El Poder del Espíritu – Meditación

Bien, pues otra vez Dios ha provisto lo necesario para nosotros. Pablo lo dice en pocas palabras en su Primera Carta a los cristianos en Tesalónica, a unos recién conver­tidos del paganismo en el norte de Grecia. Y casi al mis­mo tiempo pone delante de ellos las normas cristianas, «Dios quiere que seáis santos y puros», y los recursos para el cristiano, «Dios nos da su Espíritu Santo». El santo Dios no rebaja sus normas. Nos da el Espíritu Santo para capacitarnos para guardarlas. El Espíritu Santo no es otro que el mismo Dios que viene a morar en nosotros. Cuando respondemos a Jesús, dejamos que su Espíritu entre en nuestras vidas. Gradualmente, este Espíritu repelerá las fuerzas de los malos hábitos de nuestras vidas. «De modo que ahora pueden hacerse realidad en nosotros las justas de­mandas de las normas de Dios, si no vivimos bajo el control del Yo, sino bajo el control del Espíritu.» Pablo sabía qué campo de batalla había llegado a ser su vida desde que se había declarado seguidor de Jesús. «Por lo que respecta a mi nueva naturaleza, anhelo hacer la vo­luntad de Dios, pero hay algo más en el fondo de mi ser, en mi naturaleza interior, que está en guerra con mi mente y que logra la victoria y me hace esclavo del pe­cado que sigue aún dentro de mí.» Ahí está el problema.

Dios no elimina la tendencia al mal que subsiste profun­damente entrelazada con las mismas raíces de nuestra naturaleza como seres humanos. Pero nos da su Espíritu Santo para combatirla. Jesucristo fue siempre victorioso en su batalla contra el mal, afrontándolo como lo afrontó continuamente durante su vida, y de una manera supre­ma en la crisis de la cruz. Fue el vencedor, en todos los casos. Y el Espíritu Santo nos ha sido dado entre otras cosas a fin de obrar en nosotros la victoria de Cristo sobre el mal. «¿Quién me librará de la esclavitud a esta mor­tífera naturaleza inferior?», clama Pablo. «¡Gracias a Dios! Ha sido hecho por medio de Jesucristo Señor nues­tro. El me ha libertado.»

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Sí, él ha roto el espinazo al mal. Él abrió el camino. Él nos libera de la condenación, nos libera de la desespe­ranza y nos capacita para luchar contra el mal. Y lucha­mos (si somos sabios) no con nuestra propia fortaleza, sino con la suya. Cuando somos tentados, deberíamos poner nuestra mirada en su Santo Espíritu que vive en nosotros, y decir: «Señor, por favor, dame tu control, tu generosidad, tu paz mental (o lo que sea necesario) aho­ra.» Y él te lo dará. Descubrirás que podrás decir, con San Pablo: «El poder del vivificador Espíritu de Cristo me ha libertado del círculo vicioso de pecado y muerte.»

Aclaremos ahora dos cosas acerca de este poder vivi­ficador del Espíritu. En primer lugar, el cambio no acon­tece automáticamente. En segundo lugar, no ocurre de la noche a la mañana.

El cambio no se produce automáticamente

El Espíritu de Jesús no te obligará a cambiar. No forzó así la entrada en tu vida, ¿verdad? Pues bien, tampoco te forzará a andar por su camino. Si decides aterrarte a algún mal hábito, no te detendrá. Sólo que le dolerá inmensamente. De mala gana, no podrá emplearte tan plenamente como quiere. Pero él es amor, y el amor no se impone sobre el ser amado. Recuerdo que le pregunté a un sabio cristiano, en los primeros tiempos de mi vida cristiana, por qué no podía dominar una cosa en particu­lar en mi vida, aunque había visto a Cristo limpiando varias otras áreas. Él me preguntó: «¿De veras quieres su poder ahí, Michael?» Claro, tuve que admitir que no lo quería; quería mi propio camino. Y, aunque entristecido, el Señor no iba a detenerme. Así que ten esto en cuenta. Cristo puede liberarte y te liberará de cualquier mal há­bito. Puede hacerlo en el acto. ¡Pero debes estar dispuesto a dejar que lo haga! Ahí está el problema. Cuando estás dispuesto, su poder es una realidad que nadie puede negar.

