El Jesús que Vivió entre los Hombres – Meditación

Mt. 4:1-11; Mr. 3:1-5, 13:32; Le. 2:52; Jn. 1:14, 38-45, 4:6, 11:35, 15:14; He. 2:18; Is. 53:3.

Hace un año, el tema de nuestro primer trimestre fue “La personalidad del Divino Maestro”. Como recordarás, estudiamos Entonces algunos aspectos hu­manos de la personalidad de Jesucristo.

1. Jesús se asoció con los hombres.

Uno de los aspectos en que demuestra Jesús su humanidad, es que siempre buscó asociarse con los hombres. Fácil le hubiera sido pedir al Padre que enviara huestes celestiales que por medio de milagros impresionaran al hombre y le hicieran así reconocerlo como Hijo de Dios. Pero lejos de esto, Jesús buscó asociarse con los hombres, sin dis­tingos de condición social, preparación u ocupación, para hacerlos partícipes de su gran obra.

Una de las cosas que más debe estimularnos es la seguridad de que Jesús se consideró tan humano que deseó y necesitó la amistad del hombre, llegando por tanto a ofrecerle su amistad cuando dijo: “Vosotros sois mis amigos si hiciereis las cosas que yo os mando” (Juan 15:14).

El Señor nos ofrece su amistad, pero sólo podemos obtenerla a cambio de la obediencia a sus mandamientos; dándonos cuenta de que él sabe cuán limi­tada es la capacidad humana para realizar lo que él espera de nosotros. Por eso, nunca pondrá sobre nosotros más de lo que podemos llevar.

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2. Las Escrituras demuestran la humanidad de Jesús.

Además, las Escri­turas nos dan abundante material para aseverar la humanidad de Jesús. Más de ochenta veces se le llama el “Hijo del Hombre”.

En Juan 1:14 leemos: “Y aquel Verbo fue hecho carne. Nació de mu­jer y necesitó el amor maternal de María para que, habiendo sido hombre, pudiera sentir y pensar como tal, conocer la naturaleza y peculiaridades hu­manas, y ser tanto más apto para ayudar a los hombres.

Después de su prolongado ayuno sintió hambre, como cualquier ser huma­no. (Mt. 4:2). Cuando transitaba por el camino que conducía a Samaría, des­pués de prolongada caminata, demostró su humanidad sintiéndose cansado. (Jn. 4:6). Fue tentado cruelmente por Satanás. (Mt. 4:1). Luchó con sus armas humanas saliendo victorioso, por la estrecha comunión de su humanidad con la voluntad de su Padre. Difícilmente encontraremos un Cristo más hu­mano que cuando se nos recuerda que por cuanto él fue tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados (He. 2:18). Pero cuando la humanidad de Jesús se nos hace más accesible es cuando leemos el contenido de Juan 11:35: “Y lloró Jesús”. Allí lo vemos plenamente identificado con el dolor humano, a tal extremo que todo su ser se conmueve y derrama lágrimas de compasión por sus amigos.

En su afán de identificarse con los que le rodeaban, llegó a confesar fran­camente que no sabía ciertas cosas que las gentes pensaban que él debía cono­cer, como vemos en Marcos 13:32, cuando dice: “Empero de aquel día y de la hora, nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre”. Demostró así que nosotros nc debemos sentirnos conturbados cuan­do no podemos entender toda la Biblia, como quieren algunos, ya que es lógico pensar que aquello que contiene la mente de Dios no puede ser com­pletamente asimilado por mentes finitas como son las nuestras. Hemos, pues, de conformarnos con aquello que es comprensible aun para la mente de un niño.

En cierta ocasión se encontraba el Señor en funciones de su divinidad, sanando en la sinagoga. Allí se encontró a un hombre que tenía la mano seca, según se describe en Marcos 3:1-5. En esta ocasión también deja entrever su parte humana en la expresión del verso 5 que dice: “Y mirándolos alrede­dor con enojo, condoliéndose de la ceguedad de su corazón…” Es decir, sintió su corazón lacerado por la pena al comprobar que todavía no había podido despertar con sus hechos la compasión en aquellos hombres.

3. Dios y la humanidad de Jesús.

En Lucas 2:52 leemos: “Y Jesús crecía en sabiduría, y en edad, y en gracia para con Dios y los hombres”. El hombre crece también en sabiduría y en edad, pero al llegar a la gracia es en donde el paralelo se rompe de una manera ostensible, para venir a formar dos líneas completamente divergentes. Pues los humanos nunca llegamos a tener la pro­funda experiencia que el Hijo tenía de la “gracia” de Dios.

¿Qué nos falta a nosotros para que se pueda decir lo mismo? Tengamos en cuenta que no fueron los dones divinos los que el Señor usó para merecer ese galardón. Lo vemos sintiendo y sufriendo como nosotros; trabajando y esforzándose hasta el cansancio; robándole descanso a su cuerpo para elevar con los primeros rayos del sol su plegaria al Padre. Lo vemos llorar y enojarse; lo vemos reconocer sus limitaciones; lo contemplamos humillado, abofeteado, calumniado… No fue fácil para él crecer en la gracia.

¿En dónde, pues, radicaba su fuerza? En su pureza de vida, en su depen­dencia del Padre, en su empeño de agradarle siempre a costa de los mayores esfuerzos. Es decir, en seguir con todo denuedo y valentía la trayectoria que desde la eternidad él se había comprometido a seguir con su Padre.

Y Dios, para identificarlo aún más con el humano, no lo eximió de ningún sufrimiento en su propia carne. Permitiendo que sufriera en toda su intensi­dad los cruentos dolores de la crucifixión (Is. 53:3) y, por último, que como cualquier mortal padeciera la muerte ignominiosa de la cruz, pública­ mente, soportando la afrenta y la burla de sus enemigos, el abandono de sus amigos y la sensación de que su propio Padre lo desamparaba.

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