Jesucristo y la Vida Económica – Meditación

Mt. 6:19-34; Le. 12:13-48; Mt. 20:1-16

1. La cuestión económica jugaba un papel preponderante en la sociedad de los tiempos de Cristo.

Las circunstancias políticas, traían implícitas circunstancias económicas. El país políticamente dominado estaba dominado también en lo económico. Su organización social, preminentemente agraria, sufría la permanente sangría de la ocupación romana, y ello había dado tintes económicos a las esperanzas de liberación mesiánica. De acuerdo con la expectativa popular, la era mesiánica traería una milagrosa abundancia de bienes materiales.

2. En Palestina existía entonces un gran contraste entre ricos y pobres.

El Nuevo Testamento habla constantemente de los pobres, cuyo alimento común era el pan y el pescado. La carne no se menciona como alimento ni una sola vez en los evangelios. Las ocupaciones predominantes eran la agricultura y la cría de ovejas. El suelo pobre, los métodos primitivos y las seculares exaccio­nes de los gobernantes extranjeros habían hecho del pueblo común una nación de indigentes. En medio de ella, los ricos eran contados y, por lo tanto, estaban en mayor evidencia (véase, por ejemplo, Mr. 12:41-44).

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3. Jesús rechazó las ideas populares sobre la era mesiánica, pero el pro­blema económico de sus compatriotas pesó siempre sobre su corazón.

Es lógico, entonces, que una de las grandes tentaciones de su ministerio consistiera en la solución milagrosa del hambre de los pobres (Le. 4:1-4). Jesús habría de recu­rrir a la multiplicación de panes y peces, pero no para ganar la adhesión de las multitudes sino para satisfacer una necesidad (Jn. 6:1-15, 22-58). Tenía conciencia de las necesidades de los pobres (Le. 6:20-21; 16:19-31; Mt. 25: 37-40). No era un asceta ni un romántico que ignorara o despreciara las exi­gencias materiales de la vida. Comida, abrigo y techo eran para él cosas nece­sarias. “Vuestro Padre celestial sabe que de todas ellas tenéis necesidad” (Mt. 6:32).

4. El había nacido en un hogar humilde.

Con toda probabilidad, era el hijo mayor de una madre viuda y tenía por lo menos seis hermanos menores. Es probable también que él mismo sostuviera la familia con su trabajo manual. Más tarde, se nos dice que la compañía de maestro y discípulos —todos de hu­milde origen— se mantenía con una bolsa común (Jn. 13:29). Algunas mu­jeres los atendieron en sus necesidades materiales, en alguna ocasión (Le. 8:3). Durante su ministerio itinerante, fue literalmente cierto aquello de que “las ra­posas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del hombre no tiene donde reposar su cabeza” (Mt. 8:20).

5. Jesús no era un asceta.

Pero aun cuando se sentara a comer y beber con publícanos y pecadores ese hecho no significa que fuera indiferente a la ma­ñera en que ellos habían adquirido sus riquezas. El episodio de Zaqueo es sig­nificativo. Su arrepentimiento se expresó en la devolución del cuádruple de lo que había extorsionado (Le. 19:2-10). Constantemente hallamos referencias en las enseñanzas de Jesús a la injusticia y corrupción de la sociedad. Muchas ve­ces condena enérgicamente la avaricia, la falta de honradez y la indiferencia a las necesidades de los pobres (véase, por ejemplo, la historia del rico y Láza­ro, Le. 16:19-31).

