Jesucristo y el Nacionalismo – Meditación

Mr. 7:24-30; Le. 13:22-30

1. Jesucristo fue un judío del primer siglo.

Esta afirmación es algo más que un lugar común; tiene que ver con el mismo sentido de la encarnación del Hijo de Dios. Porque Jesucristo fue un hombre concreto y auténtico. Cuando el prólogo del evangelio según San Juan dice que “el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”, está hablando de su verdadera humanidad, que lo hizo partícipe genuino de la historia y el destino de su pueblo.

No sólo fue un judío, sino que fue un buen judío, devoto y leal. No fue un desapegado, al que le hubiera dado lo mismo nacer en otra parte del mundo, sino que en todo momento mostró su aprecio y su respeto por la manera de vida de su pueblo. Eso lo vemos demostrado en su actitud hacia las tradiciones religiosas de los judíos. Sus vestimentas eran las indicadas por la ley. Marcos habla de la gente que trataba de tocar “la orla” de su manto (Mr. 6:56), que en realidad eran las franjas que usaban los judíos de acuerdo con las prescrip­ciones del Antiguo Testamento (Núm. 15:37,38). Esas franjas constituían prác­ticamente un uniforme que distinguía al judío del gentil, hasta el punto de estar prohibido vender un manto a un pagano sin antes removerlas. Jesús las empleó, aun cuando supiera perfectamente que en ocasiones se empleaban os­tentosamente (Mt. 23:5). Jesús no fue un asceta, pero sin embargo ayunó y dio instrucciones a sus discípulos sobre la manera en que debían hacer uso de una de las grandes tradiciones religiosas de los judíos (Mt. 4:2; 6:16ss).


2. Pero, al mismo tiempo, es necesario recordar que su actitud no fue de ciega aceptación, de aprobación incondicional sino crítica.
Lo mismo puede decirse de su participación en los festivales religiosos del templo de Jerusalén. Los evangelios mencionan un número de ocasiones en que lo hizo (Jn. 2:13; 5:1; 7:2; 10:22; Mr. 14:12ss). Asistía regularmente a la sinagoga (Le. 4:16). Mostró profundo respeto por el templo, al que consideró, igual que todos sus compatriotas, como la casa de Dios en un sentido muy definido y especial (Mt. 23:16ss). Alentó la presentación de las ofrendas sacri­ficiales y pagó el impuesto correspondiente para los servicios del templo (Mt. 5:23ss.; 17:24ss). El episodio de la limpieza del templo de cambiadores y ven­dedores de palomas es especialmente importante y revelador en este sentido (Mr. 11:15ss).

Puso bien en claro que la reconciliación entre dos hermanos era más importante que la im­portante ocasión de presentar una ofrenda en el templo, que para los judíos del interior del país resultaban contadas (Mt. 5:23). Juzgó el valor de las prácticas exteriores en términos de los motivos interiores, como en la oca­sión en que afirmó que la ofrenda de la viuda era mayor que la de los ricos (Mr. 12:41ss). Sostuvo que el servicio de las necesidades de los hombres tenía precedencia sobre cualquier tradición ceremonial (Mr. 2:23-28). La tradición tiene su valor, como ya vimos en la lección 1; el ritual, su importancia; pero ninguno de los dos puede tener precedencia sobre lo ético. O, para decirlo de otra manera, que el amor a Dios y al prójimo son lo fundamental.

3. Casi lo mismo podría decirse de su actitud hacia las tradiciones políticas y culturales de los judíos.

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Los evangelios contienen muchas evidencias de que Jesús vivió como un judío leal en medio de una situación política» extremadamente compleja, por las tensiones políticas, raciales y religiosas. Su misión se redujo a sus compatriotas judíos. Si bien en una ocasión viajó por las regiones extranjeras de Tiro y Sidón, las dos grandes ciudades fenicias de la costa mediterránea, se nos dice expresamente que quiso pasar inadvertido (Mr. 7:24-30). En varias ocasiones habló de los paganos en términos usuales entre los judíos de sus días (Mt. 6:7; Mr. 10:42). La respuesta a la mujer sirofenicia del pasaje ya citado de Mr. 7:24-30 es sumamente dura y difícil de suavizar, por más que tengamos en cuenta las circunstancias peculiares de ese viaje y su deseo de no ser reconocido y de no renunciar a su misión entre su propio pueblo (“Deja que los hijos se sacien primero”). Instruyó a sus discí­pulos a consagrarse completamente a la obra entre los judíos (Mt. 10:5; 15: 24). A veces, sus palabras parecen resonar como las de un estrecho nacionalista.

