Jesucristo y los Derechos Humanos – Meditación

Jn. 8:2-11; Le. 17:1-2; Mt. 22:34-40

1. En los últimos siglos, nuestra sociedad occidental ha oscilado violenta­mente desde la completa libertad del individuo —como en los siglos XVII y XVIII— hasta el extremo opuesto, el estado totalitario del siglo XX.

 

A medida que la cohesión social provista por las costumbres y usos tradicionales se iba desintegrando por el impacto del individualismo, se hizo cada vez más evidente que este último conducía a la anarquía, al caos social. Esto fue así porque este concepto del hombre, al no aceptar nada más que lo que el individuo puede comprender y lo que le parece conveniente, desprecia el orden social o, a lo sumo, lo acepta un mal necesario. El individuo queda librado a los dictados de su propio capricho y la sociedad queda regida solamente por la ley de la selva, es decir que se desintegra. Como ya hemos visto, ese individualismo dio origen al liberalismo económico, por ejemplo, y sus resultados terminaron en la anar­quía: ¡cada uno defendiendo sus intereses y que el más débil se aguante!

2. Este caos social —o por lo menos su amenaza inmediata— ha movido a nuestra sociedad hacia el otro extremo:

El del estado totalitario o el de la Igle­sia totalitaria.

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Habiendo perdido el hombre su sentido de dirección en una épo­ca en que se le decía, en nombre del pensamiento más elevado, que tenía abso­luta libertad, se ha vuelto en nuestros días en la dirección opuesta, hacia una sociedad donde no tenga necesidad de decidir ni la obligación de comprometerse personalmente. En el terreno religioso, esa tendencia da lugar a dos fenómenos paralelos: el atractivo de una Iglesia autoritaria y el atractivo de una moral autoritaria. En el primer caso, el hombre entrega su personalidad a una insti­tución religiosa que le promete decidir en su lugar y le asegura su propia infalibilidad; en el segundo, a una serie de normas morales absolutas, pretendidamente sancionadas por la divinidad, frente a las cuales sólo cabe obedecer y no hace falta otra decisión que la aceptación global.

En el terreno político, esa tendencia origina el totalitarismo estatal, que no es sino una forma violenta de la inclinación general de los Estados. El Estado se convierte en el creador de la ley, no en su defensor. Todo lo que ordena está bien. No hay ley fuera de la ley del Estado. No hay derechos individua­les que preceden al Estado. El Estado se ha convertido en soberano; declara ley lo que le place. De allí al Estado totalitario hay un solo paso. En los regímenes totalitarios, el individuo no es más que un elemento de la estructura social, un engranaje de la maquinaria, y nada más. No hay otros derechos que los de la comunidad. La justicia se define como el ajuste de la realidad social a los derechos de la comunidad.

3. Es esencial que volvamos nuestra mirada a Cristo para buscar los funda­mentos de la justicia y el derecho entre los hombres.

¿Qué es más importante: los derechos de la persona o los derechos de la colectividad? ¿Qué tiene pre­cedencia en la vida cristiana: el individuo o la sociedad?

El diccionario dice que la justicia es atribuir a cada uno lo que le co­rresponde, lo que es suyo; y que el derecho es lo que le corresponde a alguien, lo que es justo. Cuando Jesús aclaró las leyes de su Reino, habló de algo supe­rior a la justicia, de una justicia mejor: “Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos… Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres… Buscad primeramente el reino y la justicia de Dios…” (Mt. 5:20; 6:1, 33). ¿Qué es esa justicia mejor? Es el amor, ese amor que se olvida de los derechos propios y que es contrario a todo legalismo. Pero esa justicia superior, el amor cristiano, no niega los derechos del prójimo. Por el contra­rio, los incluye. El amor que no da en primer lugar lo que le corresponde al prójimo, no es amor genuino. Los derechos del prójimo son un deber para el cristiano. Debemos darles lo que les corresponde. Eso es la justicia.

Pero la justicia superior de Cristo va más lejos. Una vez cumplidas las obli­gaciones que la justicia impone, queda una obligación más: la que inspira el amor de Cristo. Bien pudo decir el apóstol Pablo: “Pagad a todos vuestras dudas: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que temor, temor; al que honra, honra. No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo ha cumplido la ley” (Ro. 13:7-8). El amor pre­supone, entonces, la justicia. ¿Y cuál es la base cristiana de la justicia? ¿Qué es lo que le corresponde en derecho al prójimo?

4. La base del orden legal entre los hombres es la creación del hombre por Dios, o sea el concepto cristiano del hombre:

Una persona de origen y dignidad divinas, destinada a tener comunión con Dios y con otras personas.

Hay, pues, ciertos elementos que le pertenecen al hombre y que sólo injustamente podrán serle quitados por sus semejantes. Dios ha creado al hombre para vivir en amor. Dios mismo respeta su libertad para amar o negarse a hacerlo. Lo trata como a una persona, a cada uno como capaz de amar y digno de ser amado por Dios. El principio esencial del ser humano es el amor, que determina su rela­ción con Dios y con el prójimo. “Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo”. La verdadera humanidad es la del amor que sirve, que vive en comunidad con el prójimo.

