La Resurrección de Jesucristo y los Problemas Humanos – Meditación

Mt. 27:62-28:20; 1 Co. 15:1-20; Fil. 2:5-11

1. Uno de los testigos de los juicios de Nüremberg contra los criminales de guerra, ha narrado uno de los episodios más terribles y simbólicos que jamás hayamos oído.

Escondido en una tumba de un cementerio judío, en Vilna, Po­lonia, después de haber escapado de las cámaras de gas, fue testigo del naci­miento del niño de una joven madre judía, asistida en el trance por el octoge­nario sepulturero. Cuando se escucha el primer llanto, el anciano ora con estas palabras: “Gran Dios, has enviado finalmente al Mesías. Porque ¿quién sino el mismo Mesías puede nacer en una tumba?” Esta historia, que sobrepasa todo el poder imaginativo del literato, tiene un tremendo poder simbólico. El anciano sepulturero judío sabía de la inconmensurable tensión implícita en la esperanza mesiánica; la sentía en el contraste infinito entre lo que veía y lo que esperaba. La última parte de la historia subraya la tragedia: luego de tres días, habiéndose agotado el seno de su madre, el niño muere. Y la espe­ranza del anciano se ve otra vez frustrada. ¡Un final sin consuelos vacíos de sentido!

2. El Evangelio nos cuenta de la muerte real e irrevocable de Jesús.

De ello son testigos las mujeres, los sacerdotes, los soldados, la piedra que cierra la tumba, el sello que la fija, y la guardia. Con tonos de triunfo, de cinismo, de desaliento, nos dicen que una vez más ha triunfado el mal, la injusticia, el pecado. Que no vale la pena insistir, porque nada hay nuevo debajo del sol; el hombre es siempre el mismo; ¿de qué vale luchar para mejorarlo, si final­mente todo termina con un crimen? Desengaño: “José, pues, tomó el cuer­po… y lo puso en su propio sepulcro; y haciendo rodar una gran piedra… se fue” (Mt. 27:60). Cinismo: “Nos acordamos que aquel impostor, cuando aún vivía, dijo: ‘Resucitaré después de tres días’” (Mt. 27:63).

 

resurreccion, jesus, tumbaY, sin embargo, poco después resuena una nota nueva, inesperadamente nueva: “Yo sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí, porque ha resucitado” (Mt. 28:5-6); “Cristo ha resucitado de entre los muertos, primi­cias de los que duermen” (1 Co. 15:20); “así que, por cuanto los hijos han participado de carne y sangre, él participó igualmente de lo mismo, para des­truir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo, y librar a los que, por el temor de la muerte, estaban por toda la vida sujetos a servidumbre” (He. 2:14-16). ¡El Mesías ha nacido en una tum­ba; ha vencido a la muerte! Esto no sucede todos los días, porque no se trata aquí de una inmortalidad aguada de poetas románticos, sino de un acto nuevo de Dios, que irrumpe en el orden natural trayendo la realidad de su Reino eterno.

 3. Sin la resurrección, la cruz no sería más que una espantosa revelación demuestra perdición.

“Si Cristo no resucitó, los más miserables somos de todos los hombres” (1 Co. 15:17). Sería tan sólo el diagnóstico definitivo de nuestra condena. ¿Qué futuro puede haber para una humanidad tan inhumana que asesinó a Jesús?

Pero Cristo resucita. Aparece a las mujeres, a los discípulos y hasta a un grupo de más de quinientos hermanos (1 Co. 15:3-8). Esa resurrección es la manifestación de la victoria sobre el pecado y la muerte. Proclama que hay algo nuevo debajo del sol, porque nuestro Dios hace nuevas todas las cosas. El significado del Viernes Santo sólo se percibe con el alba del Domingo de Pascua. El sentido de los sufrimientos y muerte de Jesucristo sólo puede ser comprendido en la perspectiva de la resurrección.

Dios no levanta solamente la piedra de la tumba de Jesús, sino tam­bién la de la tumba de la humanidad, porque esta tierra no es más que un gran sepulcro en el que generación tras generación vuelven al polvo de donde salieron (Gn. 3:19). Hay que aceptar, en todo su realismo, la declaración bíblica que dice que el fruto del pecado es la muerte (Ro. 5:12). Solamente comprendemos lo extraordinario del acto divino que hace descender a Jesús a la mansión de los muertos, para hacerle ascen­der de nuevo, y a nosotros con él (Ef. 4:8-10), explicándonos la univer­salidad del reino de la muerte. Jesús, Príncipe de la vida, ha roto los lazos de la muerte, porque no era posible que su poder le retuviera (Hch. 3:15; 2:24). El conduce entonces a la vida eterna a todos los que le pertenecen: “Sorbida es la muerte con victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?, ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Co. 15:54-55). Esa es la exclama­ción de acción de gracias de la humanidad liberada. (Suzanne de Die­trich, en “Los designios de Dios”.)

4. ¿Qué implica la resurrección para nuestros problemas humanos y nues­tra conducta cristiana?