4. Pero hay algunos hechos generales indiscutibles que no permiten llegar a esa conclusión.

Jesús no mostró nunca señales de prejuicio o resentimientos contra los romanos. Esa era una cuestión nacional de primera importancia para los judíos de sus días. La opresión romana, sus burlas y blasfemias con­tra la religión, las matanzas constantes de los revoltosos, sus impuestos, todo servía para mantener latente el fuego de la venganza, y el prejuicio antirromano era el predominante

La cuestión era inescapable para cualquier personaje popular. Pero Jesús no se dejó arrastrar por el nacionalismo de sus compatriotas. Cuando habla de dar al César lo que es del César, pagando los impuestos muestra que está desprovisto del espíritu vengativo de muchos de sus compatriotas. Sus enseñan­zas acerca de los enemigos tienen este trasfondo peculiar.

5. Tampoco muestra sentimientos contra los samaritanos.

Eran también des­preciados y odiados por sus contemporáneos. Había entre judíos y samaritanos toda la amargura de las contiendas de familia. El mismo fue acusado de samaritano, a manera de insulto (Jn. 8:48). Pero el héroe de una de sus grandes parábolas fue un samaritano (Le. 10:33). De la historia de los diez leprosos, sólo un samaritano vuelve a darle las gracias (Le. 17:16). En ocasión de un desprecio por parte de un poblado de samaritanos, se negó a compartir los sen­timientos vengativos de sus discípulos (Le. 9:55). Y la historia de la mujer samaritana y de la estadía de Jesús por dos días en su pueblo sugiere el estilo de sus relaciones personales con ellos (Jn. 4:40ss). Toda su visión religiosa no admitía barreras al perdón de Dios. Por eso estuvo dispuesto a reconocer sin restricciones el valor de la fe de los gentiles, como en el caso del centurión (Mt. 8:10).

6. Por otra parte, es por demás evidente que no vaciló en señalar el pecado de sus compatriotas que, aunque descendientes de Abraham, no mostraban esa justicia que Dios esperaba de su pueblo.

Y en varias ocasiones profetizó la conversión de los gentiles, el nacimiento del nuevo Israel convocado de todas las naciones de la tierra: “Os digo que vendrán muchos del Oriente y del Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera” (Mt. 8:11-12; véase también Le. 13:22-30). Tal actitud y tales promesas explican la pronta difusión del evangelio entre los gentiles, a poco de la muerte de Jesús. Era la religión ecuménica, universal o católica por excelencia, porque subrayaba el amor de Dios que mueve al amor al prójimo. El prójimo es el próximo, el conciudadano, el compatriota, en primer lugar, para ampliarse lue­go hasta incluir a todos los seres humanos.

7. Ese amor para con el prójimo inmediato hace del cristiano un nacionalis­ta en potencia, entendiendo el nacionalismo como el deseo de tener gobierno in­dependiente, de ocupar un lugar reconocido entre las naciones, de expresar la individualidad propia del grupo y hacer una contribución peculiar al mundo.

Esa fuerza motriz del nacionalismo bien entendido es saludable, porque busca expresar el sentido de la dignidad humana, del derecho a la autodeterminación de los pueblos tanto en lo político como en lo económico. Es tan legítimo como legítima es la defensa de la familia frente a las presiones de la sociedad. Siendo como es un medio para la emancipación de pueblos dependientes, debe ser bienvenido por los cristianos que saben que no pueden descansar satisfechos mientras a un solo hombre les sean negados sus derechos humanos.

8. Claro está que es menester distinguir entre este nacionalismo legítimo y saludable y el nacionalismo agresivo que trata de dominar a otros pueblos, o el nacionalismo aislacionista que pretende no tener obligaciones para con los demás pueblos.