5. Como ya hemos visto en lecciones anteriores, en la misma vida de Jesús y en sus relaciones con sus prójimos tenemos representada claramente la digni­dad que Dios atribuye al individuo.

Insiste reiteradamente que las institucio­nes, aun las religiosas, deben estar subordinadas al bienestar del individuo. Cuando se le critica por haber violado alguna ley mosaica por hacer un bien, contesta: “El día del reposo se hizo a causa del hombre; no el hombre a causa del día del reposo” (Mr. 2:23-28). “El lícito hacer bien en el día del reposo” (Mt. 12:9-13). Su defensa de los débiles es característica: “Imposible es que no vengan tropiezos; mas ¡ay de aquél por quien vienen! Mejor le fuera que se hubiese arrojado al mar con una piedra de molino al cuello, que no dar ocasión de caer a uno de estos pequeños” (Le. 17:1-2). Su trato de las muje­res fue siempre considerado y respetuoso, y hasta llegó a subrayar la idéntica situación del marido y la esposa en lo que tocaba al divorcio, con palabras revolucionarias para una sociedad que sólo admitía derechos en el hombre: “El que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra ella. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mr. 10:11- 12; véase también Jn. 8:2-11). Bien pudo decir, entonces, San Pablo: “No caben distinciones entre judío y griego, esclavo y libre, varón y hembra: porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga. 3:28). Dios no hace acep­ción de personas (Hch. 10:34). Todos los hombres son sus hijos, sin distinción de razas, sexos o cultura.

6. De modo que, cristianamente hablando, hay cosas que le corresponden al hombre como tal, derechos que preceden al Estado, que derivan de su misma condición humana y están basados en la creación de Dios.

Este concepto de los derechos humanos motiva la oposición cristiana al Estado totalitario. Cuando se niegan esos derechos, ya tenemos en potencia al Estado totalitario. El Estado ha sido creado para proteger esos derechos que Dios ha otorgado al hombre. Para ello ha recibido la autoridad de Dios (Jn. 19:9-11; Ro. 13:1-6). Pero no solamente para defender los derechos sino también los de la comunidad, es decir los derechos del prójimo. Los derechos del individuó están limitados por los derechos de la sociedad. Lo que es justo para el individuo, lo que le corres­ponde, nunca debe atentar contra lo que le corresponde al prójimo. Y la jus­ticia superior del amor cristiano olvida los derechos propios para pensar sola­mente en los derechos de los demás.

Si eres cristiano no tienes ningún dere­cho. Si eres cristiano tienes deberes: tu deber es ver que los demás gocen de sus derechos.

Stephen Neiü

7. Por otra parte, esta limitación de los derechos del individuo en pro de los de la comunidad es completamente diferente del colectivismo, que subordina la persona hasta el punto de querer liberarla de su propia responsabilidad.

Tal lo que sucede en regímenes como el comunista, donde se supone que el Estado tiene el poder de conceder o negar derechos y libertades a los hombres. Es decir, donde el Estado pretende asumir el papel de Dios. Todas las formas de totalitarismo muestran la misma indiferencia en cuanto al destino del individuo, indiferencia radicalmente contraria a la fe cristiana. La eliminación de los campesinos en Rusia, de los terratenientes en China, de los judíos en Alemania y las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki son frutos del mismo árbol: la subordinación del individuo a la sociedad. Se ha dicho con razón que “nos damos cuenta de la victoria de la masa sobre el individuo, tanto en los Estados Unidos como en la Unión Soviética… En un caso tenemos una civilización hedonista popular de masas; en el otro, la civilización totalitaria ascética de masas del comunismo” (Christopher Dawson). Cuando la fe cristiana se debi­lita, el concepto del hombre degenera, y degenera asimismo la estructura social.

El Estado en el mundo moderno amenaza convertirse en un coloso to­talitario al que la persona individual está completamente subordinada. Cuando el Estado pretende libre autoridad sobre toda la vida, el pensa­miento y la conciencia del hombre, y niega que éste posea ningún derecho o libertad inherente excepto los que el Estado conceda, la personalidad corre el riesgo de deformarse y ser reprimida” (De una declaración de la Iglesia Metodista de Gran Bretaña).

8. ¿Cuáles son estos derechos fundamentales del ser humano, derivados de la creación de Dios? Dos sociólogos protestantes proponen los siguientes:

Todos los hombres tienen derecho a:

i. La vida y la libertad,

ii. La justicia,

iii. La propiedad,

iv. La libertad de expresión y de reunión, y de adorar a Dios de acuerdo con su conciencia,

v. La educación que le resulte adecuada a sus responsabilidades sociales,

vi. Ejercer su ciudadanía eligiendo sus representantes y ofreciéndose como can­didato para cargos políticos,

vii. El trabajo, incluyendo remuneración adecuada, condiciones y horarios de trabajo razonables, y previsiones contra accidentes y desocupación,

viii. Un nivel de vida adecuado para la salud y bienestar de sí mismo y de su familia, incluyendo alimento, vivienda, atención médica, y seguro en caso de enfermedad, incapacidad, viudez y ancianidad.

Para meditar.

¿Qué opina usted de las palabras citadas del obispo Neill, cuando dice que como cristianos sólo tenemos deberes y no derechos? ¿Qué decir de la libertad religiosa?

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