Éste es un punto ineludible. Cristo puede transfor­mar casos que por otra parte serían desesperados. Su poder puede cambiar hábitos intratables en cualquie­ra de nosotros.

Existe un ejemplo muy interesante de esto mismo en el área de la adicción a la droga. Hace varios años, en el Segundo Simposio Internacional acerca de Toxicoma­nías, Frank Wilson, uno de los seis delegados británicos, escuchó los eruditos trabajos que se leían acerca de la virtual imposibilidad de mantener apartados de las dro­gas a los realmente enganchados una vez eran dados de alta en el hospital. Luego les informó con calma acerca de la tasa de éxito en el sesenta por ciento de los casos de abstinencia durante cinco años en su unidad de reha­bilitación explícitamente cristiana en Northwick Park. Esto fue causa de asombro por parte de muchos. Una reacción muy similar siguió al cabo de unos años cuando David Wilkerson, célebre por el libro La cruz y el puñal, pudo demostrar ante un grupo profesional en los Estados Unidos que por medio de una conversión genuina a Cristo y la plenitud del Espíritu Santo había podido re­gistrar una tasa de éxito, entre usuarios endurecidos de la droga, cinco veces mayor que el de cualquier agencia secular. Éste es un punto ineludible. Cristo puede trans­formar casos que por otra parte serían desesperados. Su poder puede cambiar hábitos intratables en cualquiera de nosotros.

Todos sabemos lo que puede hacer el poder excluyen- te de un nuevo afecto: ¡puede llevar a que el adolescente se olvide de su motocicleta en el momento que la mucha­cha de sus sueños se cruza en su camino! Pues bien, cuando una persona tiene a Cristo en su interior, puede descubrir un poder que le liberará de su propia peor naturaleza. Pablo dijo: «Puedo hacer todo lo que Dios me pide con la ayuda de Cristo que me da la fuerza y el poder.» Y tú y yo podemos tener la misma experiencia.

El cambio no acontece de la noche a la mañana

Segundo, cuídate de creer que te harás semejante a Cristo de la noche a la mañana. No será así. Algunos hábitos serán difíciles de echar fuera, así como algún hielo es tan grueso que precisa de un largo tiempo para ablandarse bajo el calor del sol. E incluso aunque podamos experimentar una liberación inmediata de alguna cosa mala en particular que nos tiene esclavizados, en­tonces quedaremos sencillamente listos para que Dios nos muestre alguna otra cosa en nuestra vida que nece­sita atención. El proceso de afinamiento proseguirá a lo largo de toda nuestra vida. Necesitaremos tiempo si que­remos crecer a semejanza de Jesús. Es un proceso lento, como el de criar un buen árbol frutal.

¿Has plantado alguna vez un huerto? Entonces sabrás cuán impaciente te sientes para ver el fruto del tierno manzano o peral… Todavía no sale el fruto. Pero hay vida. Hay crecimiento. Quizás el año que viene… Así que ten paciencia. Mantente en estrecho contacto con el santo Dios que te ha llamado. Estudia la vida y enseñan­za, la conducta y el ejemplo de Jesús si quieres saber cómo quiere Dios que actúes y reacciones en las presio­nes de la vida diaria. Y pide al Espíritu Santo que vive dentro de ti que tome el control de tu personalidad y que te haga progresivamente más y más semejante a Jesús.

Hay una maravillosa promesa en la Segunda Carta de Pablo a los Corintios, que habla del Espíritu Santo cam­biándonos de un grado de calidad de reflejo de Cristo a otro, mientras vivimos en un compañerismo consciente y constante con él. Nosotros no lo observaremos, pero otros sí. Se decía de los primeros discípulos que los hom­bres que les observaban «se asombraron y se dieron cuenta de lo que había hecho por ellos haber estado con Jesús». Esta es la estrategia de Dios. Quiere tomar a hombres y mujeres que sean suficientemente humildes para acudir a él con una sencilla confianza. Quiere reha­bilitarlos y demostrar en su transformado carácter lo que puede conseguir incluso en vidas humanas arruinadas cuando le dan una oportunidad para ello. Ésta es la estra­tegia, y ésta es la perspectiva desde la que planificar tu vida cristiana. Nadie creerá que tienes una nueva vida hasta que vean un nuevo estilo de vida. Y cuando lo vean, estarán dispuestos a escuchar acerca de la nueva vida, y no antes.

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