En primer lugar, que Jesucristo es el Hijo de Dios y que sus enseñanzas y su vida, él mismo, son revelación de Dios, de la realidad última. Dice el apóstol Pablo que Jesucristo, Señor nuestro, nació del linaje de David según la carne y fue declarado Hijo de Dios con poder por la resu­rrección de los muertos (Ro. 1:4). La resurrección es la garantía de la fe en Jesucristo, es el fundamento de la vida de la Iglesia. En el Viernes Santo no había Iglesia; todos estaban esparcidos como abejas sin pastor. “Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas” (Mt. 26:31). La resurrec­ción los une para siempre, haciendo posible la fe en Jesucristo. Es la piedra angular de la fe y de la vida cristiana.

En segundo lugar, la resurrección nos confirma que Dios reina sobre todos los enemigos; que ese Dios que vino a nosotros en Cristo, ese Dios que nos ama como Cristo, ese Dios que nos salva en Cristo, es el Rey de las nacio­nes, el Señor de la historia (Mt. 25:31-46; Hch. 17:7; 1 Ti. 1:17). El es el “Rey de reyes y Señor de señores, el único Soberano” (1 Ti. 6:15; Ap. 17:14). De manera que su amor no es signo de debilidad, sino manifestación del estilo de su autoridad y de la manera en que quiere gobernar.

Luego, su perdón anunciado en Cristo es real, y la vida que nos ofrece, vida en amor a él y al prójimo, es la única vida verdadera (“Yo soy… la vida”, Jn. 14:6; “Yo soy la resurrección y la vida”, Jn. 11:25). Vale decir que cuan­do él nos señala que el amor a Dios y al prójimo son el cumplimiento de la voluntad de Dios, está diciéndonos que ése es el único camino hacia el verdadero gozo, para el cumplimiento del destino de la persona humana, y que la idolatría y el egoísmo conducen indefectiblemente a la muerte. Con su resurrec­ción, Jesucristo está mostrándonos que vale la pena darse por amor a Dios y al prójimo, que vale la pena luchar por el bienestar de los demás, porque eso es la vida. Y que cuando, por vivir nuestra vida o disfrutar de nuestra tranquili­dad, nos negamos a prestar oídos a los clamores de la necesidad de nuestros prójimos, en realidad lo que estamos haciendo es rehusarnos a emprender el camino de la vida y la paz verdaderas.

En cuarto término, la resurrección de Jesucristo nos muestra que la histo­ria tiene una meta real, que no es una mera repetición de círculos, porque hay algo nuevo bajo el sol. Porque el Dios de nuestro Señor Jesucristo es el que hace nuevas todas las cosas, inclusive a los hombres que se le entregan (Ap. 21:5; 2 Co. 5:17). La historia camina hacia el día en que Dios mismo traerá cielos nuevos y tiexra nueva (2 P. 3:13), la novedad que en Cristo rompería los odres viejos y los paños gastados (Le. 5:36-39). Marchamos hacia una nueva creación, cuando gozaremos de “vida sin fin, de gozo sin penas, de poder sin limitaciones, de comunión con Dios sin impedimentos, de tiempo que no se desvanecerá, de vida física sin la carne, de vista sin pensamiento, de cono­cimiento ‘cara a cara’ —todo esto que puede ser expresado en una sola frase: Dios estará allí y nosotros estaremos con él. El será nuestro Dios y nosotros seremos su pueblo” (Emil Bruner); cuando “Dios mismo estará con ellos; y él enjugará toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte; ni habrá más lamentación, ni llanto, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Ap. 21:3-4).

Finalmente, la resurrección de Cristo nos muestra que la renovación del hombre, su re-creación por obra del Espíritu de Dios, es factible. Que como cristianos debemos ser realistas, al juzgar los efectos del poder del pecado, pero nunca cínicos ni pesimistas al considerar las posibilidades de regenera­ción del hombre. Porque “el que está en Cristo es nueva creación”. Y esa nueva creación se muestra en una nueva capacidad para el amor genuino que Cristo hace posible entre los hombres. De manera que, dentro de las limita­ciones de este orden presente donde el pecado —derrotado pero no eliminado— todavía impera, es posible la verdadera comunión humana, la comunidad de la Iglesia.

5. Esto significa que, frente a los múltiples problemas humanos, el cristia­no no está solo, ni debe estarlo.

Con él está el Espíritu que convence a los hom­bres de su pecado, de su necesidad más profunda del perdón y comunión. Con él está la comunidad creada por ese Espíritu: la Iglesia de Cristo, que debe ser maestra y madre de los creyentes, hogar en tiempo de paz y refugio en horas de conflicto, la familia donde se vive del amor de Dios y se aprende a amar al prójimo, donde Cristo es la cabeza y ello hace posible pensar en tér­minos del amor de 1 Corintios 13, porque allí Cristo doblega nuestra arrogante voluntad y nos enseña a hacer la voluntad de Dios, que es el amor de los unos para los otros.

Para meditar.

1. ¿Cómo calificaría usted al cristiano: de realista o de opti­mista?

2. En su propia experiencia, ¿ha encontrado en la Iglesia ayuda para sus problemas humanos?

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