Y esa distinción es tan necesaria y justificada como la distin­ción entre el legítimo amor a la familia y la idolatría de la familia, que pretende justificar cualquier crimen en nombre de los hijos o que se desentiende de la responsabilidad por los ajenos a la misma.

9.  He aquí algunas sugestiones prácticas que pueden enfocar mejor aún nuestra consideración del nacionalismo.

Son de la Conferencia Internacional de Estudios Ecuménicos, reunida en Tesalónica, Grecia, en 1959, para tratar el tema “La acción cristiana en los rápidos cambios sociales”:

Las iglesias debieran reconocer que el nacionalismo emergente es po­tencialmente capaz de introducir en la corriente de la historia del mundo a pueblos hasta ahora suprimidos, y proporcionar a hombres y mujeres libertad para hacer las decisiones del destino humano… La participación de la Iglesia en el nacionalismo debe ser positiva y responsable: debiera ser una respuesta al llamado de Dios a dar testimonio de su propósito para el mundo y de su preocupación por todos los hombres en su situa­ción concreta. Por lo tanto, será también una participación crítica y no total. Cuando el nacionalismo exige la lealtad total de la Iglesia y de sus miembros, tenemos que obedecer a Dios antes que al hombre. Dios no es un instrumento del nacionalismo; es su juez… Por consiguiente, la lu­cha de la Iglesia por la libertad para adorar y testificar a Cristo como el Señor de la nación, para mantener su comunión abierta a todos los hom­bres… y por tener relaciones con las iglesias de otros países es al tiem­po su contribución al desarrollo de un nacionalismo sano.

10. En América Latina, los movimientos nacionalistas tienen otro sentido que en las nuevas naciones de Asia y África.

Aquí ya se ha ganado la primera etapa de la independencia política relativa y se está luchando por su comple­mento, la libertad económica. Como en todos los casos, nuestros nacionalismos constructivos están siempre amenazados por tendencias destructivas. Siempre está la tentación de la idolatría de la nación, que lleva a la negación de las realidades supranacionales, sean otras naciones o la ley de Dios; o la tentación de absolutizar a los jefes y caudillos, demostrada en una hipersensibilidad a la crítica; o la tentación de identificar la nación con una clase, con un partido o con una religión, excluyendo a todos los demás de la participación efectiva en el acontecer nacional so pretexto de defender la unidad de la nación. A esta última es particularmente afecta la Iglesia Católica Romana.

11. La Iglesia, como realidad supranacional, por más que tenga raíces en el solar patrio, tiene en nuestros países la peculiar vocación de recordar a nues­tros pueblos que no existe una soberanía ilimitada en cuestiones políticas y económicas, y que el ideal nacionalista no debe apuntar a un país autosuficiente sino hacia una nación respetada y respetuosa de los derechos ajenos.

La participación en la vida de las Naciones Unidas ofrece la oportunidad para que cada país ocupe un lugar digno dentro de la comunidad internacional.

12. En América Latina, la relación entre nuestras iglesias y las de los Estados Unidos plantea otro tipo de problemas para el cristiano que siente su obligación de participar en las luchas del nacionalismo.

La etapa que estamos viviendo en el desarrollo de nuestras naciones es de enfrentamiento con la agresividad económica de nuestros vecinos del norte. Es indudable — para emplear una figura del estudio ecuménico sobre rápidos cambios sociales anteriormente citado— que los nacionalistas latinoamericanos han creado un “mito” del im­perialismo norteamericano, que lleva a un rechazo indiscriminado de todo lo que tenga alguna relación con lo norteamericano. Para nosotros, que conocemos las debilidades y también las virtudes de los Estados Unidos, es imposible co­mulgar con esas generalizaciones injustas. Y los nacionalistas nos miran con sospecha, no sólo por nuestras relaciones eclesiásticas, sino también por nues­tra negativa a defender el “mito”. El cristiano debe estar dispuesto a sufrir por esa causa, como su mejor servicio a la patria que ama.

Para meditar.

Las luchas por la independencia económica de nuestras na­ciones exige, muchas veces, el empleo de medidas de fuerza. ¿Pueden compagi­narse las demandas del amor al prójimo con los métodos violentos de la lucha política?

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