El Cristo Vivo – Meditación

Ga. 2:20; Fil. 1:21, 4:13; 1 P. 1:23, 2:4; 1 Jn. 5.

La muerte de Cristo no significó en un principio para sus discípulos otra cosa que una vergonzosa derrota. Hasta el último instante pensaron y espera­ron que su Maestro vencería y confundiría a sus enemigos, escapando de la muerte. No podían entonces comprender el gran misterio central del Evan­gelio: que la muerte de Cristo en la cruz, no era una derrota sino una gloriosa victoria. Fue poco a poco, y no sin grandes dudas y vacilaciones, como se fue abriendo su conciencia a la realidad de que Cristo había resucitado y tornado a vivir.

1. La experiencia del Cristo vivo en los apóstoles.

Después de la experien­cia de la crucifixión, el espíritu de los apóstoles se embargó de un profundo desconsuelo. Todo lo que habían soñado y esperado se derrumbó en un mo­mento. Hallamos en las Escrituras un pasaje y un incidente que ilustran la actitud de los apóstoles en estos momentos difíciles por los que atravesaron. Es el de Jn. 21.

Este incidente nos muestra claramente su estado de ánimo. En Pedro y en todos los demás el espíritu de lucha había desaparecido y estaban completa­mente derrotados.

Otro incidente es el que nos narra el evangelista Lucas (24:13-35). Dos discípulos iban camino de la aldea llamada Emmaús, cuando el mismo Jesús se les unió. Notemos una importante declaración de Lucas. Nos dice que ellos no lo reconocieron porque “sus ojos estaban embargados”. El desencanto y la tristeza eran tan profundos que no pudieron reconocer al Maestro. Induda­blemente estaban pasando por una prueba sumamente difícil. No podemos cri­ticar su actitud, pues, humanamente hablando, en verdad todo había concluido.

 

Sin embargo, para cambiar el cuadro, podemos aprovechar otro incidente que nos narra Juan (20:24-29). Tomás no había creído lo que los otros discí­pulos le habían dicho acerca de la resurrección de Jesús. El quería ver y pal­par. En una nueva aparición del Señor resucitado, estaba presente Tomás, y fue en esa ocasión cuando cayendo de rodillas delante del Señor, exclamó:

—¡Señor mío y Dios mío!

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El Cristo vivo transformó la tristeza en gozo, la desilusión en esperanza y el miedo en un valor hasta la muerte.

2. Pablo y el Cristo vivo.

Pensemos en el Pablo anterior a su conversión. Él mismo se describe en Fil. 3:4-6: “Si alguno parece que tiene de qué con­fiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; cuanto a la ley, fariseo; cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; cuanto a la justicia que es en la ley, irrepren­sible”.

Pero Pablo se encontró con el Cristo vivo en el camino de Damasco, lo que motivó un cambio completo en su personalidad. Esta experiencia trans­formó al vigoroso perseguidor de la iglesia en el campeón de sus propaga­dores.

Dando su testimonio de lo que este encuentro con Cristo significó en su vida, agrega, en el pasaje de Filipenses que hemos mencionado: “Pero las cosas que para mí eran ganancia, helas reputado pérdidas por amor a Cristo”.

3. Siguiendo al Cristo vivo en nuestros días.

Gracias a Dios que el poder del Cristo viviente se hace manifiesto también en nuestros días. Alien F. Gardiner murió, con unos compañeros, en las inhóspitas playas de la Tierra del Fuego, a causa de la enfermedad y el hambre. Sintiendo la responsabili­dad de predicar el evangelio a los indios que vivían en esas regiones, habían salido de Inglaterra el 7 de septiembre de 1850. Batallaron mucho y lograron poco. El 8 de mayo de 1851, Gardiner escribía en su diario una cita del Libro de los Salmos: “Aunque camine en medio de desgracias, Tú me alentarás. Mis ojos miran a Ti, oh Dios. Señor, en ti he confiado, no desampares mi alma”.

El 28 de junio, día de su cumpleaños, mientras su esposa y los directores de su Misión, en Inglaterra, angustiados, trataban de saber algo de él, Alien Gardiner expresaba en su diario su maravillosa confianza en Dios. Ni una queja. Ni una insinuación de contrariedad. Lo único que le inquietaba era no haber logrado llevar el Evangelio a las tribus paganas.

Aunque Gardiner no logró personalmente su objetivo, otros lo han conti­nuado. Su obra no fue estéril, sino que fructificó en muchos otros que han ido a Sudamérica a continuar su obra. Ahora, gracias al ejemplo de Gardiner, el Cristo vivo es conocido en muchas regiones donde antes se le desconocía.

4. Cómo llegar a tener la experiencia del Cristo vivo.

Para lograr esta ex­periencia no tenemos más que un solo camino: aceptar a Cristo como nuestro Salvador, no necesariamente en la misma forma dramática que Pablo, pero sí en su esencial experiencia de encontrar a Cristo y de aceptarlo.

Dos amigos paseaban por las calles de Nueva York. Uno de ellos era naturalista. De pronto este último se detiene, una arruga surca su frente, mien­tras su mirada se vuelve inquieta hacia todas partes.

—¿Qué pasa? —le pregunta el otro, alarmado.

—¿No oyes?

—Pero, ¿qué se puede oír en este ruido tan ensordecedor de la calle?

—Pues yo he oído distintamente el chillido de un insecto. Aguarda un mo­mento.

Y aguzando el oído, el naturalista se encaminó directamente a un alto edi­ficio de recia piedra. Sacando su navaja de bolsillo, levantó una pequeña capa de musgo, debajo de la cual atrapó al insecto. El amigo se quedó mudo de asombro.

El oído del naturalista, que amaba su vocación, estaba educado para perci­bir hasta el más leve sonido de los insectos en que estaba interesado, y pudo oírlo entre el bullicio de la gran ciudad.

El Cristo viviente está siempre a nuestro lado, pero no siempre lo pode­mos escuchar. Por medio de la oración debemos estar con el oído alerta para escuchar su voz y responder a su llamado.

Para meditación personal

El Cristo de las Gentes

(Fragmento)

Yo amo al Señor Jesús, varón de Galilea,

Porque vivió entre gentes comunes como yo;

Porque su vida entera la pasó en una aldea

Y como un artesano sencillo trabajó.

Yo sé que ahora mismo Él va por los senderos

Dando consuelo a todos los que encuentra a su paso;

Lo sé, porque responde a mis ruegos sinceros,

Lo sé, porque yo siento el calor de su brazo.

Mi trabajo es humilde, mi hogar una cabaña;

Pero siempre la tengo, para Él, bien abierta;

Su presencia invisible cada día me acompaña

Y jamás ha dejado de llamar a mi puerta.

George T. Liddell

(De En Comunión con lo Eterno, por F. E. Estrello)

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