Mt. 15:1-20; 23:13-39; Mr. 2:16-28
1. Vivimos en una época en que es más frecuente el desprecio que el aplauso de la tradición.
Toda nuestra sociedad muestra una actitud antitradicional, por efecto de una serie de factores, especialmente del racionalismo, que la domina desde hace un par de siglos. El racionalismo dice: lo que no se puede probar hoy por la razón no es obligatorio para nadie; nosotros somos iguales a nuestros antecesores; por lo tanto tenemos el derecho de decidir por nosotros mismos, sin dejamos atar por lo que ellos decidieron en su propia época; la tradición es antidemocrática, porque quiere imponer normas contra la voluntad de la mayoría. Hoy los partidos políticos conservadores están de capa caída y en las naciones latinoamericanas, especialmente, hay una verdadera revolución silenciosa contra el pasado. Por esa razón, la sociedad moderna es inestable al extremo; las nuevas generaciones no sólo afirman su independencia del pasado, sino que lo desprecian. Lo antiguo es hoy sinónimo de anticuado; lo nuevo, de superioridad y progreso.
2. Sin embargo, la tradición bien entendida es como un esqueleto para la sociedad.
Implica continuidad, solidaridad de las generaciones entre sí. Es la preservación del pasado pero no en los museos sino en las costumbres que modelan la vida actual. Es como la casa paterna para los hijos. Estos podrán salir de ella para formar sus propios hogares, pero la casa de los padres simboliza lo mejor de la herencia material y espiritual recibida de los mayores. El desarraigado, el que no se siente parte en ningún lado, el que no admite dependencia de nadie, nunca es independiente, sino que —por una de esas grandes paradojas de la vida— es el más sometido de los seres humanos, el más amenazado por el destino del hombre-masa, el del montón, el que vive al día, al que no le importa la finalidad de su trabajo, el que no ama las cosas perdurables, el que no ahorra, el que cree que en la variación está el gusto. La genuina tradición es expresión de la voluntad de Dios, que nos ha creado para vivir en familia. “Honrarás a tu padre y a tu madre” implica el respeto activo por lo que recibimos de nuestros mayores.
3. Pero la tradición puede matar a la vida.
La vida es renovación, es creación de cosas nuevas. Precisamente en eso consiste la diferencia fundamental del hombre con los animales: puede crear cosas nuevas, inventar. Cuando la tradición se convierte en un mero proceso mecánico de trasmisión, mata la vida. Pero la genuina tradición es otra cosa. Es el maestro capaz, que no se limita a injertar conocimientos en las mentes de sus alumnos, sino que estimula en ellos su propia creación e inventiva.
4. En el hombre existen latentes dos necesidades: la de estabilidad y la de renovación.
La primera halla su expresión en el respeto por la tradición. La segunda, en un impulso permanente de renovación, no por el mero placer del cambio sino por ese anhelo de perfección que halla necesario superar lo presente procurando un futuro mejor.
5. Con la venida de Cristo entra en la vida humana un elemento radicalmente nuevo, que trastorna la relación entre tradición y renovación.
El es el cumplimiento de la mejor tradición religiosa: “No penséis que vine para abrogar la ley o los profetas; no vine para abrogar, sino para cumplir” (Mt. 5:17). Su misión es la de restaurar la comunión entre Dios y el hombre, hacer posible que éste cumpla la voluntad de Dios, esa voluntad que la ley intenta expresar. En ese sentido, Jesucristo se ubica dentro de la tradición de su pueblo, mira hacia atrás. Aun su crítica de las tradiciones de los escribas y fariseos se basa en una tradición más válida: “Habéis invalidado la palabra de Dios por seguir vuestra tradición” (véase Mt. 15:1-9).