6. Veamos algunas de sus enseñanzas fundamentales en cuanto a la vida económica.

a) En primer término, el amor a las posesiones es un rival peligroso del amor a Dios, y en su origen el problema que engendra es religioso. Jesús vio con claridad que el amor del dinero tiene la tendencia a convertirse en el deseo dominante de la vida. Porque el dinero es símbolo de poder sobre los demás, y es claro que la fe cristiana afecta necesariamente nuestra actitud hacia el pró­jimo. De allí que exista en potencia un conflicto entre el amor al dinero y el amor a Dios. La vida cristiana exige una actitud completamente nueva con relación al dinero y las posesiones. “No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt. 6:19-34). Porque servir a Dios exige toda la vida, y no es posible com­partir su culto con el culto a ninguna otra cosa. Así como el servicio a Dios exige la disposición de renunciar a todo otro compromiso humano que se le oponga, del mismo modo implica que ni las cosas materiales que el dinero adquiere, ni las satisfacciones que esas cosas pueden proporcionarnos, ni el poder que se deriva de la posesión del dinero, deben competir con nuestra lealtad a Dios. Tal el caso del rico de la parábola, que se sentía tranquilo por­que tenía bienes materiales e ignoraba por ello su pobreza espiritual (Le. 12:16-21).

b) Las personas son más importantes que el dinero. Es evidente que en la esfera de la economía se conocen las batallas más despiadadas y los crímenes más crueles. Nunca más egoísta y ciego el hombre que cuando se trata de adquirir bienes materiales. “Los negocios son los negocios”. Jesús dice, en cam­bio: “¡Cuánto más vale un hombre que una oveja!” (Mt. 12:12). “Mirad, guardaos de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abun­dancia de los bienes que posee” (Le. 12:15). Esto último lo dijo por razón de un conflicto familiar causado por una herencia.

c) Todas las ocupaciones deben estar basadas tanto en la necesidad de ga­nar dinero como en la oportunidad de servir a los demás, y esto último es lo más importante. El trabajo implica el empleo de dones recibidos de Dios, que no deben ser empleados meramente para la propia satisfacción. La única jerar­quía cristiana es la del servicio al prójimo, no la que se mide con, pesos y centavos. “Cualquiera de vosotros que quisiere ser el primero, será siervo de todos” (Mr. 10:44; véase también Mt. 20:27; Le. 9:48).

d) Las personas son más importantes que los principios. En la vida y ense­ñanzas de Jesús encontraremos fundamento suficiente para esta afirmación. Tomemos por ejemplo la cuestión de la justicia social. El hombre moderno tiende a confundir justicia con igualdad, en el sentido de que la justicia con­sistiera en tratar a todos los hombres sin hacer distinciones. “La justicia es cie­ga”, que es como decir que la justicia es impersonal. Cristo dice otra cosa. La justicia de Dios es absolutamente personal; trata a cada uno como a una per­sona, y no como a un ejemplar más de la especie humana. Esto tiene sus impli­caciones para la vida económica. En la parábola de los obreros de la viña (Mt. 20:1-16), algunos de los obreros fueron contratados al final de la jor­nada y trabajaron solamente una hora, recibiendo el mismo jornal que los demás. Cuando uno de los que trabajó la jornada completa se queja al patrón por la “injusticia” que ha cometido, éste justifica su actitud diciendo que a nadie ha defraudado en lo que le debía, pero que su generosidad con los últi­mos no debe molestar a los primeros. En este caso, su sensibilidad ante la situa­ción de hombres que trabajaron poco no por pereza sino por la condición de la sociedad, le mueve a ser generoso. La generosidad cristiana tiene en cuenta las necesidades del hombre antes que las exigencias de la igualdad.

e) No existe la propiedad absoluta. Lo que poseemos, inclusive nuestro dine­ro, no es absolutamente nuestro, sino que se nos ha confiado para que lo admi­nistremos en el nombre de Dios y para el bien de nuestros prójimos. Tales sus parábolas de los labradores malvados (Le. 20:9-18), de los talentos (Mt. 25: 14-30), del buen samaritano (Le. 10:25-37), del juicio final (Mt. 25:31-46) y sus reiteradas enseñanzas en las que a menudo emplea la figura del mayor­domo, o del siervo (véase, por ejemplo, Le. 12:13-48), donde se reúnen mu­chas enseñanzas acerca de las posesiones y donde recurren una y otra vez ambas expresiones).

Para meditar.

1. ¿Cree usted que en verdad las personas son más impor­tantes que los principios?

2. ¿Hay alguna relación entre la vida espiritual y la prosperidad económica de una persona?

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