiendo el mayor galardón de la vida. Este bien que él anunciaba incluye todas las cosas buenas que los hombres pudieran desear.

Al hablar del reino, lo comparaba con un tesoro de gran valor que un hom­bre encontró escondido en un terreno. No era raro, entonces, que este hombre vendiera todo lo que tenía para comprarlo y poseer el tesoro. (Mt. 13:44).

Jesús también comparó al reino con una perla descubierta por un comer­ciante de piedras preciosas. Una perla tal como la había soñado, pero que nunca había visto. No asombra entonces que él vendiera todos sus tesoros menores para poseerla. (Mt. 13:45-46).

De manera que al aceptar el hombre a Cristo como su Rey, entra en pose­sión de todos los dones del Reino. Se desprende de lo ya dicho que el reinado de Dios tiene lugar en la vida de los hombres. El súbdito del reino no vive una mera existencia, sino una vida más rica y plena, como la que desea Dios para los hombres.

Aceptar a Cristo como Rey implica también recibir un precioso don. “No temáis, manada pequeña, porque al Padre ha placido daros el reino”. (Le. 12: 32). Aquí debemos notar que el mensaje de esperanza que trajo Jesús, no de­pende de ninguna idea sobre el progreso del hombre, o de la bondad de éste, o de su devoción a una causa noble. La esperanza de Cristo estaba puesta en Dios. El reino era el don de su Padre. Porque creía en un Dios así, poderoso y a la vez misericordioso, estaba seguro de que el reino iba a venir y llamaba a los hombres a aceptar su evangelio y, aceptándolo, a vivir la “vida abun­dante’’.

Hay dos clases de dones y hay dos maneras de darlos. Unos dependen abso­lutamente de la voluntad del donador. Un padre rico puede dar a su hijo dinero, y todo lo que el dinero le puede comprar. Pero hay otros dones que no pueden ser recibidos de esta manera. Los dones más altos dependen tanto del que los recibe como del que los da. El padre puede pagar los gastos, pero recibir una educación o no, depende del niño.

No hay duda de que en la mente de los judíos el reinado de Dios se con­fundía con un reino exterior. Pensaban en el triunfo de Israel sobre sus enemigos y esperaban que llegaría un día de poder y gloria para el pueblo ele­gido. Jesús no pensaba así. Pensaba en el perdón de los pecados, en los hombres viviendo en compañerismo con Dio», en la destrucción del mal, en una vida nueva y gloriosa que llamaba “la vida eterna”. Tales dones no dependen sólo del donante, sino también del que los recibe.

Y todo don de esta clase es, al mismo tiempo, una demanda y una tarea. Las buenas nuevas de Dios son un llamado a los hombres, un llamado a dar, a actuar, a luchar y a vivir.

3. La responsabilidad de los ciudadanos del reino.

No olvidemos, pues, que una vez que hemos aceptado a Cristo como nuestro Rey y Señor, tenemos que enfrascarnos en la tarea de ganar súbditos para ese reinado. Dios reina so­lamente cuando los hombres conocen su voluntad, la aman y la cumplen. “Ven­ga tu reino, hágase tu voluntad”, significa lo mismo que “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia”. Todo el Sermón del Monte es un testimonio de esto. Es el llamado de Jesús a la más alta justicia de la vida, y esta justicia es simplemente el reinado del espíritu de Dios.

Al describir a los hijos de] reino no se está haciendo otra cosa que descu­brir el reino mismo. Esta pureza de corazón, esta humildad de espíritu, esta pasión por la justicia, es lo que actualmente constituye el reinado de Dios. La misma verdad aparece en lo que dijo Jesús acerca de ser como un niño para en­trar en el reino. Porque el reino de Dios es sobre todo una vida interior. Pero si bien la justicia del reino de Dios principia en el interior, tiene que exten­derse a todos los aspectos de la vida del hombre. El ciudadano del reino se pregunta cada día. ¿Cuál es la voluntad de Dios en mis asuntos diarios? Es mucho más fácil decir: “Señor, Señor” el domingo, que acordarse del Sermón * del Monte el lunes.

Como hombres vivimos en sociedad, lo que quiere decir que los postulados del reino pueden ser aplicados solamente trabajando juntos. El poder del Evan­gelio, sirviéndose de la acción social de los cristianos, puede transformar la organización del comercio y el régimen del Estado. Los cristianos no pueden permanecer satisfechos mientras la voluntad de Dios no se “haga en la tierra como en el cielo”.

Pilato mandó poner un título irónico sobre la cruz de Cristo, para burlarse y vengarse de los judíos. Y como rehusó cambiarlo a pedido de éstos, Jesús fue a la muerte bajo su verdadero título, del cual los judíos habían hecho motivo de acusación contra él. Cualquier espectador que pudo leer griego, latín o hebreo se dio cuenta de que al que pendía de la cruz se le había dado el título de rey. Dios, en su omnipotencia, arregló de tal manera los aconte­cimientos que la voluntad de Pilato prevaleció siquiera en un aspecto sobre los malignos deseos de los judíos. A despecho de los sacerdotes, nuestro Señor fue crucificado como “Rey de los judíos”.

Y  la historia cristiana confirma esta verdad. Lenta, pero seguramente, el reino de Cristo ha estado avanzando, por obra y gracia del Espíritu Santo, que trabaja en los hombres.

Todavía hay males terribles y fuertes, presentes en el mundo, pero el espíritu de Cristo, obrando en él, ha logrado al menos tres grandes resaltados: Primero, los hombres ven el mal y le están haciendo frente como nunca antes lo hicieran. Hay una nueva conciencia de pecado. En segundo lugar, la huma­nidad entera nunca ha tenido más altos ideales de justicia, hermandad y .amor. Y, en tercer lugar, los hombres nunca antes habían tenido una esperanza tan firme en el triunfo del bien sobre el mal y en la venida del reino como ahora.

Para meditación personal

Lee y medita las Bienaventuranzas. Mt. 5:1-11. Estos versículos constitu­yen la descripción por excelencia del carácter de los ciudadanos del reino.

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