6. Por esa causa, la misión de la Iglesia consiste en transmitir de generación en generación una herencia del pasado.
“Yo recibí del Señor lo que también os trasmití” (1 Co. 11:23; véase también Le. 1:1-4). Y por lo mismo, las iglesias de la Reforma insisten en que el Nuevo Testamento debe ser la norma de la tradición de la Iglesia; no sea que con nuestra tradición, como en el caso de los fariseos, estemos invalidando la tradición más válida de la obra de Dios en Cristo.
7. Pero la tradición cristiana es completamente distinta a las demás tradiciones humanas.
La tradición presupone normalmente una actitud conservadora, como que la solución de todos los problemas actuales consistiera en volver al pasado. Así el tradicionalista sueña con volver a una época pretérita: “Todo tiempo pasado fue mejor”. Pero lo que la Iglesia está llamada a trasmitir es algo radicalmente nuevo, la novedad absoluta del perdón de Dios, de su amor gratuito y de la promesa de la redención final. El contenido de la tradición cristiana es algo que “ojo no vio, ni oído oyó, ni surgieron en corazón humano” (1 Co. 2:9), algo humanamente inconcebible.
Como veremos en nuestra próxima lección, eso es lo que explica el contraste entre el respeto por la tradición genuina y la actitud revolucionaria que encontramos simultáneamente en Jesucristo. Esa tensión resulta por demás evidente en el Sermón del Monte. Allí donde dice: “No he venido sino para cumplir la ley”, dice: “Mas yo os digo”. De allí que condene con términos tan duros a los fariseos, cuya vocación era precisamente la de salvaguardar las tradiciones religiosas del pueblo de Israel (véase, por ejemplo, Mt. 23:29-36). De allí que haya dicho, en figura inolvidable: “Nadie echa remiendo de paño nuevo en vestido viejo… Ni nadie echa vino nuevo en odres viejos” (Mr. 2:18-22), con lo que explica su actitud hacia la ley judaica.
Por esa causa, tanto San Pablo como el autor del Apocalipsis pudieron decir con plena razón que Cristo es el autor de una nueva creación: “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura (o creación) es; las cosas viejas pasaron; he aquí son hechas nuevas” (2 Co. 5:17). “Dijo entonces el que estaba sentado en el trono: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21:5; léase 21:1-5). Esta es la novedad absolutamente revolucionaria, porque se apoya en el pasado.
8. Cabe aquí recordar las inspiradas palabras de Alejandro Vinet, el gran predicador suizo:
¿Qué son los cristianos? Son los herederos de sesenta siglos de trabajos, de sesenta siglos de dolores. Desde el día de la gran caída y de la gran redención, su patrimonio se ha ido formando lentamente, y sin interrupción mediante la fe, los sacrificios y la obediencia de una larga serie de generaciones. Las naciones han sido quebrantadas, los límites de los imperios han cambiado, razas trasplantadas, pueblos exterminados, el orden de la naturaleza cien veces interrumpido; se levantaron profetas, y fueron perseguidos o inmolados; el gran profeta, el príncipe de paz, descendió finalmente a los lugares más bajos de la tierra y expiró en la cruz, y luego, ese final de las profecías vino a ser el principio de una nueva era, la señal de una lucha encarnizada entre el bien y el mal; se ha visto un fuego encendido sobre la tierra y los pueblos bautizados en sangre, el pecado exasperado hasta el furor y hecho más pecante que nunca, la verdad viviendo una vida que no es sino un perpetuo y doloroso nacimiento, Jesucristo continuamente dado a luz de nuevo y continuamente crucificado en la persona de sus siervos, el mundo continuamente objeto de contiendas y sin cesar reconquistado…
En tales condiciones —debe decirse cada uno de nosotros— el Evangelio ha llegado hasta mí; en tales condiciones la antorcha sagrada, agitada, pero avivada por el vendaval, ha llegado a mis manos. Yo soy el tranquilo heredero de todas estas tempestades, el dichoso heredero de todos esos sufrimientos, el heredero de todas esas muertes.
Para meditar. ¿Es verdad que la Iglesia siempre aparece como conservadora en cuestiones políticas y sociales? ¿Por qué?
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